lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO III

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA



III



Algo arruinado, Gaston De Raousset volvió su mirada hacia África; en 1845 se dio cuenta de lo poco que le quedaba y se convirtió en colono; no de los colonos a la manera de aquellos trabajadores humildes y perseverantes que, después de largos años logran hacer de su pequeño capital una buena fortuna, sino de esos colonos ardorosos, de planes vastos y audaces; de aquellos colonos cuyo coraje e inteligencia incontestables son paralizados por la falta de capital y la falta del espíritu práctico para hacer negocios sin el cual raramente se producen bienes.

Le hacía falta por otra parte más libertad que la que el gobierno central tiene la costumbre de conceder a nuestras empresas coloniales. Él organizó grandes cacerías, y fue parte de varias expediciones militares. Él hablaba a veces de su disputa con el mariscal Bugeaud a propósito de un olivo que hizo cortar sin consultar a nadie; un oficial de ordenanza vino para hacerle saber que él no era la única autoridad en su casa.

Al oír esto, nuestro impetuoso amigo se enfureció y protestó con todas sus fuerzas; tomó la pluma y publicó artículos llenos de inspiración y de brío contra las lamentables restricciones bajo las cuales nuestro sistema administrativo aplasta a veces la iniciativa de los colonos. Su reconciliación con el mariscal se hizo solo más tarde, después de la publicación de un folleto en el cual reivindicaba los derechos de la población civil, y no sin cierta elocuencia.

« Nadie rinde más homenaje que nosotros a los servicios del ejército de África; pero si la tarea del soldado es bella, la nuestra tiene su precio.

«La fuerza que destruye está en el ejército; la fuerza que produce y que funda está en nosotros.

«Francia ha gastado un billón en Argelia; gracias a una población civil demasiado enérgica como para no haber huido de las aventuras, hay hoy cerca de 800 millones en capitales inmóviles en Argelia.

«Esta cifra tiene su elocuencia.

«La sociedad europea de Argelia, ya sea que fuera integrada únicamente por "cantineros" del ejército, como les dicen algunos, o ya fuera integrada como dicen otros, por la escoria de Europa y la espuma del Mediterráneo, esta población cuenta hoy con ciento diez mil almas. Trabaja y tiene posesiones; no es una plebe, es una sociedad interesada en el orden y madura para el estado de Derecho.

«Que nos digan, ¿quiénes son los capitalistas que consintieron vivir en un país donde los intereses son confiados a una administración que los administrados no tienen derecho a controlar?

«El hombre que en su departamento puede ser consejero municipal, consejero general, elector, diputado, ¿renunciará con gusto a las ventajas, a la influencia, a la consideración que se adjuntan a tal posición para ir a establecerse a un país donde la libertad no se le garantiza?

Y más adelante:

«Un cañonazo a través del océano puede poner en peligro nuestras posesiones en África; una batalla perdida puede sacarnos de esta Argelia que tanto nos costó conquistar.

«En esta catástrofe, el ejército pierde un gran campo de maniobras, pero conserva sus grados, sus decoraciones, su sueldo, sus posibilidades de prosperar. Nada para este cambia.  
«La administración se hace francesa; esta encuentra allí sus lugares, sus sueldos y... otros administrados. 
«En cuanto a nosotros que debemos dejar en Argelia nuestras granjas, nuestras tierras y nuestras casas; ¡nosotros, que en definitiva, representamos el único resultado, el único trabajo que se haya producido hasta hoy, volveríamos a nuestro país a mendigar!»

Vemos en una de sus correspondencias de África que primero había tratado de obtener una concesión del gobierno, y que después de esfuerzos inútiles, había debido resignarse a hacer la adquisición de un millar de arpendes en la planicie de la Mitidja.

«No tengo un trozo de terreno que no sea de admirable fecundidad; poseo fuentes abundantes que me permitirían regar toda la propiedad durante los calores más fuertes. El día en que la Mitidja tenga veinticinco mil habitantes, Ben-Bernou dará un beneficio bien cerca de los 100,000 francos al año. He aquí muy bellas promesas para el futuro, pero sabes que uno se puede morir de hambre al lado de una mina de oro; tal vez, yo también moriré de miseria sobre mis 100,000 francos de renta en esperanzas, etc...
Mis recursos se agotarán pronto, y entonces simplemente comenzará la lucha; me desesperaré por no poder explotar mi mina de oro. ¿No existe, pues, uno de esos usureros valientes que me prestarían sobre una herencia por venir?... etc. Mis cálculos son auspiciados bajo el ejemplo de varios colonos, mis vecinos. Me até esta propiedad por las esperanzas que me da, y es un desconsuelo para mí pensar en las dificultades que va a presentarme su explotación por falta de dinero; desconsuelo tanto más cruel como no puedo poner en tela de juicio su éxito.
Uno de nuestros compatriotas vino para establecerse en África hace ocho meses, su propiedad valía, cuando mucho, lo que vale Ben-Bernou. ¡Entonces! El señor B., sin haber gastado 100,000 francos, ganará este año 50,000 francos... No hay dinero más seguro que el que se emplea en una colonización inteligente.

