lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO I

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON
Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA
POR ANDRÉ DE LACHAPELLE
(Traducción y notas de Carlos Mal).

Correspondencia, recuerdos y obras inéditas, publicadas por André de Lachapelle, exredactor en jefe del Messager de San Francisco, etc., etc.

París, E. Dentu, librero-editor. Palais Royal, 13, Galerie D'Orléans. 1859. Todos los derechos reservados.

Impreso en Bonaventure et Successois, Quai des Augustins, 55, París.

I


Algunas noticias más o menos exactas han sido publicadas en el tiempo en el cual el señor De Raousset-Boulbon se hizo célebre por sus expediciones en el norte de México.

Todo no se ha dicho: el autor de este nuevo libro debe la la publicación a aquellos cuyo corazón verdaderamente francés jamás permanece insensible a lo que interesa a la patria, a aquellos cuyo juicio sabe pesar fríamente las cosas; la debe, en fin, a aquel quien, la víspera de ser ejecutado, le ha confiado especialmente el cuidado de su memoria en una conmovedora carta que ya ha sido publicada desde entonces.

Este asunto siempre ha parecido digno de la atención pública. Muchos aún recuerdan el momento en que Francia, ocupada con la guerra de oriente, volteó de repente la vista al horizonte americano, y prestó atención al súbito eco de un nombre que había ignorado. Era el nombre de uno de esos hombres excepcionales, de gran carácter, que no brillan sino un instante en los ojos de la historia, a los que una suerte fatal les quita de súbito el manto con el que quieren burlar una porción del destino humano.

Si en su marcha aventurada, diseñada precipitadamente, el conde de Raousset-Boulbon hubiera tenido a la suerte como amiga, si él hubiera sido secundado de una manera eficaz, él habría audazmente roto las puertas de un imperio agusanado que se hunde cada día más en un abismo de desorden; le faltó el más mínimo apoyo y no es su culpa que no haya podido preparar la regeneración de uno de los países más bellos de la tierra.

Después de haber vivido en la intimidad del conde de Raousset-Boulbon hasta el punto de conocer sus proyectos más secretos; después de haberlo ayudado sin descanso en la organización de sus actividades; después de haberlo visto derramar en California tal vez las únicas lágrimas que cayeron de sus ojos en toda su vida, como él mismo me dijo, me encuentro en posesión de documentos inéditos y auténticos, creo poder presentar al público una historia dotada de algún interés.

Esta gloria de un día y tan lejana se ha encontrado, como todas las de este mundo, con críticas más o menos benevolentes; además, es normal que haya un trago amargo antes del calvario. Que vayan y vengan los reproches de algunos que no perdonan los primeros años de la juventud sin experiencia, en los que el conde disipó una fortuna de la cual se hizo poseedor demasiado temprano.

Su naturaleza no podía ser parsimoniosa, porque veía todo en grande, y es por eso que para muchos, de natura diminuta, es difícil comprenderlo. Era hermoso verlo y escucharlo, en ruinas, tirado en las orillas del Pacífico; no parecía un montón de escudos, sino la completud de cosas grandes y nobles; se golpeaba la frente, pensando en los tiempos caballerescos de la Edad Media, y decía amargamente: "Nací demasiado pronto o demasiado tarde!" Él hablaba con el entusiasmo de Villehardouin, quien se arrodilló llorando en las escaleras de San Marcos, Venecia, y pidió a la ciudad de los dogos algunos barcos para reconquistar Palestina.

No era menos elocuente al recordar la memoria de aquellos señores cruzados que, después de la victoria, se repartían el Oriente conquistado jugándose a los dados en el altar de Santa Sofía las provincias de Antioquía, Siria el reino de Judea, y muchos otros principados. Se puede imaginar cómo sería doloroso para su natura bajar de estas alturas y luchar en las filas de una chusma mercantil, positivista y egoísta que revoloteaba como un mar impuro a los pies del ídolo de oro de California.

En cuanto a las críticas de filibusterismo, no nombro el asunto ni siquiera en honor de una réplica, y se ha susurrado por labios injustos o ignorantes. El examen a conciencia de los hechos muestra que el señor De Raousset-Boulbon estaba en su derecho a la hora en que tomó las armas, y que él había sido constantemente el juguete de la perfidia mexicana, sin hablar de otras perfidias extranjeras más inesperadas, que en conjunto constituyen lo que podríamos llamar el deus ex machina de estos eventos distantes. “El aventurero que tiene éxito es un héroe; el héroe que falla o que sucumbe no es más que un simple aventurero», escribió por ahí un escritor de mérito, acerca del señor De Raousset. ¿Qué sería, en efecto, del ilustre Hernán Cortés a los ojos de la historia si, en 1519, hubiera fallado en Tabasco y en la capital de los aztecas?...

Desviemos un poco la cortina que nos oculta una escena al fondo de la cual se ve, modesta y silenciosa, una tumba en la playa de Guaymas; contemos los hechos con imparcialidad, y dejemos que el público decida lo que dirá en última instancia. Si, más de una vez, yo mismo tomo personalmente la palabra en este relato, que los lectores me lo perdonen; la narración lo exige. No soy sino un historiador fiel, un amigo sentado junto a la tumba sobre la que cuelga una sombra que cada día crece más; los que encuentran esta publicación un poco tardía, podrán culpar circunstancias independientes a mi voluntad.

Me ocuparé poco de los primeros años del señor De Raousset en Europa; espero poder llevar al lector a las orillas del Pacífico y a los desiertos de esta rica Sonora; pero se debe entender, sin embargo, que fue necesario consagrar también algunas páginas a los principales incidentes de su vida en Europa.





EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO II

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA

II


El conde Gaston de Raousset-Boulbon, sale de una de las más añejas familias de la Provenza; nació en Aviñón el 2 de diciembre de 1817. Desde la más tierna infancia tuvo la desdicha de perder a su madre (Constance de Sariac [1]). Más de una vez, en California, tuve ocasión de escucharlo hablar con amor y respeto de esta madre que apenas conoció; era una mujer de un mérito de los más raros, idolatraba al niño cuyo singular destino se vio forzada a no conocer.

Gaston se mostró desde temprano orgulloso e irascible, su carácter demasiado entero tuvo que chocar sin cesar contra las exigencias paternales. No mencionaremos los rasgos numerosos con los que todo biógrafo acostumbra adornar los primeros años de su héroe; estos rasgos son casi siempre los mismos; basta decir que este niño abandonó más de una vez el castillo paterno en lugar de someterse a castigos que humillaran su amor propio; en el colegio de Fribourg, donde la mayor parte de los legitimistas enemigos de la dinastía de julio educaban a sus hijos, hizo estudios bastantes buenos. Casi olvidado por su padre quien, asqueado de la revolución, habitaba las ruinas de Boulbon; seducido poco a poco por la hábil bondad de los padres jesuitas, acabó por abandonar a estos el cuidado de hacer eclosionar su alma y su inteligencia, y se dedicó a trabajar con ardor.

Hablando más tarde de esta época de su vida, él nos recordaba, no sin algo de amargura, de las diversas privaciones que le infligía el descuido paternal, sea a propósito de un traje demasiado corto o demasiado gastado, sea a causa de un gasto inalcanzable para su reducido monedero: «Durante dos años, me dijo un día, rechacé las cerezas que me ofrecían mis compañeros, diciendo que no me gustaban, porque me era imposible ofrecerles algo a cambio.» No nos equivoquemos: estas primeras arrugas del alma permanecen imborrables en ciertas naturas; con lo ligeras que parezcan a primera vista, son heridas que sangran toda la vida.

A la edad de los dieciocho, él vuelve a la casa paternal donde, en lugar de un padre amigo, él encuentra sólo un dueño severo; el señor marqués era uno de estos viejos emigrados del antiguo régimen cuyo tipo ha sido ronzado tan bien por muchos de nuestros novelistas célebres.

A los dieciocho años volvió a la casa de su padre, donde, en lugar de un padre amistoso encontró solo a un amo severo; el señor marqués era uno de esos viejos emigrados del antiguo régimen cuya tipología ha sido ya bien tratada por muchos de nuestros novelistas célebres.

Uno de los mejores registros que se han publicado sobre nuestro tema, el del señor H. de la Madelène, recuerda con gran razón el capítulo de las Memorias de ultratumba donde Chateaubriand cuenta la vida del castillo de Combourg. En esta obra tan breve y de un género tan específico, no tenemos en absoluto la pretensión de tocar la filosofía de la historia.

Dejemos la enseñanza de estas materias a los grandes maestros, los cuales solo les toman una pastilla nociva, la cual sirven de una manera más o menos ceremoniosa a una juventud que es más fuerte y más inteligente de lo que ellos piensan; Francia cuenta con un gran número de individuos que un abismo de tres revoluciones separa para siempre de la generación que les dió a luz; el número de jóvenes que, como Mirabeau, Chateaubriand, Raousset y tantos otros, poseídos del espíritu del futuro, tuvieron que luchar contra un mundo viejo vencido, pero desafiante, este número, digo, es más grande de lo que uno piensa; es una de las cifras más grandes de nuestros días; como contingente del ejército del futuro, es uno de los más meritorios, porque las edades de transición son y las más difíciles y las más dolorosas.

Dejemos el detalle de las preocupaciones a las cuales debía estar expuesta la existencia de un hombre tan fuertemente empapado, imbuido de ideas nuevas y lleno de aspiraciones hacia el futuro. El marqués le rendía escrupulosamente las cuentas de su tutela, y no intentaba en absoluto saber el grado de instrucción del que su hijo podía estar dotado; sin duda su opinión estaba ya establecida en cuanto a este asunto, y he aquí por qué: un día que Gaston, aún niño, escribía un dictado de su padre, interrogado sobre el día del mes, contestó, temerariamente, un treintaidós! «Este niño no será más que un imbécil,» dijo el marqués, volviéndole la espalda. Esta anécdota, tanto como otras, son enteramente dignas de fe, y el autor las escuchó de la boca misma del señor De Raousset, quien lo ha honrado con las confidencias más íntimas.

Antes de empezar definitivamente el hilo de su biografía para ya no abandonarlo, contaremos algunas reflexiones del señor De Raousset sobre la vida en Europa, reflexiones nacidas bajo el cielo de América es como un arco de la alianza entre dos épocas distantes, pero muy útil para mostrarlas como son.

Hacia el fin de uno de sus días sombríos, por así decirlo, caminábamos juntos por Telegraph Hill, que domina la bahía de San Francisco, lo vi considerar con pena el Challenge [2] que les irritantes estadounidenses amenazaban con retener más tiempo; él se quejaba de todo lo que lo traicionaba o le faltaba sin cesar en este mundo, y de que una suerte fatal parecía perseguirlo sin descanso; en breve, el ya no creía en la sociedad, ni en la amistad ni en nada; nuestra conversación se prolongó, y no veo por qué no reproducirla a grandes rasgos.

