lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO V


EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA


 V



La primera impresión debe haber sido dolorosa. San Francisco era una especie de enjambre de Cafarnaúm donde bullía toda la suciedad de todas las razas de la tierra, y en todas partes se hablaban varios idiomas, inglés, francés, alemán, español, chino, etcétera. La ciudad ya había sufrido la prueba de dos grandes incendios, pero siempre renació desde sus cenizas como por encanto. La audacia y la actividad de los estadounidenses son proverbiales, pero este pueblo nunca demostró tanta energía como lo hizo en esta circunstancia. En ese entonces las construcciones eran de madera, lo que no ofrecía manera de prevenir los incendios.

Durante un incendio la gente compraba algunos cuantos miles de pies de madera, y al día siguiente los carpinteros reanudaban su trabajo en medio de las ruinas humeantes. Muchos consignatarios se aprovecharon de estos frecuentes siniestros para salvar el dinero y bienes, y luego escribían a los expedidores que todo estaba perdido, ¡menos el honor! Este fue el origen de más de una fortuna en California.

Por todas partes no se podía ver más que salas de juego, donde la ruleta, el monte y el faraón, cosechaban rápidamente el oro que descendía de las minas. Las aceras estaban cubiertas de mercancías, el puerto lleno de barcos. Esta heterogénea multitud parecía agitada por un movimiento febril y desordenado. Las filas se confundían; el respeto, la cortesía, la veracidad, la sobriedad, no eran más que palabras huecas, y las frecuentes detonaciones de armas de fuego en las esquinas o en las salas de juego, anunciaban de vez en cuando a los transeúntes que un proceso se había juzgado de la manera más sumaria, entre dos partes, y que una bala perdida podía en cualquier momento, terminar la carrera de ser el más inofensivo y poner fin a sus sueños de fortuna.

En los hoteles construidos de madera se habitaba en salas comunes, es decir, uno se extendía más o menos lánguidamente sobre un colchón sencillo con una manta de lana; se debía comer en las boarding houses, es decir, a vivir de carne mala, té o café, los restaurantes franceses, como tales, no existían todavía.

El señor De Raousset vio todo esto con cierto disgusto, pero ya había quemado sus naves. También tenía la suficiente agudeza para ver más allá de estas perturbaciones iniciales, el amanecer de un nuevo mundo, la marcha de una sociedad fuerte y rica. Se tranquilizó de inmediato, reunió sus fuerzas y contempló fríamente los medios rudos, pero honestos con los que podría ganarse el pan. No siendo capitalista ni mercantil, ni propietario, no quiso tocar ninguna especulación de tahúr, aceptó sin rubor descender de clase social, preferible a la degradación moral. Compró un barco y, con la ayuda de dos marineros, comenzó a descargar los paquetes de los buques anclados en alta mar. Es lamentable que por lo menos en este aspecto otros franceses no siguieron su ejemplo, en vez de ir a pescar puñados de oro en el barro. He aquí cómo se expresa en una de sus cartas:
«¿Sabes lo suficiente sobre California para tener una idea de lo que sucede con nuestros franceses, con nuestros pícaros parisinos, nuestros exsoldados, nuestra población inquieta y apasionada, ignorante y brutal, ingeniosa y entusiasta, después de dos o tres años de esta vida californiana? Aquí el impudor es templado solo por la resistencia facultativa de cada uno. El mismo hombre es a menudo al mismo tiempo policía, juez y verdugo.
En esta mescolanza un marqués está comprometido con su antigua peluquera, el cual es ahora banquero. Un antiguo banquero, exmillonario. solicita un
 "En esta en desorden, de un marqués ... está comprometida con su ex peluquera, ahora es banquero. Un ex banquero, ex millonario, busca trabajar en una casa de apuestas de un viejo Hércules que maneja hoy más oro que el que alguna vez había hecho de las bolas del cuarenta y ocho. El señor H..., excoronel de húsares, lava y plancha camisas; un exteniente naval es aguador; el vizconde de... es mozo de cabaret y aspira un día a ser cabaretero, y no sé qué duque es limpiabotas...
Ya te harás una idea, repito, de esta desvergüenza, de la licencia, de la negación de toda ley. A dónde llega uno después de dos o tres años de este tipo de carnaval? ¡Y sin embargo con esta justicia absurda, esta nula fuerza armada, esta policía ausente, este problema de organización, todo funciona! ¿Qué dicen ahora, filósofos, políticos, teóricos, gobernócratas?»