«África cambió mucho desde el gobierno del mariscal B... La provincia de Argelia en la que vivo es perfectamente tranquila. Los árabes viven con nosotros como buenos vecinos, y los empleamos en el cultivo de las tierras. El país ofrece grandes recursos a la agricultura, y la industria promete florecer. La parte de la Argelia que se llama Tell (Tellus), es decir, la parte arable, ocupa varios miles de leguas cuadradas, y puede sostener por lo menos diez millones de habitantes. Las porciones más bellas de Francia no se acercan en fertilidad a las partes medianamente fértiles de esta tierra que reposada desde hace casi dos mil años, etc... Con un pequeño esfuerzo por parte del gobierno, la Mitidja podría poblarse y cultivarse como un jardín, en dos años, etc...

Nuestro amigo, como vemos, no se equivocaba mucho acerca del rico futuro de esta bella colonia francesa; hay que lamentar solamente que los capitales y la madurez de los asuntos le hayan fallado doblemente en esta circunstancia.

Una vez en América, él pudo estudiar de visu las consecuencias de este sistema mucho más grande bajo la protección del cual aumentaba una innumerable muchedumbre de pioneros que, en unos meses, podían derribar bosques y edificar ciudades. Pudo reconocer entonces el éxitos de las empresas está en el carácter de los colonos, y que los gobiernos no siempre tienen la culpa. Como ejemplo nos citaba el hecho siguiente. Paseando un día en una de las planicies de Argelia, encontró la pequeña cabaña de un colono francés, un parisino, ocupado en grabar su tarjeta de visita, ¡para llevarla a un vecino acampado dos leguas más lejos!... Un pionero estadounidense jamás habría concebido idea igual.

Tal vez el señor De Raousset descuidaba las ocupaciones serias por ir de cacería o por recibir en su villa a numerosos amigos. Uno de sus caprichos consistía en hacer aparecer súbitamente a un león en el desierto; este incidente no dejaba muy tranquilos a todos sus invitados

Tratado como amigo por el nuevo gobernador, el duque de Aumale, iba frecuentemente a Argelia a convivir con príncipes y oficiales superiores, o hablar con las princesas. Su costumbre de hacer las cosas en grande consumió su ruina. El duque de Aumale vino a socorrerlo con una vasta concesión cuando estalló la revolución de 1848, la revolución que modificó el curso de tantas cosas y existencias.

Esta revolución sin duda lo arruinaba, pero abría a la ambición de una juventud ardiente las puertas de un futuro desconocido, un futuro que su imaginación rellenaba enseguida con oro y luz. A los que todavía no tienen en absoluto su sitio hecho en la sociedad, las revoluciones parecen ofrecer una de estas arenas gigantes a las cuales descienden las masas, y a través de las cuales esperan hacer su día; como si en medio de estos tropeles aullantes, la voz del verdadero mérito llegara siempre a dominar la de los intrigantes hambrientos de oro y de honor.

Veremos cómo el señor De Raousset gobernó su barca en medio de la flota popular, y contra cuales escollos se estrelló.

Este joven era demasiado ardiente, demasiado inteligente, demasiado innovador para rechazar el progreso como su padre, y para tachar la revolución de la historia, a semejanza del padre Loriquet. Era demasiado juicioso para desear una república roja y desenfrenada, que pudiera hacer recordar los días sangrientos de 1793; era demócrata como Lamartine, es decir, más poeta que estadista, más honrado que intrigante. Tenía principios demasiado educados para descender al nivel de las masas; reconociendo en cada uno de los partidos en competición las exageraciones perjudiciales para el establecimiento de un gobierno sólido y duradero, él mismo concibió una especie de síntesis ecléctica tal vez muy bella, pero de seguro torpe desde un punto de vista político.