«—¿Y su madre? le dije.
—Mi madre, apenas llegué al mundo, la perdí, y la habría adorado.
—¿Y su padre?
—Mi padre— exclamó, y una sonrisa llena de ironía y amargura brotó de sus labios que articularon algunos reproches que no valen la pena reproducir.
—¿Y sus amigos?
—¡Ah!—dijo, casi sonriendo, y chasqueó los dedos de la mano derecha, la cual llevó por encima de la cabeza.
—¿Las mujeres, tal vez? No sé de qué oasis se ha visto adornada su vida pasada, pero recientemente, a bordo del steamer, estas palabras escritas sobre el margen de un libro prestado, «¡por ti daría mi alma!», ¿estas palabras que repite usted a veces con una cierta complacencia, son picaduras muy irritantes?...
—Pasemos a otra cosa.
—¿Y su perro?— exclamé al fin, creyendo haber encontrado la cuerda sensible de esta feroz melancolía, como diría un vodevilista cualquiera.
—¡Mi perro! se me perdió una vez en París; seis meses después, mientras pasaba por Champs-Elysées, lo vi, le llamé, vino a mí, me reconoció y se fue; ¡y eso que nunca lo había maltratado una sola vez!...»

Todo esto se ponía cada vez más triste y demasiado sombrío; esta alma pura y noble se tornaba negra y dura, este gran corazón se apagaba, atragantándose de hiel. «Vamos, le dije, bajemos, está bien convenido que por el día de hoy no creamos en nada ni amenos nada; afortunadamente las Parcas le hilan raramente horas tan siniestras; él consideró de nuevo el Challenge, y como era un poco sordo me preguntó que si no escuchaba que viraban el cabrestante; mi respuesta fue negativa.

Esa noche, extendido en un diván en una de las esquinas del Café-Français, murmuraba, como para sí mismo, y con un tono triste, un poema del cual no pude sacar el sentido, pero cuyas notas extrañas parecían tal vez dominar el ruido de la multitud. Dos de sus amigos lo interrogaron sobre la naturaleza de su monólogo:
—Ah! —dijo, con un abandono de lo más gracioso—, es mi horóscopo, es la profecía de la bruja de Boulbon; en otro tiempo, cuando todavía era niño, fui con una bruja española para que me leyera la fortuna, una nigromante más o menos iluminada; un día de inspiración puse en versos su lectura, la cual parece cumplirse un poco cada día.

Nos recitó entonces, con un timbre que jamás olvidaré su pieza en verso, de la cual muestro un fragmento:

[...]
En los harapos rojos del regazo,
fatídicos tarots leyó la vieja,
miró en mi mano símbolos; perpleja,
movió su cuello y dijo sin retraso:

«¡No hablo yo, el espíritu es quien grita!
«incrédulo, escucha cuando tu hora
«resuene como este viento que llora,
«cuando tu frente se pliegue, contrita,
«y creas que el cielo goza con tus cuitas
«¡acuérdate de la bruja española!...

«Amigos, suerte, amores, te abandonan,
«el tiempo inexorable los acaba,
«¡muy pronto tendrás nada!
«Los días que soñabas
«con soles de esperada bienvenida,
«tal vez sus rayos lucirán tu vida,
«y cuando las traiciones lleguen luego,
«y cuando hambre, sed, veneno y fuego
«hayan gastado tu cuerpo y tu mente
«si tu gran corazón sigue vigente
«si, tan molido, la fe has conservado
«¡serás todo un monarca coronado!

«¡Pero sobre tu espalda que se inclina
«sangrando está la corona de espinas!
«¡todos podremos verte atormentado!
«como una uva a una prensa arrojado,
«Pisado por el hado y sus guadañas,
«¡Destino siempre ciego y sin entrañas!
«Vas a sufrir, se escapará tu oro,
«te ganarás el pan, y sin decoro;
«funestos días te esperan en las playas,
«lejanas en la tierra a donde vayas.
«¿Podrás revisitar, mucho lo dudo,
«tu cuna o ver grabados de tu escudo?
«Tus labios mezclarán cada momento
«el nombre de tu patria con lamentos;
«¿La volverás a ver?... Ignoro eso.
¿Quién sabe dónde dormirán tus huesos?
«Un ciervo o una paloma blanca y pura,
«¿cuál de ellos rondará tu sepultura?»

¡Lo que dijo la bruja cierto ha sido!
¡Ingratitud, traición, mentira, olvido,
se mezclan en la copa que los labios
aspiran sin querer dejar resabios!

«Herido de amor buscarás el amor
«como un aguilucho que ansía el albor,
«o el gamo que herido el llano recorre
«en busca de sombra o del agua que corre.
«Darás tu lealtad, franco y esperanzado.
«En muy mala hora, serás traicionado.
«¡Sí, qué desgracia! pues cada destino,
«que esté por ventura unido a tu sino
«el día que el triunfo por fin te reclame,
«¡de amor morirá la persona que te ame!»


Dejemos este castillo en ruinas, partamos a París, el cual, gigantesco vampiro, succiona y bombea tan bien la sangre más pura de su dócil provincia; sigamos allí a este joven rico, noble, apasionado, instruído, conversador espiritual, elocuente a veces y experto en el manejo de todas las armas.

El señor De Raousset tenía los ojos azules, los cabellos rubios, rasgos regulares que indicaban al mismo tiempo audacia y resolución, un aire de nobleza y de grandeza que sorprendía a propios y a extraños. Recorramos esos días y noches, estas horas ardientes de su vida, tales como las inspira la atmósfera de esta Babilonia moderna; dejemos fluir esta primera lava de naturaleza volcánica, y no lo culpemos por el hecho de que, organizado de modo especial, este muchacho haya empezado a tomarle el pulso a la sociedad, en lugar de hacerse de golpe una existencia prosaica, por honorable que esta hubiera podido ser.

El señor De Raousset tenía ya vistas elevadas y serias; por instinto de familia y de educación, él soñó con la posibilidad de venir a socorrer el derecho divino que estaba en vías de ser derrotado, esto significa que soñó con los Cathelineau, los Bonchamp, los Rochejaquelein de la heroica Vandea. Un viaje a Morbihan rompió las dos alas de este sueño; no encontró en ningún lado los campos y los corazones de otros tiempos; por todas partes se contaba dinero, se calculaba, se maldecía y se manifestaba la cobardía; casi en todas partes se le concedía a los viejos tiempos tan solo un suspiro estéril; pudo en ese entonces, más que nunca, constatar el vacío inmenso que separa las generaciones del pasado a las del futuro. Volvió muy triste a París, hizo una corta aparición en Boulbon, donde lo acecharon nuevas peculiaridades. Tuvo que cortar su barba, dejarla crecer y volverla a cortar. El señor De Raousset se fue para siempre pensando tal vez en aquellos dos versos de su horóscopo:

«¿Podrás revisitar, mucho lo dudo,
«tu cuna o ver grabados de tu escudo?

Se lanzó de nuevo y más que nunca hacia esta vida parisina calcinante, donde las locuras no podían calmar la sed de su alma. A veces cenaba alegremente con sus amigos, con los cuales el espíritu más ligero se adoptaba a todas las risas, mientras que el suyo era presa de un malestar desconocido; a veces probaba la vida retirada, y lanzaba una mirada inquieta hacia el porvenir; cuando su exaltación moral era atacada por cuestiones serias, su naturaleza sensible salía a flote, por así decirlo, entre las nubes más amenazantes y menos rosas; que se nos permita una comparación menos ambiciosa de lo que la juzgarán, tal vez, algunos lectores: se parecía a César, quien, a la edad de treinta años, recorría llorando las calles de Roma con el remordimiento de no haber todavía hecho nada, excepto un gasto de treinta millones de sestercios. En estos momentos de reflexión la poesía del señor De Raousset se revestía de un tono diferente, como lo demuestran las siguientes líneas, y los hermosos poemas que se encuentran al final del volumen.

[...]
[...]
Al hombre condenó Dios al trabajo,
Y del dolor le hizo compañero;
Hay que romper la tierra y por debajo
sembrarle hasta el más mínimo sendero
[...]
Más queremos saber, mayor la pena,
El paso de la ciencia es largo y duro,
Y cuando, sin aliento, al fin se acerca,
¡La Muerte llega, supremo futuro!
[...]


En sus momentos de locura improvisaba versos como estos, los que nos repitió dos o tres veces en América:

Mi inquieto corazón,
recorre los peldaños;
¡Quién va a saber si yo
llegaré a los treinta años!

Que el futuro alegre sea
O que me fusilen...
¡Bésame, Camille!, ¡feliz!
¡Bésame, Camille!...

Esta naturaleza ardorosa y viva no podía contar con los votos de unos cretinos tan egoístas como positivos; así, él era visto por ellos como un desquiciado temerario; ¡cuántos genios pasaron por locos! el infortunio de Tasso tiene más de un hermano; vemos en una de las publicaciones sobre el Sr. Raousset que un día alguien le dice:

«—Pero, Gaston, cuándo te calmarás?
—Cuando esté muerto—, respondió.

Hemos hablado mucho de sus excentricidades; estas son excusables en un joven sin experiencia que se cree obligado a hacer lo que hacían los otros, y a vivir como un gran señor. Realmente dotado del desprecio por las riquezas, despilfarró su fortuna no por miserable, como tantos asumen falsamente, sino como lo haría un príncipe; su prodigalidad apuntaba tal vez hacia la una filosofía; ¿no sería acaso ese sentimiento el que lo inspiró una tarde que regresaba de una reunión a la que había asistido para atender a ciertas pequeñeces, cuando llegó al Puente de las Artes, dio al controlador una pieza amarilla o blanca, recibió el cambio, lo lanzó al Sena y se fue a su casa en el muelle Voltaire con la satisfacción de poder decirse libre del yugo bajo del cual se curvan tantos cuellos?

Dejemos este arado obscuro a los arreos de dinero, que rodeaban a la muchedumbre en ciertas estaciones del bulevar, de los que, más tarde, en América, hablaba con una sonrisa a la que no le faltaban ni felicidad ni tristeza; dejemos su villa en Auteuil... Obligado a abandonarla, rentó un barco de vapor y se instaló allí con toda la comodidad necesaria, cocineros, músicos, etc..., y se dio a vivir lo más que le fuera posible descendiendo lentamente las olas del Sena y las de la vida. Al final de algunas semanas, se veía como una bella residencia, inclinada sobre los bordes del río, en los alrededores de Ruán; fue alquilada y estuvo fija por un tiempo en este encantador retiro, era como una copa de miel en su mano, pero una copa al fondo de la cual todavía había amargura.

