lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO IX




IX



De regreso a San Francisco el señor de Raousset fue objeto de la atención general; saboreó allí un poco de gloria, este fruto embriagador que seduce demasiado a ciertas almas y que está lejos de no tener su amargura. La posesión de Sonora se hizo su idea fija: «No puedo vivir más sin Sonora», a menudo nos decía; publicó artículos y cartas sobre su expedición. He aquí extractos de algunas de sus cartas:

«No, no abandoné la esperanza de triunfar en la lucha contra la contrariedad en la que me he visto desde la cuna. Sísifo rodando su peñasco eternamente, Jacob que lucha toda una noche contra un fantasma, son imágenes de la vida de ciertos hombres: ¿no son un poco de la mía? ¡no renuncié!

«Cuando me ví abandonado por mi gente que, incapaces de conducirse solos durante mi terrible enfermedad, se sometieron a una general vencido aun cuando ellos eran vencedores; cuando me ví moribundo, y esto duró seis semanas, tuve solo un pensamiento: recobrar la salud, la fuerza, la inteligencia, la voluntad, y regresar a Sonora. 
«Regresar en Sonora, es el pensamiento único de mi vida. 
«He aquí que pronto hará un mes y medio que estoy en California; si fuera estadounidense, todo marcharía bien. Ya habría encontrado el capital necesarios, y hasta más; ya me habría ido de nuevo. Mi calidad de extranjero me es un obstáculo en este país. Los estadounidenses me demuestran mucha estima y simpatía; entre ellos soy más apreciado que entre los franceses; pero la idea que ellos se hacen de la ambición del gobierno francés, sus ideas de ampliación, sus vistas anchas e intrépidas, que desgraciadamente existen solo en la imaginación susceptible de los estadounidenses, todo esto les hace temer que si colocan armas entre mis manos estas están destinadas a volverse contra ellos un día. 
«Ellos se equivocan, sin embargo. No tengo, desgraciadamente, nada en común con el gobierno francés. Mis ideas están en mí, mis medios están solo en mí; ¡las consecuencias de mis intenciones pertenecen a la humanidad!

«Esta carta, mi querido Edme, no está destinada a la publicidad de los periódicos; es íntima y no debe salir del círculo estrecho de las personas que se interesan en mí. Seré más explícito pues y te diré cuál es hoy mi situación, cuales son mis proyectos y mis esperanzas. 
«Cuando ví, desde mi llegada en Sonora, la hostilidad de los altos personajes que habían sido aliado para robarme las minas de Arizona, comprendí que dentro de poco me vería reducido a tomar las armas contra el mismo gobierno o a abandonar el país vergonzosamente. Tomar las armas era proclamar la independencia de Sonora. Me aseguré prontamente de que una buena parte de la región estuviera dispuesta; me hice partidarios, preparé los espíritus a una revolución nacional.

«Esta revolución habría tenido éxito sin traición de un hombre cuyo apoyo fui forzado a aceptar. A pesar de esta misma traición, mi proyecto habría sido exitoso sin la inconcebible fatalidad que me privó de todos los refuerzos que vendrían de California, y sobre todo sin la enfermedad terrible que me ha abatido. 
«Hoy, sin embargo, estos elementos subsisten tales como los he elaborado. Hoy, más que hace un año, este país está listo para un levantamiento general. Basta que yo aparezca allí mañana con fuerzas suficientes, y quince días después de mi desembarco la República de Sonora existirá.
«De tener a mi disposición una suma de 150 o 200 000 dólares, yo respondería por todo: ¡proclamo la independencia y llamo a Sonora, como en una California renovada, a los inmigrantes de todos los continentes! Mi expedición constaría exclusivamente de franceses, todos antiguos soldados y marineros; la organización sería absolutamente militar, con todas sus consecuencias. Estos hombres estarían perfectamente prevenidos de que van a Sonora a combatir, que hay fortuna para ellos solo a punta de bayonetas; que si son vencidos serán fusilados infaliblemente, como piratas; ¡que es vencer o morir!

«Desde este punto de vista, no tengo nada que desear; todo mi mundo está determinado, y yo lo estoy como nunca antes lo estuvo nadie en este mundo. ¡Si lo quisiera, tendría aquí cuatro o cinco mil hombres en menos de quince días! 
«Desde mi llegada aquí, muchos estadounidenses vinieron para verme, para hacerme proposiciones, y casi caí en la tentación, pero resistí. Si me hacía acompañar de estadounidenses, perdería mi prestigio en los ojos de los sonorenses, porque detestan a sus vecinos del norte. No quise hacerme simplemente agente de una idea que me pertenece, y de la que quiero seguir siendo el dueño. Me negué a estas proposiciones, y esta empresa conservará el sello individual que le di. Sé que aumento así las dificultades, pero si tengo éxito, cuento, por la misma razón, con aumentar su energía y sus consecuencias. ¡El momento es bueno! 

«San Francisco, 30 de mayo de 1853.»