Aquí, nos vemos obligados a entrar en un episodio que no tomará mucho tiempo, al que no le faltará cierto interés, y que se relaciona con nuestra historia. Se hablaba mucho ya de un hombre extraño en muchos aspectos: Pindray. Vino a California para continuar una de las vidas más aventureras, y pronto se había instalado en la imaginación de los franceses. Incluso más de un estadounidense le otorgaba una deferencia especial. De gran estatura, dotado de un rostro distinguido, siempre con un aire de frescura y dignidad, atraía todas las miradas cuando, envuelto en su sarape, caminaba lentamente por las calles de San Francisco, de regreso de sus cacerías desde el otro lado de la bahía. Se volvía una figura fascinante cuando las circunstancias le permitían entrar en conversación con interlocutores lo suficientemente inteligente como para comprenderlo, o con personas a las que él creía que necesitaba para asegurar la ejecución de sus planes.

Obligado a abandonar Francia tras un caso que tuvo un impacto enorme que había amenazado con socavar los intereses de varios bancos de Europa, había viajado mucho y aprendido mucho. Pocas personas podrían soportar la expresión enérgica y fría, sombría y luminosa a la vez de su singular mirada. Luego fue a San Francisco, donde se conocía de su historia solo que era caballero en ruina, un duelista famoso, y un gran cazador. Conoció rancheros mexicanos de confianza de quienes se auxiliaba para dar caza al oso gris. Es insensato que un hombre solo se enfrente a semejante animal. La manera más segura de hacerlo sin demasiado peligro consiste en lazarlo a caballo y dispararle mientras la bestia lucha furiosamente contra las cuerdas que lo atrapan. Era este método el utilizado por Pindray para poner en el mercado de San Francisco la mayor parte de estos animales. Allí le disparaba una bala a corta distancia antes de entregarlo.

Este truco rudo sorprendía de buena manera a la multitud de comerciantes, especuladores, citadinos y recién llegados, quienes se maravillaban de las historias del desierto, y que veían a Pindray como a Nemrod. En definitiva, se trataba de un cazador excelente, y la abundancia de caza que trajo al mercado de la ciudad era una prueba positiva. Un día que desembarcaba su producto de caza de la semana en uno de los muelles, fue insultado por algunos alborotadores irlandeses. Lentamente levantó los ojos a ellos, los miró atentamente, y luego reanudó su trabajo sin decir nada. Cuando terminó, tomó a uno de estos tipos y lo lanzó fríamente al mar como si fuera un niño. Al asalto de otros seis respondió desquijarrando a dos o tres, e hizo huir a los demás.

Gaston no pasó mucho tiempo sin saber de la presencia de Pindray en San Francisco y sin ver la clase de prestigio que lo rodeaba. Llegó una noche en una de estas mascaradas donde vagan erráticamente piezas de todas las razas, donde todo el mundo fumaba, bailaba, bebía y peleaba. Era el célebre "Salón de la Polka" atendido por el señor Bàr. Con un sombrero grande de paja y la barba larga, avanzó hacia Pindray que, de pie y apoyado en una columna, parecía contemplar impasiblemente esta arlequinada terpsicoriana.

—"Usted es el Marqués de Pindray".
—"¿Sí, señor?"
—"Y yo soy el conde de Raousset-Boulbon".

Entonces Pindray expresó al recién llegado toda la alegría de saber que por fin había conocido personalmente, después de haber oído tantas veces de él, y le agradeció calurosamente por haberlo, en diferentes circunstancias, protegido contra ciertos ataques violentos. Comenzó entre estos dos exploradores del Nuevo Mundo una larga conversación, que las oleadas de galopes y de polkas no podían interrumpir. Es probable que se trasladaron a viejos recuerdos de la Europa de la que uno tuvo que huir por conflictos con cierta sociedad, el otro porque se había quedado en la ruina un poco demasiado rápido. Pindray, cuya conversación no fue sin encanto, aprovechó su experiencia en las Américas para dibujar con gran arte las diferentes fases por las que había transcurrido su vida aventurera.