Él mismo se apartó de todos los partidos políticos, es decir, prácticamente se apartó de toda posibilidad de pexito. Estableció su cuartel general en Aviñón, y fundó allí el periódico La Libertad. Tomó muchas veces la palabra con éxito en los clubs de esta ciudad; Causaron sensación sus profesiones de fe en las que el amor por el orden marchaba con orgullo junto al amor por la libertad.

Sus gustos aristocráticos no eran en absoluto los de un hombre enemigo de masas, y, más de una vez, lo vimos reunirse con los estibadores del Ródano, con los cuales discutía francamente algunas cuestiones cotidianas; se hizo de partidarios sinceros entre esta clase de hombres; él se acordaría sin duda de esto en California cuando, asqueado del positivismo de ciertos mercaderes, exclamaba con amargura: "¡Siempre encontré más corazón bajo la blusa que bajo el hábito negro!"

Vinieron las elecciones: dos veces perdió por algunos millares de votos; y hasta se hizo de "un asunto", como él mismo diría. El encuentro se llevó a cabo cerca de París y la bala del conde rompió el brazo de su adversario.

Continuó la lucha solo con su pluma, y el periódico La Libertad llamó la atención por el talento, la energía, la inteligencia audaz de su redactor; él sostuvo vivamente la candidatura del príncipe Louis contra la del general Cavaignac.

Publicó más tarde, en El Mensajero de San Francisco, artículos relativos a otros asuntos, pero más dignos de la atención pública. No les hacía falta ni tanto talento, ni tanta honradez, ni tanta independencia a los hombres de los partidos, a los que hacen apuestas con los asuntos nacionales; es por eso que el conde fracasó en las elecciones de la Asamblea legislativa, tal como había fracasado a las de la Asamblea constituyente.

Los que creerían que en Francia el señor Gaston De Raousset-Boulbon había despilfarrado sus millones y sus años de juventud se equivocarían grandemente. Ellos podrían hacerse una idea de lo que había en fermentación en este corazón y en esta cabeza, si pudieran recorrer los papeles que están entre nuestras manos. La colección de su periódico La Libertad demuestra que, como hombre político, era de los que, con el respeto del orden y de las instituciones fundamentales de la sociedad, quieren una marcha progresiva hacia el futuro, bajo pena de muerte a manos de las generaciones del presente.

Cuando una crisis inesperada pone en peligro la paz del mundo, la opinión pública se emociona; se abre paso de un modo u otro, y su pensamiento estalla forzosamente, cualesquiera que sean las restricciones aportadas a la libertad de prensa en ciertas partes de Europa. En el mismo momento cuando doy la última mano a esta obra, los folletos surcan el horizonte político, hasta el punto de crear una verdadera tormenta. No hay que olvidar que hay a veces "relámpagos de calor", sin trueno, como decimos vulgarmente. En 1848 no fue así; los levantamientos de Hungría y de Italia les hicieron descender a la arena, donde se dieron un baño de sangre, Austria primero, Rusia después.

El señor De Raousset escribió entonces un folleto bastante fuerte que no salió a la luz pública, y que acabo de leer con tanto asombro como admiración. En un lenguaje rico en elocuencia, de propiedad, de sabiduría y de claridad, él trata cuestiones sociales y políticas que la tempestad acababa de poner en el orden del día. Aprecia en este texto el manifiesto del señor Lamartine, la conducta del gobierno provisional, la de los poderes del Norte, las cuestiones húngaras e italianas, con una verdad tal, que se diría que se trata de historia escrita fríamente veinte años después.

Él también, refiriéndose a un gobierno al cual culpa de una actitud irresoluta, y en respuesta a los artículos del señor De Girardin que reclama la paz anual, se pregunta en cada instante: "¿Es la paz, es la guerra?" Este escrito tiene a la vez filosofía, historia y política práctica.

Encontramos también bosquejos de obras que la agitación de su vida no le permitió acabar ni publicar, hecho lamentable. Uno de estos ensayos trata de reformas políticas, centralización, descentralización, de funcionarios públicos, elecciones, asambleas nacionales, etc... El plan de otro libro dividido en cinco partes abarcaba: 1 ° la Europa moderna; 2 ° el Renacimiento; 3 ° la Era Cristiana; 4 ° el Mundo pagano; y 5 ° Conclusiones.

Un prefacio con el título siguiente: Ojeada sobre el Mundo, da una alta idea del talento y de la inteligencia de este muchacho que, no habiendo encontrado hacerse paso aquí buscó en la distancia la ocasión de intentar algo grandioso, una gran lucha por sostener.

