lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO II

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA

II


El conde Gaston de Raousset-Boulbon, sale de una de las más añejas familias de la Provenza; nació en Aviñón el 2 de diciembre de 1817. Desde la más tierna infancia tuvo la desdicha de perder a su madre (Constance de Sariac [1]). Más de una vez, en California, tuve ocasión de escucharlo hablar con amor y respeto de esta madre que apenas conoció; era una mujer de un mérito de los más raros, idolatraba al niño cuyo singular destino se vio forzada a no conocer.

Gaston se mostró desde temprano orgulloso e irascible, su carácter demasiado entero tuvo que chocar sin cesar contra las exigencias paternales. No mencionaremos los rasgos numerosos con los que todo biógrafo acostumbra adornar los primeros años de su héroe; estos rasgos son casi siempre los mismos; basta decir que este niño abandonó más de una vez el castillo paterno en lugar de someterse a castigos que humillaran su amor propio; en el colegio de Fribourg, donde la mayor parte de los legitimistas enemigos de la dinastía de julio educaban a sus hijos, hizo estudios bastantes buenos. Casi olvidado por su padre quien, asqueado de la revolución, habitaba las ruinas de Boulbon; seducido poco a poco por la hábil bondad de los padres jesuitas, acabó por abandonar a estos el cuidado de hacer eclosionar su alma y su inteligencia, y se dedicó a trabajar con ardor.

Hablando más tarde de esta época de su vida, él nos recordaba, no sin algo de amargura, de las diversas privaciones que le infligía el descuido paternal, sea a propósito de un traje demasiado corto o demasiado gastado, sea a causa de un gasto inalcanzable para su reducido monedero: «Durante dos años, me dijo un día, rechacé las cerezas que me ofrecían mis compañeros, diciendo que no me gustaban, porque me era imposible ofrecerles algo a cambio.» No nos equivoquemos: estas primeras arrugas del alma permanecen imborrables en ciertas naturas; con lo ligeras que parezcan a primera vista, son heridas que sangran toda la vida.

A la edad de los dieciocho, él vuelve a la casa paternal donde, en lugar de un padre amigo, él encuentra sólo un dueño severo; el señor marqués era uno de estos viejos emigrados del antiguo régimen cuyo tipo ha sido ronzado tan bien por muchos de nuestros novelistas célebres.

A los dieciocho años volvió a la casa de su padre, donde, en lugar de un padre amistoso encontró solo a un amo severo; el señor marqués era uno de esos viejos emigrados del antiguo régimen cuya tipología ha sido ya bien tratada por muchos de nuestros novelistas célebres.

Uno de los mejores registros que se han publicado sobre nuestro tema, el del señor H. de la Madelène, recuerda con gran razón el capítulo de las Memorias de ultratumba donde Chateaubriand cuenta la vida del castillo de Combourg. En esta obra tan breve y de un género tan específico, no tenemos en absoluto la pretensión de tocar la filosofía de la historia.

Dejemos la enseñanza de estas materias a los grandes maestros, los cuales solo les toman una pastilla nociva, la cual sirven de una manera más o menos ceremoniosa a una juventud que es más fuerte y más inteligente de lo que ellos piensan; Francia cuenta con un gran número de individuos que un abismo de tres revoluciones separa para siempre de la generación que les dió a luz; el número de jóvenes que, como Mirabeau, Chateaubriand, Raousset y tantos otros, poseídos del espíritu del futuro, tuvieron que luchar contra un mundo viejo vencido, pero desafiante, este número, digo, es más grande de lo que uno piensa; es una de las cifras más grandes de nuestros días; como contingente del ejército del futuro, es uno de los más meritorios, porque las edades de transición son y las más difíciles y las más dolorosas.

Dejemos el detalle de las preocupaciones a las cuales debía estar expuesta la existencia de un hombre tan fuertemente empapado, imbuido de ideas nuevas y lleno de aspiraciones hacia el futuro. El marqués le rendía escrupulosamente las cuentas de su tutela, y no intentaba en absoluto saber el grado de instrucción del que su hijo podía estar dotado; sin duda su opinión estaba ya establecida en cuanto a este asunto, y he aquí por qué: un día que Gaston, aún niño, escribía un dictado de su padre, interrogado sobre el día del mes, contestó, temerariamente, un treintaidós! «Este niño no será más que un imbécil,» dijo el marqués, volviéndole la espalda. Esta anécdota, tanto como otras, son enteramente dignas de fe, y el autor las escuchó de la boca misma del señor De Raousset, quien lo ha honrado con las confidencias más íntimas.