Algún tiempo después, Gastón tomó su rifle, cruzó la bahía, y se fue a explorar el área de Monte Diablo; comenzó a buscar uno de estos osos terribles de los cuales Pindray parecía hacer tan buen negocio. Subió a la cima de Monte Diablo a contemplar el lago solitario que el señor Pindray le había descrito de manera encantadora. El lago no existía. Su intención era matar uno de estos animales y enviar la piel a una ilustre dama francesa con esta inscripción en la sangre de la bestia: "Para la Duquesa de G... - El conde de R. B." Su intento falló, sufrió un poco, y regresó con la convicción de que este tipo de lances poéticos no le traerían ningún beneficio en California.

Compró otra barcaza, y con la camisa de lana roja en los lomos, trabajó aún con más fuerza en asociación de uno de sus amigos, lo que le permitió hacer crecer su negocio. El trabajo era bastante difícil, pero fue lucrativo hasta que con la instalación de los wharfs estadounidenses llegó la ruina de estos señores. Ahora el desembarco de las mercancías de este Tiro de nuestros días sería en los muelles. El encuentro con un barco de vapor estadounidense de gran tonelaje le causó grandes daños; cuando esto ocurrió el señor De Raousset estaba decidido a abandonar este tipo de labores, ya que no había venido a California solo para ganar para comer.

Pindray acabó por convencer a un ranchero que poseía diez leguas cuadradas, para llevar un rebaño suyo de quinientas cabezas de ganado, a través de mil obstáculos, a trescientas millas al norte de la Bahía de Humboldt. Esta expedición difícil a lo largo de la cordillera, a través de ríos y bosques, requería tanto de audacia como de energía, y era un peso considerable, si no para los inversionistas, por lo menos para todas las conversaciones: Gastón, en un secreto espíritu de antagonismo constante, estudiaba sin cesar a Pindray. Así, concibió la idea de explorar los condados de México que lindan con Los Ángeles y San Diego, una vez tan florecientes bajo la administración de los jesuitas. Se veían allí grandes manadas vagando por las llanuras. Gastón juntó sus limitados recursos a los de algunos amigos y se fue a Los Ángeles.

Esta vida en el desierto le gustó desde el principio; esta le sonreía mucho más que la vida material, positiva, egoísta, grosera y alborotadora de San Francisco, donde bullían juntos tantos elementos impuros; elementos a través de los cuales su pensamiento no podía caber, ni encontrar el menor eco. Los señores compraron unos animales mexicanos, es decir, mitad salvajes, impropios para el uso doméstico, malos para la carnicería. Fue una amarga derrota, pues en el mercado abundaban los rebaños americanos venidos de las planicies. Nuestros demasiado novicios especuladores solo pudieron deshacerse de sus animales y volver desembolsados solo yéndose a Stockton, donde unos proveedores de los placeres del sur les dieron un precio aceptable. Este le diría después en tono irónico y en voz muy baja a Pindray, que el conde Raousset había encontrado en su excursión de los condados meridionales solo las vacas flacas de que habla la Escritura.

Si esta empresa no fue feliz en términos monetarios, lo fue en otro sentido, y esto lo oí en labios de Gaston. Sus sueños en la noche bajo los árboles cerca de los cuales acamparon a lo largo de los ranchos mexicanos cuyos habitantes desaparecieron, temblando ante sus enemigos naturales, permitieron a su imaginación pasear a sus anchas a través de las soledades de España e interrogar a los recuerdos de la historia. Disgustado con lo prosaico de la cultura estadounidense y amante, por el contrario, de las formas poéticas y grandiosas de la raza española, la cual veía inundarse indefensa ente la progresiva invasión de los anglosajones, sin darse cuenta dirigió sus pensamientos a los países más al sur. México ha sido durante mucho tiempo presa de una anarquía que no hacía sino empeorar. Dejó que su imaginación volara a gusto en designios de otro tipo, y aspiró un aire nuevo, más misterioso y extraño, pero condimentado con el aroma dulce de gloria y de poesía.

Regresó a San Francisco tan pobre de dinero como cuando se había ido, pero era rico con una nueva idea, una idea que terminó matándolo, pero que lo ha engrandecido en los ojos de sus contemporáneos y de la posteridad. Partió hacia las minas con la intención de organizar una empresa. Aquí está un extracto de su correspondencia.