Estas delicias de Capua no satisfacían en nada las aspiraciones de un alma que soñaba incesantemente con cosas grandes, según su propia expresión. Durante estas alternaciones de sueño y emociones fuertes, él escribía de vez en cuando páginas que caben más específicamente en el campo de la fantasía. Su novela corta, Une Conversion, escrita currente calamo, denota en el autor las cualidades de un buen escritor; estilo, imaginación, elocuencia, todo se encuentra allí. El señor De Raousset leyó su manuscrito en los salones de la duquesa de G***, frente a un auditorio femenino de los más graciosos y de los más ávidos. Es a propósito de uno de los miembros de este aerópago, que una de las crinolinas más malas de la asistencia exclamó alguna vez: “¡Tanto amor y tanta escualidez!...» La naturaleza especial de una confidencia nos prohíbe decir más. La pequeña novela en cuestión fue publicada hace algunos años, y ha, se dice, traído consigo sumas considerables a los editores. En un pasaje de su carta a su hermano, el señor De Raousset se explica así: «No olvides los manuscritos que P. tuvo la debilidad de entregar a..., etc....» El señor De Raousset escribió también un par de dramas que no vieron en absoluto el fuego del teatro, ya sea porque no las acabó o porque consciente de que era incapaz de solicitar cualquier tipo de dirección abandonó la idea de presentarlas; tenemos todos estos papeles entre las manos gracias a la diligencia de su amigo íntimo, el conde E. de M.



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Notas:

1. De la sangre de los Albret de Béarn.
2. Navío encargado de la segunda expedición.



EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO III

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA



III



Algo arruinado, Gaston De Raousset volvió su mirada hacia África; en 1845 se dio cuenta de lo poco que le quedaba y se convirtió en colono; no de los colonos a la manera de aquellos trabajadores humildes y perseverantes que, después de largos años logran hacer de su pequeño capital una buena fortuna, sino de esos colonos ardorosos, de planes vastos y audaces; de aquellos colonos cuyo coraje e inteligencia incontestables son paralizados por la falta de capital y la falta del espíritu práctico para hacer negocios sin el cual raramente se producen bienes.

Le hacía falta por otra parte más libertad que la que el gobierno central tiene la costumbre de conceder a nuestras empresas coloniales. Él organizó grandes cacerías, y fue parte de varias expediciones militares. Él hablaba a veces de su disputa con el mariscal Bugeaud a propósito de un olivo que hizo cortar sin consultar a nadie; un oficial de ordenanza vino para hacerle saber que él no era la única autoridad en su casa.

Al oír esto, nuestro impetuoso amigo se enfureció y protestó con todas sus fuerzas; tomó la pluma y publicó artículos llenos de inspiración y de brío contra las lamentables restricciones bajo las cuales nuestro sistema administrativo aplasta a veces la iniciativa de los colonos. Su reconciliación con el mariscal se hizo solo más tarde, después de la publicación de un folleto en el cual reivindicaba los derechos de la población civil, y no sin cierta elocuencia.

« Nadie rinde más homenaje que nosotros a los servicios del ejército de África; pero si la tarea del soldado es bella, la nuestra tiene su precio.

«La fuerza que destruye está en el ejército; la fuerza que produce y que funda está en nosotros.

«Francia ha gastado un billón en Argelia; gracias a una población civil demasiado enérgica como para no haber huido de las aventuras, hay hoy cerca de 800 millones en capitales inmóviles en Argelia.

«Esta cifra tiene su elocuencia.

«La sociedad europea de Argelia, ya sea que fuera integrada únicamente por "cantineros" del ejército, como les dicen algunos, o ya fuera integrada como dicen otros, por la escoria de Europa y la espuma del Mediterráneo, esta población cuenta hoy con ciento diez mil almas. Trabaja y tiene posesiones; no es una plebe, es una sociedad interesada en el orden y madura para el estado de Derecho.

«Que nos digan, ¿quiénes son los capitalistas que consintieron vivir en un país donde los intereses son confiados a una administración que los administrados no tienen derecho a controlar?

«El hombre que en su departamento puede ser consejero municipal, consejero general, elector, diputado, ¿renunciará con gusto a las ventajas, a la influencia, a la consideración que se adjuntan a tal posición para ir a establecerse a un país donde la libertad no se le garantiza?

Y más adelante:

«Un cañonazo a través del océano puede poner en peligro nuestras posesiones en África; una batalla perdida puede sacarnos de esta Argelia que tanto nos costó conquistar.

«En esta catástrofe, el ejército pierde un gran campo de maniobras, pero conserva sus grados, sus decoraciones, su sueldo, sus posibilidades de prosperar. Nada para este cambia.  
«La administración se hace francesa; esta encuentra allí sus lugares, sus sueldos y... otros administrados. 
«En cuanto a nosotros que debemos dejar en Argelia nuestras granjas, nuestras tierras y nuestras casas; ¡nosotros, que en definitiva, representamos el único resultado, el único trabajo que se haya producido hasta hoy, volveríamos a nuestro país a mendigar!»

Vemos en una de sus correspondencias de África que primero había tratado de obtener una concesión del gobierno, y que después de esfuerzos inútiles, había debido resignarse a hacer la adquisición de un millar de arpendes en la planicie de la Mitidja.

«No tengo un trozo de terreno que no sea de admirable fecundidad; poseo fuentes abundantes que me permitirían regar toda la propiedad durante los calores más fuertes. El día en que la Mitidja tenga veinticinco mil habitantes, Ben-Bernou dará un beneficio bien cerca de los 100,000 francos al año. He aquí muy bellas promesas para el futuro, pero sabes que uno se puede morir de hambre al lado de una mina de oro; tal vez, yo también moriré de miseria sobre mis 100,000 francos de renta en esperanzas, etc...
Mis recursos se agotarán pronto, y entonces simplemente comenzará la lucha; me desesperaré por no poder explotar mi mina de oro. ¿No existe, pues, uno de esos usureros valientes que me prestarían sobre una herencia por venir?... etc. Mis cálculos son auspiciados bajo el ejemplo de varios colonos, mis vecinos. Me até esta propiedad por las esperanzas que me da, y es un desconsuelo para mí pensar en las dificultades que va a presentarme su explotación por falta de dinero; desconsuelo tanto más cruel como no puedo poner en tela de juicio su éxito.
Uno de nuestros compatriotas vino para establecerse en África hace ocho meses, su propiedad valía, cuando mucho, lo que vale Ben-Bernou. ¡Entonces! El señor B., sin haber gastado 100,000 francos, ganará este año 50,000 francos... No hay dinero más seguro que el que se emplea en una colonización inteligente.

«África cambió mucho desde el gobierno del mariscal B... La provincia de Argelia en la que vivo es perfectamente tranquila. Los árabes viven con nosotros como buenos vecinos, y los empleamos en el cultivo de las tierras. El país ofrece grandes recursos a la agricultura, y la industria promete florecer. La parte de la Argelia que se llama Tell (Tellus), es decir, la parte arable, ocupa varios miles de leguas cuadradas, y puede sostener por lo menos diez millones de habitantes. Las porciones más bellas de Francia no se acercan en fertilidad a las partes medianamente fértiles de esta tierra que reposada desde hace casi dos mil años, etc... Con un pequeño esfuerzo por parte del gobierno, la Mitidja podría poblarse y cultivarse como un jardín, en dos años, etc...

Nuestro amigo, como vemos, no se equivocaba mucho acerca del rico futuro de esta bella colonia francesa; hay que lamentar solamente que los capitales y la madurez de los asuntos le hayan fallado doblemente en esta circunstancia.

Una vez en América, él pudo estudiar de visu las consecuencias de este sistema mucho más grande bajo la protección del cual aumentaba una innumerable muchedumbre de pioneros que, en unos meses, podían derribar bosques y edificar ciudades. Pudo reconocer entonces el éxitos de las empresas está en el carácter de los colonos, y que los gobiernos no siempre tienen la culpa. Como ejemplo nos citaba el hecho siguiente. Paseando un día en una de las planicies de Argelia, encontró la pequeña cabaña de un colono francés, un parisino, ocupado en grabar su tarjeta de visita, ¡para llevarla a un vecino acampado dos leguas más lejos!... Un pionero estadounidense jamás habría concebido idea igual.

Tal vez el señor De Raousset descuidaba las ocupaciones serias por ir de cacería o por recibir en su villa a numerosos amigos. Uno de sus caprichos consistía en hacer aparecer súbitamente a un león en el desierto; este incidente no dejaba muy tranquilos a todos sus invitados

Tratado como amigo por el nuevo gobernador, el duque de Aumale, iba frecuentemente a Argelia a convivir con príncipes y oficiales superiores, o hablar con las princesas. Su costumbre de hacer las cosas en grande consumió su ruina. El duque de Aumale vino a socorrerlo con una vasta concesión cuando estalló la revolución de 1848, la revolución que modificó el curso de tantas cosas y existencias.

Esta revolución sin duda lo arruinaba, pero abría a la ambición de una juventud ardiente las puertas de un futuro desconocido, un futuro que su imaginación rellenaba enseguida con oro y luz. A los que todavía no tienen en absoluto su sitio hecho en la sociedad, las revoluciones parecen ofrecer una de estas arenas gigantes a las cuales descienden las masas, y a través de las cuales esperan hacer su día; como si en medio de estos tropeles aullantes, la voz del verdadero mérito llegara siempre a dominar la de los intrigantes hambrientos de oro y de honor.

Veremos cómo el señor De Raousset gobernó su barca en medio de la flota popular, y contra cuales escollos se estrelló.

Este joven era demasiado ardiente, demasiado inteligente, demasiado innovador para rechazar el progreso como su padre, y para tachar la revolución de la historia, a semejanza del padre Loriquet. Era demasiado juicioso para desear una república roja y desenfrenada, que pudiera hacer recordar los días sangrientos de 1793; era demócrata como Lamartine, es decir, más poeta que estadista, más honrado que intrigante. Tenía principios demasiado educados para descender al nivel de las masas; reconociendo en cada uno de los partidos en competición las exageraciones perjudiciales para el establecimiento de un gobierno sólido y duradero, él mismo concibió una especie de síntesis ecléctica tal vez muy bella, pero de seguro torpe desde un punto de vista político.


Él mismo se apartó de todos los partidos políticos, es decir, prácticamente se apartó de toda posibilidad de pexito. Estableció su cuartel general en Aviñón, y fundó allí el periódico La Libertad. Tomó muchas veces la palabra con éxito en los clubs de esta ciudad; Causaron sensación sus profesiones de fe en las que el amor por el orden marchaba con orgullo junto al amor por la libertad.