Antes de empezar definitivamente el hilo de su biografía para ya no abandonarlo, contaremos algunas reflexiones del señor De Raousset sobre la vida en Europa, reflexiones nacidas bajo el cielo de América es como un arco de la alianza entre dos épocas distantes, pero muy útil para mostrarlas como son.

Hacia el fin de uno de sus días sombríos, por así decirlo, caminábamos juntos por Telegraph Hill, que domina la bahía de San Francisco, lo vi considerar con pena el Challenge [2] que les irritantes estadounidenses amenazaban con retener más tiempo; él se quejaba de todo lo que lo traicionaba o le faltaba sin cesar en este mundo, y de que una suerte fatal parecía perseguirlo sin descanso; en breve, el ya no creía en la sociedad, ni en la amistad ni en nada; nuestra conversación se prolongó, y no veo por qué no reproducirla a grandes rasgos.

«—¿Y su madre? le dije.
—Mi madre, apenas llegué al mundo, la perdí, y la habría adorado.
—¿Y su padre?
—Mi padre— exclamó, y una sonrisa llena de ironía y amargura brotó de sus labios que articularon algunos reproches que no valen la pena reproducir.
—¿Y sus amigos?
—¡Ah!—dijo, casi sonriendo, y chasqueó los dedos de la mano derecha, la cual llevó por encima de la cabeza.
—¿Las mujeres, tal vez? No sé de qué oasis se ha visto adornada su vida pasada, pero recientemente, a bordo del steamer, estas palabras escritas sobre el margen de un libro prestado, «¡por ti daría mi alma!», ¿estas palabras que repite usted a veces con una cierta complacencia, son picaduras muy irritantes?...
—Pasemos a otra cosa.
—¿Y su perro?— exclamé al fin, creyendo haber encontrado la cuerda sensible de esta feroz melancolía, como diría un vodevilista cualquiera.
—¡Mi perro! se me perdió una vez en París; seis meses después, mientras pasaba por Champs-Elysées, lo vi, le llamé, vino a mí, me reconoció y se fue; ¡y eso que nunca lo había maltratado una sola vez!...»

Todo esto se ponía cada vez más triste y demasiado sombrío; esta alma pura y noble se tornaba negra y dura, este gran corazón se apagaba, atragantándose de hiel. «Vamos, le dije, bajemos, está bien convenido que por el día de hoy no creamos en nada ni amenos nada; afortunadamente las Parcas le hilan raramente horas tan siniestras; él consideró de nuevo el Challenge, y como era un poco sordo me preguntó que si no escuchaba que viraban el cabrestante; mi respuesta fue negativa.

Esa noche, extendido en un diván en una de las esquinas del Café-Français, murmuraba, como para sí mismo, y con un tono triste, un poema del cual no pude sacar el sentido, pero cuyas notas extrañas parecían tal vez dominar el ruido de la multitud. Dos de sus amigos lo interrogaron sobre la naturaleza de su monólogo:
—Ah! —dijo, con un abandono de lo más gracioso—, es mi horóscopo, es la profecía de la bruja de Boulbon; en otro tiempo, cuando todavía era niño, fui con una bruja española para que me leyera la fortuna, una nigromante más o menos iluminada; un día de inspiración puse en versos su lectura, la cual parece cumplirse un poco cada día.

Nos recitó entonces, con un timbre que jamás olvidaré su pieza en verso, de la cual muestro un fragmento:

[...]
En los harapos rojos del regazo,
fatídicos tarots leyó la vieja,
miró en mi mano símbolos; perpleja,
movió su cuello y dijo sin retraso:

«¡No hablo yo, el espíritu es quien grita!
«incrédulo, escucha cuando tu hora
«resuene como este viento que llora,
«cuando tu frente se pliegue, contrita,
«y creas que el cielo goza con tus cuitas
«¡acuérdate de la bruja española!...

«Amigos, suerte, amores, te abandonan,
«el tiempo inexorable los acaba,
«¡muy pronto tendrás nada!
«Los días que soñabas
«con soles de esperada bienvenida,
«tal vez sus rayos lucirán tu vida,
«y cuando las traiciones lleguen luego,
«y cuando hambre, sed, veneno y fuego
«hayan gastado tu cuerpo y tu mente
«si tu gran corazón sigue vigente
«si, tan molido, la fe has conservado
«¡serás todo un monarca coronado!