Mokelumne-Hill, 20 avril 1851.
«Estimado E. ...

«Mokelumne Hill, desde donde estoy escribiendo, es uno de los placeres más famosos en California. He estado aquí dos días y me voy mañana, me reservo de minar hasta el final.
«Singular espectáculo! Sin duda el más extraño en este país extraño. Mokelumne, dentro de un radio de dos millas, tiene unos cinco a seis mil mineros, una tercera parte de ellos son franceses. 
«Esta población ofrece una combinación global de todas las razas y todas las naciones, desde los negros hasta los chinos. Nuestros compatriotas cumplen allí desde las más altas posiciones sociales hasta las más humildes. Pero las desigualdades sociales borradas aquí dan mucho que pensar acerca de lo que valen en Europa. Cómo es poca cosa, mi amigo, un marqués con chaqueta de marinero. Recorro la larga lista de los distinguidos caballeros de California, y puedo citar venteros, tahúres, comerciantes ropa, camareros, lavavajillas y todos así. Pero ninguno que haya hecho fortuna, y muy pocos que sostenidos por su dignidad, hayan podido sobrellevar la miseria mediante la creación de una vida independiente.
«Todavía no he hecho una fortuna. Un policía francés se lanzaría sobre mí a todo galope si me viera a quinientos pasos. Imagina a tu amigo en un caballo flaco con un rifle a través de la silla de montar, un revólver americano colgado en el cinturón, y un traje indescriptible. Esta noche, me acosté a dormir en plena calle.
«¡Pero bien! No cambiaría esta vida salvaje, pero libre, por un lujo que degenerara mi independencia, por un lujo de funcionario, de marido con sirvientes, por un lujo de periodista asalariado... ¡Qué cosa tan rara! ¡En medio de esta miseria profunda, la idea de una honesta mediocridad no me viene a la mente! Nunca he deseado más intensamente las fortunas, pero las fortunas amplias y robustas, los bienes con los que uno no cuenta. Sí, mi querido E., el mismo hombre cuyo harapos revelan la piel se encontraría de maravilla con un millón de...
«Se me escaparon algunos impulsos del corazón, un hábito que cada día pierdo más; atesóralos, querido E... y mira a tu alrededor todos los don nadie que se pavonean por el mundo, todos los poderes oscuros...
«Para describirte la vida de las minas requeriría un talento para la descripción que nunca he tenido.

«El éxito es una lotería. Alguien encuentra aquí una fortuna y diez pasos más allá alguien más no encuentra un solo centavo. He visto a muchos borrachos que en el espacio de unos días, habían acumulado y gastado hasta 200 libras de oro. Los ahorros son raros, los cabarets, y las casas de apuestas ponen el orden. Aquí, toda la industria innoble está segura de nadar en oro...
«Adiós, amigo, trata de no tener que venir a California.
GASTON. »

Demóstenes tiene razón. El nervio real de cualquier empresa es el dinero. El señor De Raousset lo sabía bien, y fue para él muy embarazoso ser acogido de manera tan fría por los jugadores y mercaderes que llenaban sus sacos de oro sin correr ningún riesgo, y veían solo locura en sus proyectos de expediciones lejanas. Su agitación se hizo todavía más dolorosa cuando supo que Pindray, después de haber vendido, haber jugado, haber perdido, despilfarrado los numerosos recursos que gente demasiado confiada había puesto entre sus manos, iba a ir él mismo a esta Sonora sobre cuyas riquezas corrían grandes rumores. El señor de Pindray tenía sus partidarios, más dinero, más crédito; le agradaba la idea de ocultar su pasado entre un centenar de franceses que estaban hartos de California; los convenció a equiparse a costa de ellos mismos y de que lo consideraran jefe. Este centenar de hombres, la mayoría honrados, intrépidos y dignos de una mejor suerte, se embarcó sobre el Cumberland, e izó las velas hacia Guaymas; allá iba a tocar las puertas de la misteriosa Sonora, a ofrecer al débil gobierno mexicano la protección de sus fronteras contra las incursiones de los apaches, entre otras ventajas.