Sus gustos aristocráticos no eran en absoluto los de un hombre enemigo de masas, y, más de una vez, lo vimos reunirse con los estibadores del Ródano, con los cuales discutía francamente algunas cuestiones cotidianas; se hizo de partidarios sinceros entre esta clase de hombres; él se acordaría sin duda de esto en California cuando, asqueado del positivismo de ciertos mercaderes, exclamaba con amargura: "¡Siempre encontré más corazón bajo la blusa que bajo el hábito negro!"

Vinieron las elecciones: dos veces perdió por algunos millares de votos; y hasta se hizo de "un asunto", como él mismo diría. El encuentro se llevó a cabo cerca de París y la bala del conde rompió el brazo de su adversario.

Continuó la lucha solo con su pluma, y el periódico La Libertad llamó la atención por el talento, la energía, la inteligencia audaz de su redactor; él sostuvo vivamente la candidatura del príncipe Louis contra la del general Cavaignac.

Publicó más tarde, en El Mensajero de San Francisco, artículos relativos a otros asuntos, pero más dignos de la atención pública. No les hacía falta ni tanto talento, ni tanta honradez, ni tanta independencia a los hombres de los partidos, a los que hacen apuestas con los asuntos nacionales; es por eso que el conde fracasó en las elecciones de la Asamblea legislativa, tal como había fracasado a las de la Asamblea constituyente.

Los que creerían que en Francia el señor Gaston De Raousset-Boulbon había despilfarrado sus millones y sus años de juventud se equivocarían grandemente. Ellos podrían hacerse una idea de lo que había en fermentación en este corazón y en esta cabeza, si pudieran recorrer los papeles que están entre nuestras manos. La colección de su periódico La Libertad demuestra que, como hombre político, era de los que, con el respeto del orden y de las instituciones fundamentales de la sociedad, quieren una marcha progresiva hacia el futuro, bajo pena de muerte a manos de las generaciones del presente.

Cuando una crisis inesperada pone en peligro la paz del mundo, la opinión pública se emociona; se abre paso de un modo u otro, y su pensamiento estalla forzosamente, cualesquiera que sean las restricciones aportadas a la libertad de prensa en ciertas partes de Europa. En el mismo momento cuando doy la última mano a esta obra, los folletos surcan el horizonte político, hasta el punto de crear una verdadera tormenta. No hay que olvidar que hay a veces "relámpagos de calor", sin trueno, como decimos vulgarmente. En 1848 no fue así; los levantamientos de Hungría y de Italia les hicieron descender a la arena, donde se dieron un baño de sangre, Austria primero, Rusia después.

El señor De Raousset escribió entonces un folleto bastante fuerte que no salió a la luz pública, y que acabo de leer con tanto asombro como admiración. En un lenguaje rico en elocuencia, de propiedad, de sabiduría y de claridad, él trata cuestiones sociales y políticas que la tempestad acababa de poner en el orden del día. Aprecia en este texto el manifiesto del señor Lamartine, la conducta del gobierno provisional, la de los poderes del Norte, las cuestiones húngaras e italianas, con una verdad tal, que se diría que se trata de historia escrita fríamente veinte años después.

Él también, refiriéndose a un gobierno al cual culpa de una actitud irresoluta, y en respuesta a los artículos del señor De Girardin que reclama la paz anual, se pregunta en cada instante: "¿Es la paz, es la guerra?" Este escrito tiene a la vez filosofía, historia y política práctica.

Encontramos también bosquejos de obras que la agitación de su vida no le permitió acabar ni publicar, hecho lamentable. Uno de estos ensayos trata de reformas políticas, centralización, descentralización, de funcionarios públicos, elecciones, asambleas nacionales, etc... El plan de otro libro dividido en cinco partes abarcaba: 1 ° la Europa moderna; 2 ° el Renacimiento; 3 ° la Era Cristiana; 4 ° el Mundo pagano; y 5 ° Conclusiones.

Un prefacio con el título siguiente: Ojeada sobre el Mundo, da una alta idea del talento y de la inteligencia de este muchacho que, no habiendo encontrado hacerse paso aquí buscó en la distancia la ocasión de intentar algo grandioso, una gran lucha por sostener.

Es hora de una anécdota californiana; el lector comprenderá que trazando el cuadro de una vida tan agitada, el autor es obligado a hacer frecuentemente un estudio comparativo entre diversas épocas de este pasado, y a acercar a esto ciertas fechas.

Era 1851; visitábamos un rancho situado en lo mejor de una propiedad de diez leguas cuadradas, en el condado de Yolo, en California, en pleno desierto. A caballo, la carabina en la bandolera, nos aliamos para irnos a cazar elks (alces), una animal inimaginablemente grandioso, y que ningún soberano de la tierra no podría concederse hoy, porque ignoro en cual comarca todavía se puedan encontrar semejantes rebaños de siete u ochocientos ciervos de alto tamaño, huyendo muy lentamente delante de estos enemigos extraños y nuevos para ellos, al punto que a menudo se volvían para considerarnos solo con cierto aire de sorpresa.

El señor De Raousset, esperando la señal de salida, parecía soñar; dos palabras condujeron la conversación hacia la cacería en Francia, y luego al pasado. «¿Quién me habría dicho, exclamó, que un día estaría en esta planicie desierta, cazando alces?» En unos minutos, la conversación —que saltaba, por así decirlo, como los rebaños de antílopes que pacían a media milla de nosotros— nos devolvió, no sé cómo, a Aviñón y al tiempo de las elecciones. Entonces él exclamó con un tono lleno de tristeza y un poco irónico:

¡«—¡O aviñonés! ¡has preferido a B *** de Carpentras!». En ese momento todo estaba listo, y nuestros caballos partieron al galope.

Su fracaso en el departamento de Vaucluse le causó un desaliento profundo. Él discurrió con vehemencia contra este desastre general, como él lo llamaba, publicó varios folletos muy elocuentes sobre los abusos, las reformas, y se fue finalmente a París en mayo de 1850.

Ya hemos hablado de sus relaciones con el duque de Aumale; antes de la revolución de febrero, había tenido la oportunidad de ver al rey Louis-Philippe en Neuilly; él había ido a esta audiencia, a pesar de la objeción de los médicos y las torturas de una fiebre atroz. No hay duda que sin la revolución, el señor De Raousset habría acabado por hacerse un sitio digno de él.

Incapaz de dar la espalda a las víctimas del infortunio, el señor De Raousset hizo la adquisición de un bonito lote de frutos de los jardines de Versalles, y lo envió al castillo de Claremont. Partió a Londres, donde recibió del duque de Aumale las dos cartas siguientes, cuyos originales tenemos entre las manos:


Lunes 22 de octubre.
Mi querido conde

He sido solicitado hoy desde Londres para unos asuntos, y estaré encantado de verle allí. Me encontrará a la una y media en 23, Northumberland Street.—Strand.

Mi hermano estará allí también; estará encantado de verle, así como el señor L.... No falta decir que el señor de P. será también muy bienvenido.

Espero con impaciencia la ocasión de estrechar su mano. Mil amistades.

H. D'ORLEANS.


Claremont, mardi 23 octobre.

Mi querido conde

El rey y la reina me encargan de invitarlo a venir mañana en la noche, junto a M. L... comerá Claremont las bellas frutas que usted nos trajo de Versalles.

Si usted parte de la estación de Waterloo-Bridge a las dos y media, llegará a Claremont de modo que podamos hablar todavía dos o tres horas antes de la cena, que es a las seis y media. Si se va de Claremont la tarde a las ocho, puede tomar un convoy que lo deja a las nueve y media en Londres; si lo prefiere, puede pasar la noche en Esher, en el pequeño hostal del Oso (The Bear), que es muy bueno.
Hasta mañana, mi querido conde.

Mil amistades.
H. D'ORLEANS.



En esta entrevista puramente de cortesía, ambos amigos, por lo visto, no debatieron ningún proyecto serio, o, por lo menos, la visión del señor De Raousset no encontró en casa del duque de Aumale una acogida tan completa como habría podido desearlo. Lo cierto es que, más tarde, en América, el señor De Raousset me dio cuatro cartas del príncipe; dos ya no las tengo conmigo. A una pregunta bastante vaga él me respondió apenas, y como con tristeza; no insistí, pero estoy firmemente persuadido de que si el duque de Aumale hubiera seguido los ojos de los cuales escribimos la historia, lo habría ayudado al menos un poco y así el duque y la duquesa de Montpensier no se arrepentirían como lo hacen hoy, y tal vez México tampoco. A menudo hace falta solo una paja, un grano de arena en uno de los platos de la balanza para hacerla inclinarse de un lado y resolver los intereses más graves.




EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO IV

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA



IV



El señor De Raousset volvió a París en mayo de 1850. En ese entonces no se hablaba de otra cosa sino de California, esta joven y salvaje comarca que bañaba sus pies de oro en los flujos del Pacífico de los que parecía haber salido de pronto, como para invitar la tierra entera a saludarla. Las primeras historias parecían de fábula y provocaban solamente sonrisas.

La asombrosa realidad finalmente se erigió más que nunca frente del mundo, Europa se apresuró a verter más allá de los mares un flujo de emigrantes de una moralidad discutible, pero de la que la mayoría se encontraba dotada de la audacia y de la inteligencia que constituyen las razas fuertes, si no más puras. Sin fortuna, después de varios reveses, el señor De Raousset no vaciló, y, como un nuevo argonauta, se embarcó para ir a la conquista del moderno vellocino de oro, el cual le daría el abrigo de la gloria solamente por un día... Lo que justificaría sus dos propios versos anteriormente citados:
Y cuando, sin aliento, al fin se acerca,
¡La Muerte llega, supremo futuro!

Teniendo solo recursos muy módicos, tomó un boleto de tercera clase a bordo de un steamer inglés, y Dios sabe lo que debió sufrir en esta circunstancia. Solo los que hicieron este viaje pueden hablar del mismo con conocimiento de causa. Nosotros callaremos los sufrimientos materiales que tuvo que aguantar; diremos solamente que esta degradación social, aunque provisional, debió parecerle muy dolorosa.

¡En medio de este tropel de aventureros sin fe ni ley, todos alterados por la sed del oro, sucios, groseros, rabiosos de egoísmo y de pobreza, qué no debió sufrir él, obligado a quedarse en la proa y a respetar el límite qué le prohibía los paseos en la parte trasera!... Estas contrariedades son intolerables en el mar, sobre todo para un caballero. He aquí la carta larga que le escribió a uno de sus amigos y que ya ha sido publicada:


“A bordo del Ecuador, el 22 de julio,
10 grados de latitud, 84 de longitud.