«¡Pero sobre tu espalda que se inclina
«sangrando está la corona de espinas!
«¡todos podremos verte atormentado!
«como una uva a una prensa arrojado,
«Pisado por el hado y sus guadañas,
«¡Destino siempre ciego y sin entrañas!
«Vas a sufrir, se escapará tu oro,
«te ganarás el pan, y sin decoro;
«funestos días te esperan en las playas,
«lejanas en la tierra a donde vayas.
«¿Podrás revisitar, mucho lo dudo,
«tu cuna o ver grabados de tu escudo?
«Tus labios mezclarán cada momento
«el nombre de tu patria con lamentos;
«¿La volverás a ver?... Ignoro eso.
¿Quién sabe dónde dormirán tus huesos?
«Un ciervo o una paloma blanca y pura,
«¿cuál de ellos rondará tu sepultura?»

¡Lo que dijo la bruja cierto ha sido!
¡Ingratitud, traición, mentira, olvido,
se mezclan en la copa que los labios
aspiran sin querer dejar resabios!

«Herido de amor buscarás el amor
«como un aguilucho que ansía el albor,
«o el gamo que herido el llano recorre
«en busca de sombra o del agua que corre.
«Darás tu lealtad, franco y esperanzado.
«En muy mala hora, serás traicionado.
«¡Sí, qué desgracia! pues cada destino,
«que esté por ventura unido a tu sino
«el día que el triunfo por fin te reclame,
«¡de amor morirá la persona que te ame!»


Dejemos este castillo en ruinas, partamos a París, el cual, gigantesco vampiro, succiona y bombea tan bien la sangre más pura de su dócil provincia; sigamos allí a este joven rico, noble, apasionado, instruído, conversador espiritual, elocuente a veces y experto en el manejo de todas las armas.

El señor De Raousset tenía los ojos azules, los cabellos rubios, rasgos regulares que indicaban al mismo tiempo audacia y resolución, un aire de nobleza y de grandeza que sorprendía a propios y a extraños. Recorramos esos días y noches, estas horas ardientes de su vida, tales como las inspira la atmósfera de esta Babilonia moderna; dejemos fluir esta primera lava de naturaleza volcánica, y no lo culpemos por el hecho de que, organizado de modo especial, este muchacho haya empezado a tomarle el pulso a la sociedad, en lugar de hacerse de golpe una existencia prosaica, por honorable que esta hubiera podido ser.

El señor De Raousset tenía ya vistas elevadas y serias; por instinto de familia y de educación, él soñó con la posibilidad de venir a socorrer el derecho divino que estaba en vías de ser derrotado, esto significa que soñó con los Cathelineau, los Bonchamp, los Rochejaquelein de la heroica Vandea. Un viaje a Morbihan rompió las dos alas de este sueño; no encontró en ningún lado los campos y los corazones de otros tiempos; por todas partes se contaba dinero, se calculaba, se maldecía y se manifestaba la cobardía; casi en todas partes se le concedía a los viejos tiempos tan solo un suspiro estéril; pudo en ese entonces, más que nunca, constatar el vacío inmenso que separa las generaciones del pasado a las del futuro. Volvió muy triste a París, hizo una corta aparición en Boulbon, donde lo acecharon nuevas peculiaridades. Tuvo que cortar su barba, dejarla crecer y volverla a cortar. El señor De Raousset se fue para siempre pensando tal vez en aquellos dos versos de su horóscopo:

«¿Podrás revisitar, mucho lo dudo,
«tu cuna o ver grabados de tu escudo?

Se lanzó de nuevo y más que nunca hacia esta vida parisina calcinante, donde las locuras no podían calmar la sed de su alma. A veces cenaba alegremente con sus amigos, con los cuales el espíritu más ligero se adoptaba a todas las risas, mientras que el suyo era presa de un malestar desconocido; a veces probaba la vida retirada, y lanzaba una mirada inquieta hacia el porvenir; cuando su exaltación moral era atacada por cuestiones serias, su naturaleza sensible salía a flote, por así decirlo, entre las nubes más amenazantes y menos rosas; que se nos permita una comparación menos ambiciosa de lo que la juzgarán, tal vez, algunos lectores: se parecía a César, quien, a la edad de treinta años, recorría llorando las calles de Roma con el remordimiento de no haber todavía hecho nada, excepto un gasto de treinta millones de sestercios. En estos momentos de reflexión la poesía del señor De Raousset se revestía de un tono diferente, como lo demuestran las siguientes líneas, y los hermosos poemas que se encuentran al final del volumen.