Pindray de Gaston y se encontraron antes de la partida, y si hemos de creer algo a este último, cosa que no será difícil, Pindray le había hecho propuestas encaminadas a una alianza que nuestro amigo inmediatamente rechazó por dos razones: en primer lugar, porque, como él mismo dijo después, él se sentía bastante dotado de facultades de mando como para ejercerlas como subalterno, y habría sido completamente imposible para Pindray obedecer a alguien. Por otro lado, la delicadeza y respetabilidad de su propio carácter le impedían ligar su presente y su futuro al pasado de Pindray, pasado del cual se empezaba a hablar en todas partes.

Sabemos la historia del proceso que sostuvo el Times de Londres contra el marqués de B... y sus asociados aristócratas, y este caso había ocupado la atención de toda Europa durante algún tiempo. El famoso marqués de B..., después de ganar un chelín en concepto de daños, luego perdió en la apelación y se había refugiado en los bosques de Arkansas como muchos otros que querían ver la tierra del oro y probar suerte. Allí conoció a antiguos cómplices, vencidos como él por el viento de la adversidad, y descendió unos cuantos grados más, si es posible, y fue en parte la causa de la desaparición de Pindray, quien amaba la estima pública, pero probablemente trató de evitar una mancha indeleble, y prefirió retirarse al desierto en lugar de tener que avergonzarse ante la población entera que tanto lo estimaba.

Los hombres del Cumberland obtuvieron la concesión del rico valle de Cocóspera, no muy lejos de Sáric. Se   establecieron allí, en representación, para muchos, del heroísmo de Cincinato, con el arado en una mano y la espada en la otra. Estas ilusiones iban a ser de corta duración. Las autoridades sonorenses estaban lejos de cumplir sus compromisos con los colonos franceses. Estos atacaron varias veces a los indios apaches, les despojaron de un gran número de caballos, y se retiraron sin pérdidas significativa, a pesar de los bien dirigidos proyectiles de los salvajes.

Entre estas balas había algunos que eran lingotes de plata que venían sin duda de la famosa Plancha de Plata, donde nadie podía penetrar.

La molestia de los colonos, privados de las cosas más esenciales para la vida se hizo tal, que Pindray debió presentarse muchas veces al ayuntamiento de Ures para solicitar ayuda. Un día en que asistió a la deliberación del consejo, muchos de estos señores se sintieron intimidados, por no decir asustados, por la actitud, el aire feroz y silencioso y fascinante de este gran jefe de los franceses; incluso le rogaron que se alejara, diciendo que era imposible deliberar en su presencia.

De cualquier manera, un tiempo después, Pindray murió en el pueblo de Rayón, situado sobre el río San Miguel, a cuatro o cinco leguas de Opodepe; murió asesinado, dicen unos; se voló los sesos, dicen otros. La aspereza de sus costumbres hacia aquellos a quienes él consideraba como inferiores o inútiles, su modo de llevar los asuntos, pudieron crearle más de un enemigo que, no atreviéndose a abordarlo de frente, lo habría atacado de improviso; esta es una fuerte consideración a favor de la primera hipótesis.

Además, era un hombre tan intrépido en su desesperación que, incitado hasta el extremo de sus fuerzas, habría sido capaz de afrontar algo cien veces peor. Es alguien que preferiría hacerse matar a atentar contra él mismo, en solitario, y reconocer así, de modo indirecto, la culpa de su parte hacia un hombre o hacia una sociedad; su orgullo era incapaz de una confesión tal. ¿Por quién habría sido asesinado? es lo que se ignora. Las sospechas se cernieron mucho tiempo sobre un tal D., de su tropa, una lacra de la peor especie; ¿pero dónde están las pruebas?

El señor de Pindray acababa de jugar al billar; se tendió en la cama de su tienda y se oyó una detonación fuerte; el balazo fue en la sien, y había rendido el último suspiro antes de que se hubiera podido tener una sola palabra sobre este enigma para siempre inexplicable. Los mexicanos se apoderaron de su sortija de sello, y echaron su cuerpo en un hoyo que recubrieron piedras; ¡cada domingo iban a oír al cura de Rayón, qué, desde lo alto de su púlpito, prohibía a sus feligreses rezar por este perro francés!... He aquí una muestra de la caridad evangélica en México; ¿el honor de haber escrito este drama se le debe dar a los concejales de Ures o a alguien más?... ¿Es solo una página más en el libro de los suicidas?.. .. En este último caso, ¿no hay que conceder un cierto crédito a la versión según la cual es dicho que notas expedidas por el consulado francés de San Francisco a las autoridades mexicanas habrían tenido por resultado molestar a Pindray en el cumplimiento de sus proyectos, y de mostrarle que no había refugio para él, ni siquiera en el desierto?....