«Ecuador es un pequeño steamer que baila a esta hora sobre el gran oleaje del Pacífico. A pesar de estas condiciones detestables, voy a tratar de describir, mi querido amigo, las malas condiciones, en efecto, porque las plumas de hierro me persiguen hasta tus antípodas.
«Son las doce; el sol está en este momento perpendicular al puente del navío. El pasajero estupefacto busca vanamente su sombra; el oleaje es fuerte y mi perro aulla sobre la proa; ¡pobre animal! Como su dueño, él aspira a la libertad. ¡Buque singular! El pabellón es inglés, el capitán americano, la tripulación un poco de por todas partes. Por lo demás, anda bien, y si encontramos carbón en San Blas, sobre la costa de México, podremos estar dentro de veinticinco días en San Francisco.
«Solo a bordo, probablemente, pienso y escribo. Un centenar de pasajeros se revuelca, por acá y por allá, durmiendo y rezumándose, las únicas cosas que puede hacer un extranjero en estas tórridas regiones. Todo este mundo viene de los Estados Unidos, la mayoría son, de origen, españoles, alemanes o franceses. La sed del oro los arrastra a todos por el mismo camino, y California está al final. ¿Cuántos encontrarán allí la satisfacción de sus deseos? Y yo mismo, ¿cual suerte me espera al final de este viaje?
«¡Ciertamente sufrí ya bien, desde mi salida de Europa! Me vi en lo más bajo, apenas alimentado, nada acomodado, confundido con patanes: tengo que sufrir todavía veinticinco días esta existencia. Lejos de verlo mejorar, lo veo agravarse en California, sin embargo no me arrepiento, y me felicito de haber tomado esta resolución.
Hasta en medio de mi miseria actual, y más que nunca, siento que no puedo vivir en Francia, a menos que poseyera allí la independencia vigorosa de la fortuna. ¿La alcanzaré? Dios lo sabe. Yo apenas confío. Me encuentro naturalmente pensando en tu vida, mi querido E... Pobre amigo, ¿cómo haces para ser desdichado? ¡porque lo eres! ¿Qué te hace falta? en mis ojos, nada, ya que posees una buena parte de las cosas que deseo, y que solo depende de ti darte el resto.
Si a esta hora te movieras como yo, entre un montón de vagos, acorralado en un buque sofocante, con carne salada y agua execrable; ¡si estuvieras aquí, ¡de qué aureola encantadora parecería rodeada tu vida actual! Yo te lo decía en París, te lo repito hoy. Deja Francia con seis camisas y sin criados, hazte miserable, pero realmente miserable, durante un año o dos; viaja, da la vuelta al mundo, y cuando reencuentres a tu madre, París, no pensarás más en quejarte, estarás feliz.
«¡Pero, tonto de mí, te hago moralejas, te doy consejos como si esto sirviera para algo! Quieres que te hable más bien de mí y de lo que me rodea. Déjame maldecir esta execrable pluma de hierro y el buque que rueda, y te satisfago.

«Partí de Southampton el 17 de mayo, a bordo del Avon, soberbio steamer de 1,800 toneladas. Es seguro que los gozan de toda comodidad imaginable. El hecho es que ví vastos aprovisionamientos de corderos, de aves de corral y de verduras frescas; hasta una vaca iba a bordo; ¡pero, Oh desdichado E...! Yo tenía un boleto de marinero, y del Avon solo puedo hablarte de la carne salada y de los bizcochos.
Uno no se muere de eso, es todo lo que puedo decir. ¿Te imaginas lo que es encontrarse sin transición, como lo hice, en un círculo de marineros y de criados? La primera hora es la más cruel. Ciertamente no me faltaron buenas razones para apelar al estoicismo, pero para mí como para ti, la vida está hecha de sentimientos. Había a bordo una docena de franceses, un vizconde de buena ley, de Turena, creo, reaccionario fogoso, aunque nada falto de espíritu; un gentilhombre bretón, muy "Gaceta de Francia", un buen diablo y muy testarudo; un señor de Navailles, funcionario en Guadalupe, un hombre bueno, espiritual y sensato; dos bretones inofensivos, aunque capitanes de altura; un señor que, habiendo viajado mucho, se creía en la obligación de mostrarse muy reservado; un abarrotero de Burdeos, hablador como un loco; un señor Jocrisse, y finalmente el hermano de un banquero de California...
Estos señores quisieron reconocer bien, después de unos días de travesía, que yo podía tratar con ellos sin comprometerles a pesar de que era pasajero de tercera clase. Esta sociedad me permitió sentir que el tiempo corría más deprisa, aunque, como dignos galos hayamos berreado sobre política por tres cuartas partes de lo que duró la travesía.
«Yo debería, mi querido E, como buen viajero, hacerte una descripción detallada de la Madeira, con la vanguardia pintoresca de Porto Santo. Estos paisajes se sienten los amos; Salvator no los habría hecho mejores: crestas sombrías cuyas siluetas intrépidas cortan el cielo; peñascos calcinados que rebanan el índigo de vacíos; horizonte blanco, cielo de fuego, todo esto, mi amigo, habría valido la pena que lo cargara en su paleta; pero sueño que escribo sobre un puente que tiembla, y que mi amistad hacia ti es la única fuerza que me impide romper el atroz pico de hierro que tengo entre mis dedos; ¡vaya manera de ser pintor y poeta en estas condiciones!
«El abarrotero bordelés se me unió en el puente, de frente a esta isla, hermana de las Islas Afortunadas, y me informó que Madeira producía un vino muy estimado; le agradecí la información, y le aseguré que verificaría su exactitud después de nuestra llegada a tierra. Aunque era pasajero proletario, reconozco que no falté allí. Murió a bordo un mayor inglés que iba a Jamaica; muerte por aguardiente, como conviene a un mayor inglés. El aguardiente lo condujo al delirium tremens y de allí al tétanos. Sabes cómo se entierra a bordo. El muerto cosido en un saco es echado al agua. Es bastante triste.
«El 3 de junio, pasamos el trópico; esperaba alguna de estas ceremonias que hacían la alegría de los viejos navegantes; pero el buen Trópico no descendió por el gran mástil, no recibimos su bautismo. El paso del trópico dio lugar solo a esta broma hacia Jocrisse, el pasajero; le mostramos la línea del trópico en un anteojo, y él estaba convencido de haberla visto. Y eso fue todo. La ciencia viene, la poesía se va, el positivismo falso sustituye a la vieja alegría de nuestros padres.

«El 7 de junio echamos ancla en Barbados. Finalmente, aparece ante nosotros la población negra en toda su profusión. El europeo desaparece, el mulato ocupa aquí la altura de la pirámide. Por la tarde, tuvimos un baile de mujeres de color, un baile muy descotado, como bien piensas. Las mulatas saltaban con los sonidos del pífano gratamente acompañado por el pandero y por el violín; casi olvido mencionar un bajón que no hacía, a mi fe, un mal efecto.
Yo esperaba ver la bamboula, el verdadero baile que conviene a estos salvajes, y encontré solo la contradanza importada por los ingleses y los vestidos con volantes. No hay colonia inglesa donde el negro no procura parecer inglés; te dejo a pensar qué caricatura puede ser una negra en sombrero rosa, ataviada con un vestido de tres volantes. En suma, pasamos muy gratamente dos días en Barbados. La isla es pequeña, pero muy vívida, muy cultivada, muy floreciente.

«De Barbados a Saint-Thomas, vamos casi siempre a lo largo de las Antillas hacia la derecha. El mar es tranquilo, el cielo constantemente tempestuoso. Contrario a su reputación, en ninguna parte el mar de los trópicos alcanza la limpidez de los parages de África.
«El día 11, llegamos a Saint-Thomas, bello puerto cuyo aduanero fue desterrado. Allí, querido amigo, compré redes, precaución que tomé en caso de verme obligado a ganarme la vida en San Francisco. Me haré pescador. ¡Pescador, vendedor de pescados, qué suerte!

«Tengo ganas de desgarrar esta carta, y esperar a que resucite para escribirte. "Pescador..." Es muy  bonito soñar a la sombra y en lo fresco, tomando el té... Pero... ¡Vamos! ¡Con coraje y adelante! ¡Cuánta filosofía hago a partir de estas redes! Filosofía, moral, razón: ¡han llegado ustedes muy tarde!
«Después de Saint-Thomas, Puerto Rico, un país como nunca has visto, un panorama como de sueños, un marco en el cual parece que la vida debe estar hecha de oro, de luz y de amor. Imaginación, facultad dulce y cruel a la vez, ¿por qué me hablas de amor, de luz y de oro? El Atlántico rueda pesadamente; los estadounidenses, mis compañeros, dejan ver solo caras siniestras; ¡tengo la cabeza aturdida, y mi bolsa está casi vacía!
«El 14 de junio, Santo Domingo, la tierra baja, la vegetación apagada; el día siguiente la tierra se acerca, se eleva, reverdece y toma color: he aquí nuestra bella colonia perdida, cuyas revoluciones hicieron el imperio ridículo de Soulouque. No habiendo visto a Su Majestad, ni al duque de Trou-Bonbon, ni al barón de Petit-Trou, ni al príncipe de Mermelada, ni al marqués de Bacalao; no puedo hablarte de eso sin exponerme a inexactitudes graves. ¡En cuanto a su país, es, por desgracia, más bello que Provenza!
«Dejamos Jamaica el día 20; es la última de las Antillas que veremos: tierras benditas donde el hombre debería refinar la vida, y donde solo se refina el azúcar. Es una pena ver este paraíso terrestre tan afligido. Aquí, cambiamos de buque; estamos a bordo del Dee, otro buque inglés que va a llevarnos a Chagres. Estuve a punto de ahogar mi equipaje yendo a bordo. Juzga mi angustia: mis ahorros estaban en mi maleta. Desde ese día, los llevo con cariño alrededor de mi cinturón.
«¡Santa Marta! Finalmente estamos aquí, en la verdadera América, la América española. Ruinas, mendigos, una raza bastarda, una mezcla arriesgada de todas las sangres, perezosos que picotean la guitarra, mujeres en los balcones, pequeños niños salvajes errantes y muy desnudos, que se confunden con los perros; de vez en cuando un monje, un Basilio de cara plana; ningún buque, ni una sola barca en el puerto, y todo esto en un país admirable: he aquí la América española tal como las revoluciones la hicieron. Después de Santa Marta pasamos a Cartagena y desembarcamos en Chagres. Es en los alrededores de esta ciudad que desembarcó Pizarro. ¿Qué haría Pizarro hoy?