[...]
[...]
Al hombre condenó Dios al trabajo,
Y del dolor le hizo compañero;
Hay que romper la tierra y por debajo
sembrarle hasta el más mínimo sendero
[...]
Más queremos saber, mayor la pena,
El paso de la ciencia es largo y duro,
Y cuando, sin aliento, al fin se acerca,
¡La Muerte llega, supremo futuro!
[...]


En sus momentos de locura improvisaba versos como estos, los que nos repitió dos o tres veces en América:

Mi inquieto corazón,
recorre los peldaños;
¡Quién va a saber si yo
llegaré a los treinta años!

Que el futuro alegre sea
O que me fusilen...
¡Bésame, Camille!, ¡feliz!
¡Bésame, Camille!...

Esta naturaleza ardorosa y viva no podía contar con los votos de unos cretinos tan egoístas como positivos; así, él era visto por ellos como un desquiciado temerario; ¡cuántos genios pasaron por locos! el infortunio de Tasso tiene más de un hermano; vemos en una de las publicaciones sobre el Sr. Raousset que un día alguien le dice:

«—Pero, Gaston, cuándo te calmarás?
—Cuando esté muerto—, respondió.

Hemos hablado mucho de sus excentricidades; estas son excusables en un joven sin experiencia que se cree obligado a hacer lo que hacían los otros, y a vivir como un gran señor. Realmente dotado del desprecio por las riquezas, despilfarró su fortuna no por miserable, como tantos asumen falsamente, sino como lo haría un príncipe; su prodigalidad apuntaba tal vez hacia la una filosofía; ¿no sería acaso ese sentimiento el que lo inspiró una tarde que regresaba de una reunión a la que había asistido para atender a ciertas pequeñeces, cuando llegó al Puente de las Artes, dio al controlador una pieza amarilla o blanca, recibió el cambio, lo lanzó al Sena y se fue a su casa en el muelle Voltaire con la satisfacción de poder decirse libre del yugo bajo del cual se curvan tantos cuellos?

Dejemos este arado obscuro a los arreos de dinero, que rodeaban a la muchedumbre en ciertas estaciones del bulevar, de los que, más tarde, en América, hablaba con una sonrisa a la que no le faltaban ni felicidad ni tristeza; dejemos su villa en Auteuil... Obligado a abandonarla, rentó un barco de vapor y se instaló allí con toda la comodidad necesaria, cocineros, músicos, etc..., y se dio a vivir lo más que le fuera posible descendiendo lentamente las olas del Sena y las de la vida. Al final de algunas semanas, se veía como una bella residencia, inclinada sobre los bordes del río, en los alrededores de Ruán; fue alquilada y estuvo fija por un tiempo en este encantador retiro, era como una copa de miel en su mano, pero una copa al fondo de la cual todavía había amargura.

Estas delicias de Capua no satisfacían en nada las aspiraciones de un alma que soñaba incesantemente con cosas grandes, según su propia expresión. Durante estas alternaciones de sueño y emociones fuertes, él escribía de vez en cuando páginas que caben más específicamente en el campo de la fantasía. Su novela corta, Une Conversion, escrita currente calamo, denota en el autor las cualidades de un buen escritor; estilo, imaginación, elocuencia, todo se encuentra allí. El señor De Raousset leyó su manuscrito en los salones de la duquesa de G***, frente a un auditorio femenino de los más graciosos y de los más ávidos. Es a propósito de uno de los miembros de este aerópago, que una de las crinolinas más malas de la asistencia exclamó alguna vez: “¡Tanto amor y tanta escualidez!...» La naturaleza especial de una confidencia nos prohíbe decir más. La pequeña novela en cuestión fue publicada hace algunos años, y ha, se dice, traído consigo sumas considerables a los editores. En un pasaje de su carta a su hermano, el señor De Raousset se explica así: «No olvides los manuscritos que P. tuvo la debilidad de entregar a..., etc....» El señor De Raousset escribió también un par de dramas que no vieron en absoluto el fuego del teatro, ya sea porque no las acabó o porque consciente de que era incapaz de solicitar cualquier tipo de dirección abandonó la idea de presentarlas; tenemos todos estos papeles entre las manos gracias a la diligencia de su amigo íntimo, el conde E. de M.



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Notas:

1. De la sangre de los Albret de Béarn.
2. Navío encargado de la segunda expedición.



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