El consulado francés de entonces pudo considerar oportuno soltar una flecha semejante, y, en ese caso, se habría considerado justo. Es un punto difícil de aclarar; nuestros datos son insuficientes. Tanto como el señor de Pindray, el señor De Raousset había podido llevar una vida arremolinada y extravagante, pero sin mancharse nunca. Es precisamente esta convicción íntima lo que volvía intolerable para Pindray el sentimiento de la derrota; no pudiendo aniquilar el pasado, él se parecía al ángel caído que, en su implacabilidad, se esfuerza por crecer lo más posible, pero con habilidad y prudencia, suma todo el mal que pudo haber ya hecho.

La adversidad lo había hecho un pensador iluminado, pero amargo; conocía muy bien a los hombres, hasta mejors que el conde De Raousset, por ejemplo. Se apoderaba fácilmente de la imaginación de la gente con el relato más o menos elaborado de su vida de aventuras, y mantenía el orden con mucha firmeza; lo temían, y sin embargo lo seguían; primero porque se le perdonaban sus faltas, y después porque tenía algo de ese prestigio fascinante del que Alexandre Dumas dotó tan bien a su célebre Monte-Cristo.

Un día que, con palabras finas y espirituales, ridiculizaba, no sin razón, el espíritu de mercantilismo de los recogedores de piastras californianas, llegó a quejarse amargamente de la imposibilidad de llegar a la ejecución de sus proyectos, y acababa, hablando bajo y con gran sangre fría, por mostrar inquietud y asco hacia todo y todos. «¿En qué pues consiste la felicidad? alguien le dijo. — En la paz del alma, » respondió él con una cierta gravedad melancólica. Al elogio de un hombre con el cual tenía negocios, y a favor del cual estaban todas las apariencias, él respondió fríamente: «¡Todo hombre es enemigo de otro en este mundo!»

Estas citas, tomadas al azar entre mil no menos características, pintan de un solo rasgo al individuo. Pindray era un hombre hermoso, de un tamaño hercúleo, de una sangre fría extraordinaria y hábil en el manejo de toda arma, acostumbrado a todas las privaciones; sus ojos de un azul claro tenían un fulgor que pocas personas podían sostener; su cara de bronce era tan impasible que se le podría haber tomado por una máscara si no hubiera sido su expresión triste y sardónica la que la hacía viva; su paso era lento; su sonrisa rara era graciosa algunas veces, siempre amarga.

El señor De Raousset escribió sobre este hombre páginas notables y nos hizo su lectura en su morada de Mansion-House, en la calle Dupont; ellas son tanto más notables ya que respiran a veces el elogio, la imparcialidad siempre, mientras que se trataba de un hombre cuyas circunstancias habían estorbado, por decirlo así, su sendero durante un tiempo. La imposibilidad a la cual me encuentro de reproducir a algunas de estas páginas proviene de una mala voluntad que sorprendería a todo el mundo y que, sin embargo, Gaston había previsto; sus palabras proféticas todavía resuenan en mi oreja... Un sentimiento de delicadeza nos prohibe repetirlas; pero tenemos el derecho de sonreír a la idea de gente que se considera tal vez comprometida por la visita de un relámpago de gloria y su corta visión no sabría sostener su fulgor; todo lo que escribió entonces el conde estaba marcado de una rara elocuencia.

Al tener noticias de esta muerte, la compañía de Cocóspera fue primeramente consternada y luego nombró por voto unánime como su sucesor al señor de O. de Lachapelle, mi hermano, hacia quien su probidad, lealtad valor y bondad, guiaban naturalmente todos los sufragios. Era uno de los más valiosos jóvenes que Pindray había traído consigo.

Después de habernos quedado tanto tiempo en California, nos vemos obligados a dar todos estos detalles, pues nos reencontraremos más tarde a estos señores en Sáric, antes de la toma de Hermosillo.





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