«Aquí, mi amigo, el viaje comienza a hacerse pintoresco. Tomamos el río Chagres para atravesar el istmo, pero no parece que el viajero toma  posesión de estas riberas que siguen tal como Dios las hizo.
«Hasta el coche de Auxerre a Joigny se vería extraño en los meandros de este río raro. Yo me he acostado en una de estas piraguas en las que los viajeros nos cuentan maravillas, talladas de un árbol, conducidas al remo por tres salvajes totalmente desnudos. De vez en cuando, con mi fusil, me divierto en dispararle a alguna garza que pasa; el eco del río se despierta, bandadas de loros despegan gritando.
«No te imagines Chagres como una ciudad. Un viejo fuerte a la entrada del río se esconde bajo un abrigo de verdor; unos mendigos mestizos representan la guarnición; sobre la orilla derecha, chozas de cañas se hacen pasar por ciudad; es verdad que enfrente de este antigualla española, la bandera constelada de la joven América flota sobre casas de madera de un aspecto más moderno; esta es la conquista pacífica de la industria; España y los Estados Unidos están allí de costa en costa, pero los primeros viven y los segundos duermen para no despertarse jamás.

«El río de Chagres es de un esplendor monótono. Caminamos entre dos cortinas de verdor; gigantescos árboles, arbustos de especies innumerables, plantas raras, lianas sin fin se zambullen en sus aguas verdes; loros revolotean gritando en esta frondosidad tan abigarrada como ellos; los monos escalan los cocoteros, las serpientes se mecen y se funden con las lianas; los caimanes juegan en el limo del río. Esto, mi amigo, vale tanto como el Durance y Beuvron; ¡pero feliz aquel que no cede a la tentación de dejar sus riberas pacíficas!
«Nuestros salvajes tienen remaron hasta las diez de la noche; un pueblo marca esta estación. Pasé la noche en la barca; mis compañeros de camino, más delicados, fueron a acostarse sobre una piel de vaca con el suelo como colchón y una piedra como almohada.
«Tomé un chocolate excelente en uno de estos pueblos, y, tanto mejor, me fue servido por una de las criaturas más bellas que haya visto en mi vida; una mujer color terracota con cabellos crespos; ¡pero qué líneas! ¡qué colores y qué hombros! Esos hombros bienaventurados están siempre desnudos; ninguna especie de corsé encarcela su garganta, la garganta soberbia que a menudo descubren las ondulaciones de un vestido mal atado. De todo lo que ví, desde mi salida, estos hombros son una de las bellezas menos incontestables y más curiosas. Tuve oportunidad de convencerme totalmente de eso en vísperas del día de mi salida, en el baile, en la alcaldía de Cruces. Aquí, finalmente, encontré lo que esperaba en los bailes del país. La graciosa España dejó sobre estos salvajes su sello como el rey de Albión impone el suyo a sus negros.

«Saliendo de este baile, encontré en plena calle una mesa de juego tendida por estadounidenses, una ruleta. Los mulateros, los barqueros venían a ella para perder los dólares que sacaban de los viajeros; comencé por indignarme y acabé por perder seis piastras.

«Salgamos de Cruces, atravesemos el istmo sobre los lomos de una mula y vayamos a Panamá. Pero antes de llegar allá, quiero contarte el encuentro que hice en este istmo que, como dicen los periódicos, está infestado de bandoleros. Caminábamos, escoltando nuestras mulas, en esa ruta estrecha y sombría, con nuestras carabinas al puño, el ojo al acecho. Delante de nosotros un obstáculo se había formado, mulas y arrieros se peleaban círculo; nosotros nos pusimos cada vez más en guardia y seguimos avanzando. Había una veintena de mulos cargados cada uno de dos cajas de mediocre apariencia, cinco o seis hombres del país andaban detrás, y con emoción en la voz y en el gesto les pregunté —¿qué llevan ahí? —Oro, me respondieron, como si me hubieran dicho "cobre". —Cada mulo llevaba doscientas libras; haz la cuenta.
«Estas fortunas, estas diez fortunas estaban allí, sin escolta, en medio de una selva virgen. Miré mi carabina con un aire vergonzoso. Los habitantes del país deben tener una dosis fuerte de gravedad española para no reírse del atavío guerrero de los extranjeros que pasan. —Tengo decididamente mucho mérito en escribirte a pesar de esta pluma de hierro.
«Panamá está repleto de viajeros; un único steamer estaba a punto de salir, e imagina tú, para hacerte una idea de la confusión general, que el abarrotero bordelés pagó 425 dólares por un boleto de tercera clase cuyo precio es de 150 en la oficina. Llegué a Panamá el 25, creo, y solo irme de allí el 20 del mes siguiente. Finalmente, voy en camino y después de cuatro veces veinticuatro horas, y dentro de quince o veinte días, probablemente, saludaré a California.
«Panamá nos dio un sabor anticipado del país. He aquí lo que es un hotel en esta ciudad. Imagina una gran casa de madera ocupada por hileras de muebles flexibles sin paños, sin cubiertas, sin colchones. Estos muebles flexibles, uno los pone si puede. El propietario de la Mansion-House, mejor avisado, hizo construir las cabañas sobrepuestas alrededor de sus habitaciones, desde donde se le insinúa el viajero.

«Sillas, mesas y orinales están aquí unos muebles desconocidos. Viví quince días de esta manera, cuidadoso de mis asuntos, como tu me conoces, y, aunque anduviera en compañía de gente que, ciertamente no acababa de salir de hacer su primera comunión, no me robaron nada. Este lodging, mi querido, cuesta un dólar al día...
«En cuanto a Panamá, la ciudad de los monjes, iglesias, conventos, murallas, todo está en ruinas. Toda institución, por muy buena que sea, perece por el abuso; esto es aplicable sobre todo a los monjes españoles. Edificios arruinados, murallas, iglesias, conventos, cañones abandonados, la población que duerme; aquí se está como en España.

«Aquí sobre todo es aparente la invasión del Norte; todos los letreros están en inglés, las calles están llenas de yanquis graves, sucios y óseos. al francés se le reconoce por la barba; al español porque tiene algo de monacal en sus pasos; el alemán es ampliamente representado en todas las variedades de la gran familia germánica; todas las modificaciones del negro, desde el del Congo hasta el mulato blanco; el indio nativo y el indio cruzado de español, cruzamiento que produce plásticamente una de las razas más bellas; el chileno de cabellos largos y la mirada dulce. No acabaría, mi querido amigo, si te enumerara todo lo que se encuentra en las calles de Panamá. Pero lo que la mirada se complace en buscar, son los hombros espléndidos de las mujeres amarillas de este bello país; cuando digo amarillas, es porque que sufro involuntariamente la influencia de un recuerdo, porque del blanco europeo al negro de Guinea, todos los colores se encuentran entre los indígenas.
«Tenemos a bordo a varios estadounidenses que regresan a California: uno informó a Nueva York 20,000 piastras recogidas en las minas en cuatro meses; otro cosechó por lo menos 13,000 piastras de oro en once meses. Uno de estos ofrecía hoy a un capitán de buque 20 dólares al día, si quería trabajar para él en las minas. Esta gente me dio detalles de costumbres que son la cosa más deseable del mundo. El juego, en California, es un furor, pero un furor y un desenfreno magníficos. Hablamos de mesas de juego en las cuales el banquero expone un millón de dólares, y se encuentra alguien que ponga para hacer el banco. Adiós, yo mismo voy a verificar todo esto. Pasamos por una catarata, ¿llegaré vivo o ahogado?

«G. DE RAOUSSET-BOULBON. »

El señor De Raousset dejó a M. de P... en Panamá, este último contó que abrió una tienda de comestibles; muchas veces el señor De Raousset nos habló de esta parada en su ruta a California, no sin reírse. Desembarcó en San Francisco el 22 de agosto de 1850.





EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO V


EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA


 V



La primera impresión debe haber sido dolorosa. San Francisco era una especie de enjambre de Cafarnaúm donde bullía toda la suciedad de todas las razas de la tierra, y en todas partes se hablaban varios idiomas, inglés, francés, alemán, español, chino, etcétera. La ciudad ya había sufrido la prueba de dos grandes incendios, pero siempre renació desde sus cenizas como por encanto. La audacia y la actividad de los estadounidenses son proverbiales, pero este pueblo nunca demostró tanta energía como lo hizo en esta circunstancia. En ese entonces las construcciones eran de madera, lo que no ofrecía manera de prevenir los incendios.

Durante un incendio la gente compraba algunos cuantos miles de pies de madera, y al día siguiente los carpinteros reanudaban su trabajo en medio de las ruinas humeantes. Muchos consignatarios se aprovecharon de estos frecuentes siniestros para salvar el dinero y bienes, y luego escribían a los expedidores que todo estaba perdido, ¡menos el honor! Este fue el origen de más de una fortuna en California.

Por todas partes no se podía ver más que salas de juego, donde la ruleta, el monte y el faraón, cosechaban rápidamente el oro que descendía de las minas. Las aceras estaban cubiertas de mercancías, el puerto lleno de barcos. Esta heterogénea multitud parecía agitada por un movimiento febril y desordenado. Las filas se confundían; el respeto, la cortesía, la veracidad, la sobriedad, no eran más que palabras huecas, y las frecuentes detonaciones de armas de fuego en las esquinas o en las salas de juego, anunciaban de vez en cuando a los transeúntes que un proceso se había juzgado de la manera más sumaria, entre dos partes, y que una bala perdida podía en cualquier momento, terminar la carrera de ser el más inofensivo y poner fin a sus sueños de fortuna.

En los hoteles construidos de madera se habitaba en salas comunes, es decir, uno se extendía más o menos lánguidamente sobre un colchón sencillo con una manta de lana; se debía comer en las boarding houses, es decir, a vivir de carne mala, té o café, los restaurantes franceses, como tales, no existían todavía.

El señor De Raousset vio todo esto con cierto disgusto, pero ya había quemado sus naves. También tenía la suficiente agudeza para ver más allá de estas perturbaciones iniciales, el amanecer de un nuevo mundo, la marcha de una sociedad fuerte y rica. Se tranquilizó de inmediato, reunió sus fuerzas y contempló fríamente los medios rudos, pero honestos con los que podría ganarse el pan. No siendo capitalista ni mercantil, ni propietario, no quiso tocar ninguna especulación de tahúr, aceptó sin rubor descender de clase social, preferible a la degradación moral. Compró un barco y, con la ayuda de dos marineros, comenzó a descargar los paquetes de los buques anclados en alta mar. Es lamentable que por lo menos en este aspecto otros franceses no siguieron su ejemplo, en vez de ir a pescar puñados de oro en el barro. He aquí cómo se expresa en una de sus cartas:
«¿Sabes lo suficiente sobre California para tener una idea de lo que sucede con nuestros franceses, con nuestros pícaros parisinos, nuestros exsoldados, nuestra población inquieta y apasionada, ignorante y brutal, ingeniosa y entusiasta, después de dos o tres años de esta vida californiana? Aquí el impudor es templado solo por la resistencia facultativa de cada uno. El mismo hombre es a menudo al mismo tiempo policía, juez y verdugo.
En esta mescolanza un marqués está comprometido con su antigua peluquera, el cual es ahora banquero. Un antiguo banquero, exmillonario. solicita un
 "En esta en desorden, de un marqués ... está comprometida con su ex peluquera, ahora es banquero. Un ex banquero, ex millonario, busca trabajar en una casa de apuestas de un viejo Hércules que maneja hoy más oro que el que alguna vez había hecho de las bolas del cuarenta y ocho. El señor H..., excoronel de húsares, lava y plancha camisas; un exteniente naval es aguador; el vizconde de... es mozo de cabaret y aspira un día a ser cabaretero, y no sé qué duque es limpiabotas...
Ya te harás una idea, repito, de esta desvergüenza, de la licencia, de la negación de toda ley. A dónde llega uno después de dos o tres años de este tipo de carnaval? ¡Y sin embargo con esta justicia absurda, esta nula fuerza armada, esta policía ausente, este problema de organización, todo funciona! ¿Qué dicen ahora, filósofos, políticos, teóricos, gobernócratas?»