Es hora de una anécdota californiana; el lector comprenderá que trazando el cuadro de una vida tan agitada, el autor es obligado a hacer frecuentemente un estudio comparativo entre diversas épocas de este pasado, y a acercar a esto ciertas fechas.

Era 1851; visitábamos un rancho situado en lo mejor de una propiedad de diez leguas cuadradas, en el condado de Yolo, en California, en pleno desierto. A caballo, la carabina en la bandolera, nos aliamos para irnos a cazar elks (alces), una animal inimaginablemente grandioso, y que ningún soberano de la tierra no podría concederse hoy, porque ignoro en cual comarca todavía se puedan encontrar semejantes rebaños de siete u ochocientos ciervos de alto tamaño, huyendo muy lentamente delante de estos enemigos extraños y nuevos para ellos, al punto que a menudo se volvían para considerarnos solo con cierto aire de sorpresa.

El señor De Raousset, esperando la señal de salida, parecía soñar; dos palabras condujeron la conversación hacia la cacería en Francia, y luego al pasado. «¿Quién me habría dicho, exclamó, que un día estaría en esta planicie desierta, cazando alces?» En unos minutos, la conversación —que saltaba, por así decirlo, como los rebaños de antílopes que pacían a media milla de nosotros— nos devolvió, no sé cómo, a Aviñón y al tiempo de las elecciones. Entonces él exclamó con un tono lleno de tristeza y un poco irónico:

¡«—¡O aviñonés! ¡has preferido a B *** de Carpentras!». En ese momento todo estaba listo, y nuestros caballos partieron al galope.

Su fracaso en el departamento de Vaucluse le causó un desaliento profundo. Él discurrió con vehemencia contra este desastre general, como él lo llamaba, publicó varios folletos muy elocuentes sobre los abusos, las reformas, y se fue finalmente a París en mayo de 1850.

Ya hemos hablado de sus relaciones con el duque de Aumale; antes de la revolución de febrero, había tenido la oportunidad de ver al rey Louis-Philippe en Neuilly; él había ido a esta audiencia, a pesar de la objeción de los médicos y las torturas de una fiebre atroz. No hay duda que sin la revolución, el señor De Raousset habría acabado por hacerse un sitio digno de él.

Incapaz de dar la espalda a las víctimas del infortunio, el señor De Raousset hizo la adquisición de un bonito lote de frutos de los jardines de Versalles, y lo envió al castillo de Claremont. Partió a Londres, donde recibió del duque de Aumale las dos cartas siguientes, cuyos originales tenemos entre las manos:


Lunes 22 de octubre.
Mi querido conde

He sido solicitado hoy desde Londres para unos asuntos, y estaré encantado de verle allí. Me encontrará a la una y media en 23, Northumberland Street.—Strand.

Mi hermano estará allí también; estará encantado de verle, así como el señor L.... No falta decir que el señor de P. será también muy bienvenido.

Espero con impaciencia la ocasión de estrechar su mano. Mil amistades.

H. D'ORLEANS.


Claremont, mardi 23 octobre.

Mi querido conde

El rey y la reina me encargan de invitarlo a venir mañana en la noche, junto a M. L... comerá Claremont las bellas frutas que usted nos trajo de Versalles.

Si usted parte de la estación de Waterloo-Bridge a las dos y media, llegará a Claremont de modo que podamos hablar todavía dos o tres horas antes de la cena, que es a las seis y media. Si se va de Claremont la tarde a las ocho, puede tomar un convoy que lo deja a las nueve y media en Londres; si lo prefiere, puede pasar la noche en Esher, en el pequeño hostal del Oso (The Bear), que es muy bueno.
Hasta mañana, mi querido conde.

Mil amistades.
H. D'ORLEANS.



En esta entrevista puramente de cortesía, ambos amigos, por lo visto, no debatieron ningún proyecto serio, o, por lo menos, la visión del señor De Raousset no encontró en casa del duque de Aumale una acogida tan completa como habría podido desearlo. Lo cierto es que, más tarde, en América, el señor De Raousset me dio cuatro cartas del príncipe; dos ya no las tengo conmigo. A una pregunta bastante vaga él me respondió apenas, y como con tristeza; no insistí, pero estoy firmemente persuadido de que si el duque de Aumale hubiera seguido los ojos de los cuales escribimos la historia, lo habría ayudado al menos un poco y así el duque y la duquesa de Montpensier no se arrepentirían como lo hacen hoy, y tal vez México tampoco. A menudo hace falta solo una paja, un grano de arena en uno de los platos de la balanza para hacerla inclinarse de un lado y resolver los intereses más graves.




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