Aquí, nos vemos obligados a entrar en un episodio que no tomará mucho tiempo, al que no le faltará cierto interés, y que se relaciona con nuestra historia. Se hablaba mucho ya de un hombre extraño en muchos aspectos: Pindray. Vino a California para continuar una de las vidas más aventureras, y pronto se había instalado en la imaginación de los franceses. Incluso más de un estadounidense le otorgaba una deferencia especial. De gran estatura, dotado de un rostro distinguido, siempre con un aire de frescura y dignidad, atraía todas las miradas cuando, envuelto en su sarape, caminaba lentamente por las calles de San Francisco, de regreso de sus cacerías desde el otro lado de la bahía. Se volvía una figura fascinante cuando las circunstancias le permitían entrar en conversación con interlocutores lo suficientemente inteligente como para comprenderlo, o con personas a las que él creía que necesitaba para asegurar la ejecución de sus planes.

Obligado a abandonar Francia tras un caso que tuvo un impacto enorme que había amenazado con socavar los intereses de varios bancos de Europa, había viajado mucho y aprendido mucho. Pocas personas podrían soportar la expresión enérgica y fría, sombría y luminosa a la vez de su singular mirada. Luego fue a San Francisco, donde se conocía de su historia solo que era caballero en ruina, un duelista famoso, y un gran cazador. Conoció rancheros mexicanos de confianza de quienes se auxiliaba para dar caza al oso gris. Es insensato que un hombre solo se enfrente a semejante animal. La manera más segura de hacerlo sin demasiado peligro consiste en lazarlo a caballo y dispararle mientras la bestia lucha furiosamente contra las cuerdas que lo atrapan. Era este método el utilizado por Pindray para poner en el mercado de San Francisco la mayor parte de estos animales. Allí le disparaba una bala a corta distancia antes de entregarlo.

Este truco rudo sorprendía de buena manera a la multitud de comerciantes, especuladores, citadinos y recién llegados, quienes se maravillaban de las historias del desierto, y que veían a Pindray como a Nemrod. En definitiva, se trataba de un cazador excelente, y la abundancia de caza que trajo al mercado de la ciudad era una prueba positiva. Un día que desembarcaba su producto de caza de la semana en uno de los muelles, fue insultado por algunos alborotadores irlandeses. Lentamente levantó los ojos a ellos, los miró atentamente, y luego reanudó su trabajo sin decir nada. Cuando terminó, tomó a uno de estos tipos y lo lanzó fríamente al mar como si fuera un niño. Al asalto de otros seis respondió desquijarrando a dos o tres, e hizo huir a los demás.

Gaston no pasó mucho tiempo sin saber de la presencia de Pindray en San Francisco y sin ver la clase de prestigio que lo rodeaba. Llegó una noche en una de estas mascaradas donde vagan erráticamente piezas de todas las razas, donde todo el mundo fumaba, bailaba, bebía y peleaba. Era el célebre "Salón de la Polka" atendido por el señor Bàr. Con un sombrero grande de paja y la barba larga, avanzó hacia Pindray que, de pie y apoyado en una columna, parecía contemplar impasiblemente esta arlequinada terpsicoriana.

—"Usted es el Marqués de Pindray".
—"¿Sí, señor?"
—"Y yo soy el conde de Raousset-Boulbon".

Entonces Pindray expresó al recién llegado toda la alegría de saber que por fin había conocido personalmente, después de haber oído tantas veces de él, y le agradeció calurosamente por haberlo, en diferentes circunstancias, protegido contra ciertos ataques violentos. Comenzó entre estos dos exploradores del Nuevo Mundo una larga conversación, que las oleadas de galopes y de polkas no podían interrumpir. Es probable que se trasladaron a viejos recuerdos de la Europa de la que uno tuvo que huir por conflictos con cierta sociedad, el otro porque se había quedado en la ruina un poco demasiado rápido. Pindray, cuya conversación no fue sin encanto, aprovechó su experiencia en las Américas para dibujar con gran arte las diferentes fases por las que había transcurrido su vida aventurera.

Algún tiempo después, Gastón tomó su rifle, cruzó la bahía, y se fue a explorar el área de Monte Diablo; comenzó a buscar uno de estos osos terribles de los cuales Pindray parecía hacer tan buen negocio. Subió a la cima de Monte Diablo a contemplar el lago solitario que el señor Pindray le había descrito de manera encantadora. El lago no existía. Su intención era matar uno de estos animales y enviar la piel a una ilustre dama francesa con esta inscripción en la sangre de la bestia: "Para la Duquesa de G... - El conde de R. B." Su intento falló, sufrió un poco, y regresó con la convicción de que este tipo de lances poéticos no le traerían ningún beneficio en California.

Compró otra barcaza, y con la camisa de lana roja en los lomos, trabajó aún con más fuerza en asociación de uno de sus amigos, lo que le permitió hacer crecer su negocio. El trabajo era bastante difícil, pero fue lucrativo hasta que con la instalación de los wharfs estadounidenses llegó la ruina de estos señores. Ahora el desembarco de las mercancías de este Tiro de nuestros días sería en los muelles. El encuentro con un barco de vapor estadounidense de gran tonelaje le causó grandes daños; cuando esto ocurrió el señor De Raousset estaba decidido a abandonar este tipo de labores, ya que no había venido a California solo para ganar para comer.

Pindray acabó por convencer a un ranchero que poseía diez leguas cuadradas, para llevar un rebaño suyo de quinientas cabezas de ganado, a través de mil obstáculos, a trescientas millas al norte de la Bahía de Humboldt. Esta expedición difícil a lo largo de la cordillera, a través de ríos y bosques, requería tanto de audacia como de energía, y era un peso considerable, si no para los inversionistas, por lo menos para todas las conversaciones: Gastón, en un secreto espíritu de antagonismo constante, estudiaba sin cesar a Pindray. Así, concibió la idea de explorar los condados de México que lindan con Los Ángeles y San Diego, una vez tan florecientes bajo la administración de los jesuitas. Se veían allí grandes manadas vagando por las llanuras. Gastón juntó sus limitados recursos a los de algunos amigos y se fue a Los Ángeles.

Esta vida en el desierto le gustó desde el principio; esta le sonreía mucho más que la vida material, positiva, egoísta, grosera y alborotadora de San Francisco, donde bullían juntos tantos elementos impuros; elementos a través de los cuales su pensamiento no podía caber, ni encontrar el menor eco. Los señores compraron unos animales mexicanos, es decir, mitad salvajes, impropios para el uso doméstico, malos para la carnicería. Fue una amarga derrota, pues en el mercado abundaban los rebaños americanos venidos de las planicies. Nuestros demasiado novicios especuladores solo pudieron deshacerse de sus animales y volver desembolsados solo yéndose a Stockton, donde unos proveedores de los placeres del sur les dieron un precio aceptable. Este le diría después en tono irónico y en voz muy baja a Pindray, que el conde Raousset había encontrado en su excursión de los condados meridionales solo las vacas flacas de que habla la Escritura.

Si esta empresa no fue feliz en términos monetarios, lo fue en otro sentido, y esto lo oí en labios de Gaston. Sus sueños en la noche bajo los árboles cerca de los cuales acamparon a lo largo de los ranchos mexicanos cuyos habitantes desaparecieron, temblando ante sus enemigos naturales, permitieron a su imaginación pasear a sus anchas a través de las soledades de España e interrogar a los recuerdos de la historia. Disgustado con lo prosaico de la cultura estadounidense y amante, por el contrario, de las formas poéticas y grandiosas de la raza española, la cual veía inundarse indefensa ente la progresiva invasión de los anglosajones, sin darse cuenta dirigió sus pensamientos a los países más al sur. México ha sido durante mucho tiempo presa de una anarquía que no hacía sino empeorar. Dejó que su imaginación volara a gusto en designios de otro tipo, y aspiró un aire nuevo, más misterioso y extraño, pero condimentado con el aroma dulce de gloria y de poesía.

Regresó a San Francisco tan pobre de dinero como cuando se había ido, pero era rico con una nueva idea, una idea que terminó matándolo, pero que lo ha engrandecido en los ojos de sus contemporáneos y de la posteridad. Partió hacia las minas con la intención de organizar una empresa. Aquí está un extracto de su correspondencia.

Mokelumne-Hill, 20 avril 1851.
«Estimado E. ...

«Mokelumne Hill, desde donde estoy escribiendo, es uno de los placeres más famosos en California. He estado aquí dos días y me voy mañana, me reservo de minar hasta el final.
«Singular espectáculo! Sin duda el más extraño en este país extraño. Mokelumne, dentro de un radio de dos millas, tiene unos cinco a seis mil mineros, una tercera parte de ellos son franceses. 
«Esta población ofrece una combinación global de todas las razas y todas las naciones, desde los negros hasta los chinos. Nuestros compatriotas cumplen allí desde las más altas posiciones sociales hasta las más humildes. Pero las desigualdades sociales borradas aquí dan mucho que pensar acerca de lo que valen en Europa. Cómo es poca cosa, mi amigo, un marqués con chaqueta de marinero. Recorro la larga lista de los distinguidos caballeros de California, y puedo citar venteros, tahúres, comerciantes ropa, camareros, lavavajillas y todos así. Pero ninguno que haya hecho fortuna, y muy pocos que sostenidos por su dignidad, hayan podido sobrellevar la miseria mediante la creación de una vida independiente.
«Todavía no he hecho una fortuna. Un policía francés se lanzaría sobre mí a todo galope si me viera a quinientos pasos. Imagina a tu amigo en un caballo flaco con un rifle a través de la silla de montar, un revólver americano colgado en el cinturón, y un traje indescriptible. Esta noche, me acosté a dormir en plena calle.
«¡Pero bien! No cambiaría esta vida salvaje, pero libre, por un lujo que degenerara mi independencia, por un lujo de funcionario, de marido con sirvientes, por un lujo de periodista asalariado... ¡Qué cosa tan rara! ¡En medio de esta miseria profunda, la idea de una honesta mediocridad no me viene a la mente! Nunca he deseado más intensamente las fortunas, pero las fortunas amplias y robustas, los bienes con los que uno no cuenta. Sí, mi querido E., el mismo hombre cuyo harapos revelan la piel se encontraría de maravilla con un millón de...
«Se me escaparon algunos impulsos del corazón, un hábito que cada día pierdo más; atesóralos, querido E... y mira a tu alrededor todos los don nadie que se pavonean por el mundo, todos los poderes oscuros...
«Para describirte la vida de las minas requeriría un talento para la descripción que nunca he tenido.

«El éxito es una lotería. Alguien encuentra aquí una fortuna y diez pasos más allá alguien más no encuentra un solo centavo. He visto a muchos borrachos que en el espacio de unos días, habían acumulado y gastado hasta 200 libras de oro. Los ahorros son raros, los cabarets, y las casas de apuestas ponen el orden. Aquí, toda la industria innoble está segura de nadar en oro...
«Adiós, amigo, trata de no tener que venir a California.
GASTON. »

Demóstenes tiene razón. El nervio real de cualquier empresa es el dinero. El señor De Raousset lo sabía bien, y fue para él muy embarazoso ser acogido de manera tan fría por los jugadores y mercaderes que llenaban sus sacos de oro sin correr ningún riesgo, y veían solo locura en sus proyectos de expediciones lejanas. Su agitación se hizo todavía más dolorosa cuando supo que Pindray, después de haber vendido, haber jugado, haber perdido, despilfarrado los numerosos recursos que gente demasiado confiada había puesto entre sus manos, iba a ir él mismo a esta Sonora sobre cuyas riquezas corrían grandes rumores. El señor de Pindray tenía sus partidarios, más dinero, más crédito; le agradaba la idea de ocultar su pasado entre un centenar de franceses que estaban hartos de California; los convenció a equiparse a costa de ellos mismos y de que lo consideraran jefe. Este centenar de hombres, la mayoría honrados, intrépidos y dignos de una mejor suerte, se embarcó sobre el Cumberland, e izó las velas hacia Guaymas; allá iba a tocar las puertas de la misteriosa Sonora, a ofrecer al débil gobierno mexicano la protección de sus fronteras contra las incursiones de los apaches, entre otras ventajas.

Pindray de Gaston y se encontraron antes de la partida, y si hemos de creer algo a este último, cosa que no será difícil, Pindray le había hecho propuestas encaminadas a una alianza que nuestro amigo inmediatamente rechazó por dos razones: en primer lugar, porque, como él mismo dijo después, él se sentía bastante dotado de facultades de mando como para ejercerlas como subalterno, y habría sido completamente imposible para Pindray obedecer a alguien. Por otro lado, la delicadeza y respetabilidad de su propio carácter le impedían ligar su presente y su futuro al pasado de Pindray, pasado del cual se empezaba a hablar en todas partes.

Sabemos la historia del proceso que sostuvo el Times de Londres contra el marqués de B... y sus asociados aristócratas, y este caso había ocupado la atención de toda Europa durante algún tiempo. El famoso marqués de B..., después de ganar un chelín en concepto de daños, luego perdió en la apelación y se había refugiado en los bosques de Arkansas como muchos otros que querían ver la tierra del oro y probar suerte. Allí conoció a antiguos cómplices, vencidos como él por el viento de la adversidad, y descendió unos cuantos grados más, si es posible, y fue en parte la causa de la desaparición de Pindray, quien amaba la estima pública, pero probablemente trató de evitar una mancha indeleble, y prefirió retirarse al desierto en lugar de tener que avergonzarse ante la población entera que tanto lo estimaba.

Los hombres del Cumberland obtuvieron la concesión del rico valle de Cocóspera, no muy lejos de Sáric. Se   establecieron allí, en representación, para muchos, del heroísmo de Cincinato, con el arado en una mano y la espada en la otra. Estas ilusiones iban a ser de corta duración. Las autoridades sonorenses estaban lejos de cumplir sus compromisos con los colonos franceses. Estos atacaron varias veces a los indios apaches, les despojaron de un gran número de caballos, y se retiraron sin pérdidas significativa, a pesar de los bien dirigidos proyectiles de los salvajes.

Entre estas balas había algunos que eran lingotes de plata que venían sin duda de la famosa Plancha de Plata, donde nadie podía penetrar.

La molestia de los colonos, privados de las cosas más esenciales para la vida se hizo tal, que Pindray debió presentarse muchas veces al ayuntamiento de Ures para solicitar ayuda. Un día en que asistió a la deliberación del consejo, muchos de estos señores se sintieron intimidados, por no decir asustados, por la actitud, el aire feroz y silencioso y fascinante de este gran jefe de los franceses; incluso le rogaron que se alejara, diciendo que era imposible deliberar en su presencia.

De cualquier manera, un tiempo después, Pindray murió en el pueblo de Rayón, situado sobre el río San Miguel, a cuatro o cinco leguas de Opodepe; murió asesinado, dicen unos; se voló los sesos, dicen otros. La aspereza de sus costumbres hacia aquellos a quienes él consideraba como inferiores o inútiles, su modo de llevar los asuntos, pudieron crearle más de un enemigo que, no atreviéndose a abordarlo de frente, lo habría atacado de improviso; esta es una fuerte consideración a favor de la primera hipótesis.

Además, era un hombre tan intrépido en su desesperación que, incitado hasta el extremo de sus fuerzas, habría sido capaz de afrontar algo cien veces peor. Es alguien que preferiría hacerse matar a atentar contra él mismo, en solitario, y reconocer así, de modo indirecto, la culpa de su parte hacia un hombre o hacia una sociedad; su orgullo era incapaz de una confesión tal. ¿Por quién habría sido asesinado? es lo que se ignora. Las sospechas se cernieron mucho tiempo sobre un tal D., de su tropa, una lacra de la peor especie; ¿pero dónde están las pruebas?

El señor de Pindray acababa de jugar al billar; se tendió en la cama de su tienda y se oyó una detonación fuerte; el balazo fue en la sien, y había rendido el último suspiro antes de que se hubiera podido tener una sola palabra sobre este enigma para siempre inexplicable. Los mexicanos se apoderaron de su sortija de sello, y echaron su cuerpo en un hoyo que recubrieron piedras; ¡cada domingo iban a oír al cura de Rayón, qué, desde lo alto de su púlpito, prohibía a sus feligreses rezar por este perro francés!... He aquí una muestra de la caridad evangélica en México; ¿el honor de haber escrito este drama se le debe dar a los concejales de Ures o a alguien más?... ¿Es solo una página más en el libro de los suicidas?.. .. En este último caso, ¿no hay que conceder un cierto crédito a la versión según la cual es dicho que notas expedidas por el consulado francés de San Francisco a las autoridades mexicanas habrían tenido por resultado molestar a Pindray en el cumplimiento de sus proyectos, y de mostrarle que no había refugio para él, ni siquiera en el desierto?....

El consulado francés de entonces pudo considerar oportuno soltar una flecha semejante, y, en ese caso, se habría considerado justo. Es un punto difícil de aclarar; nuestros datos son insuficientes. Tanto como el señor de Pindray, el señor De Raousset había podido llevar una vida arremolinada y extravagante, pero sin mancharse nunca. Es precisamente esta convicción íntima lo que volvía intolerable para Pindray el sentimiento de la derrota; no pudiendo aniquilar el pasado, él se parecía al ángel caído que, en su implacabilidad, se esfuerza por crecer lo más posible, pero con habilidad y prudencia, suma todo el mal que pudo haber ya hecho.

La adversidad lo había hecho un pensador iluminado, pero amargo; conocía muy bien a los hombres, hasta mejors que el conde De Raousset, por ejemplo. Se apoderaba fácilmente de la imaginación de la gente con el relato más o menos elaborado de su vida de aventuras, y mantenía el orden con mucha firmeza; lo temían, y sin embargo lo seguían; primero porque se le perdonaban sus faltas, y después porque tenía algo de ese prestigio fascinante del que Alexandre Dumas dotó tan bien a su célebre Monte-Cristo.

Un día que, con palabras finas y espirituales, ridiculizaba, no sin razón, el espíritu de mercantilismo de los recogedores de piastras californianas, llegó a quejarse amargamente de la imposibilidad de llegar a la ejecución de sus proyectos, y acababa, hablando bajo y con gran sangre fría, por mostrar inquietud y asco hacia todo y todos. «¿En qué pues consiste la felicidad? alguien le dijo. — En la paz del alma, » respondió él con una cierta gravedad melancólica. Al elogio de un hombre con el cual tenía negocios, y a favor del cual estaban todas las apariencias, él respondió fríamente: «¡Todo hombre es enemigo de otro en este mundo!»

Estas citas, tomadas al azar entre mil no menos características, pintan de un solo rasgo al individuo. Pindray era un hombre hermoso, de un tamaño hercúleo, de una sangre fría extraordinaria y hábil en el manejo de toda arma, acostumbrado a todas las privaciones; sus ojos de un azul claro tenían un fulgor que pocas personas podían sostener; su cara de bronce era tan impasible que se le podría haber tomado por una máscara si no hubiera sido su expresión triste y sardónica la que la hacía viva; su paso era lento; su sonrisa rara era graciosa algunas veces, siempre amarga.

El señor De Raousset escribió sobre este hombre páginas notables y nos hizo su lectura en su morada de Mansion-House, en la calle Dupont; ellas son tanto más notables ya que respiran a veces el elogio, la imparcialidad siempre, mientras que se trataba de un hombre cuyas circunstancias habían estorbado, por decirlo así, su sendero durante un tiempo. La imposibilidad a la cual me encuentro de reproducir a algunas de estas páginas proviene de una mala voluntad que sorprendería a todo el mundo y que, sin embargo, Gaston había previsto; sus palabras proféticas todavía resuenan en mi oreja... Un sentimiento de delicadeza nos prohibe repetirlas; pero tenemos el derecho de sonreír a la idea de gente que se considera tal vez comprometida por la visita de un relámpago de gloria y su corta visión no sabría sostener su fulgor; todo lo que escribió entonces el conde estaba marcado de una rara elocuencia.

Al tener noticias de esta muerte, la compañía de Cocóspera fue primeramente consternada y luego nombró por voto unánime como su sucesor al señor de O. de Lachapelle, mi hermano, hacia quien su probidad, lealtad valor y bondad, guiaban naturalmente todos los sufragios. Era uno de los más valiosos jóvenes que Pindray había traído consigo.

Después de habernos quedado tanto tiempo en California, nos vemos obligados a dar todos estos detalles, pues nos reencontraremos más tarde a estos señores en Sáric, antes de la toma de Hermosillo.