«He aquí que hace más de tres años abandoné Francia, mi querido amigo. Mi fortuna, después, ha sufrido muchas vicisitudes. Alguna vez que podría estabilizarla. Las minas de las que iba a tomar posesión en Sonora son de una riqueza incontestable. La mitad de estos vastos terrenos debía pertenecerme, pero tú sabes sin duda que las autoridades mexicanas, tentadas por su riqueza, me las disputaron para ellos. Sabes más o menos el resultado de esto: si los refuerzos que yo esperaba y si la enfermedad cruel que estuvo a punto de matarme… etc. etc. 
«Sonora es un bello y rico país; abre un mapa de México, y lo encontrarás entre el grado 27 y el 33 de latitud, entre el mar Vermejo y la Sierra Nevada. Imagina un archipiélago cuyas islas serían montañas, cuyo mar sería una planicie: es más o menos el aspecto de la región. A través de las sierras abundan valles anchos y fértiles donde crecen de costa a costa productos de todas las zonas. El trigo, la caña de azúcar, la vid, el naranjo, todo esto florece y madura en los mismos surcos.

«El algodón es nativo de las orillas de río Gila y del río San Pedro, en estas mismas comarcas donde la tradición coloca los palacios de los aztecas, los palacios con tejados de oro y puertas de plata. Todos los metales, sin excepción, están desperdigados confusamente en el crisol de sus sierras. En las minas de las cuales iba a tomar su posesión fue descubierto en 1769 un pedazo de plata virgen que pesaba 3 500 libras. Sobre los bordes de río Yaqui, en las montañas que encierran uno de los más fértiles valles del mundo, los minerales de hierro dan 80 por 100, etc., etc … ¡Entonces!, imaginarás difícilmente la miseria de este bello país, que cuenta sin embargo con más de cien mil habitantes, etc, etc.»
Veremos más tarde que para hacer pasar ciertas cosas en sus cartas, mientras estaba en capilla ardiente, el señor De Raousset fue obligado a escribir algunas cosas que, ciertamente, no debían ser muy de su gusto. Pero él mismo había previsto la oportunidad de un caso igual, me habló al respecto, y me rogó, me autorizó, llegado el caso, de hablar entonces, de retirar lo que se le habría podido robar a su libertad, de dar el testimonio más íntimo para atreverme a decir: «esto es, esto no es».

Usaremos este derecho solo con reserva... En las cartas que preceden, hay restricciones, declaraciones prudentes, destinadas a cubrir responsabilidades que no queremos designar...

La República Mexicana estaba en completa anarquía; además, es su estado normal. ¡La salida de Arista, pronunciamientos por aquí, pronunciamientos por allá, Santa Anna en el horizonte! etc. etc...

Los partidarios de este último apenas se lo habían llevado...; un buque del Estado iba en busca del  expresidente exiliado, quien, desde su quinta de Cartagena, siempre tenía el ojo puesto en su antiguo trono. En este momento el coronel William Walker, a quien hicieron célebre varias expediciones bastante desgraciadas, buscó la alianza de Gaston; había que apresurarse.

Un día, atravesamos la bahía, y presentamos en Oakland, donde nos esperaba el coronel Watkins, el confidente de Walker. La entrevista no dio fruto. El señor De Raousset no podía asociarse a un jefe militar, porque le era imposible no ejercer el control, lo que llamaba facultad de mando. Además, temía aminorar su influencia en México, enajenar ciertas simpatías, admitiendo en sus filas a estos anglosajones, a quienes los de raza española tienen tanto horror. Una entrevista con el coronel Frémont tampoco tuvo resultado.

El señor Levasseur le escribió al señor Dillon, y este último incitó mucho a Gaston a que regresara a la ciudad de México. Él hizo este nuevo viaje a pesar de nuestras advertencias. ¿En efecto, que más podía esperar de Santa Anna que de Arista?...

Provisto de un salvoconducto, se fue a México, y fue perder allá meses en negociaciones estériles. Santa Anna lo recibió, le prometió reparar las injusticias de la administración precedente, se expusieron sucesivamente varios planes o proyectos de colonización y de emigración; arrulló finalmente al héroe sonorense con bellas palabras. Él encontró en esta capital las delicias de Capua de un lado, y las perfidias mexicanas del otro.

Para entender de lo que va a seguir, debemos decir que todos los pasos del señor De Raousset, antes de su salida de San Francisco, no habían sido infructuosos. Un hombre poderoso y rico, honrado con la confianza de la población francesa, el depositario de muchos capitales, notario, abogado, etc, todo lo que se querrá, el tal Hubert-Sanders, tan célebre después, y consagrado a la infamia para siempre, había sabido captar nuestra confianza. Se decía en condiciones de poder organizar la segunda expedición, listo para hacer los gastos, mediante tal o cual condición; no rechazando precisamente la idea de un viaje a la ciudad de México, le recomendaba a Gaston ponerlo al tanto de las negociaciones, y prometía tener finalmente todo listo para su vuelta, en caso de que las conferencias no tuvieran resultados.

Entonces, Gaston, considerándose respaldado en San Francisco, presionó mejor a Santa Anna. Este acababa de firmar un tratado según el cual debía proporcionar al conde un avance de 250 000 francos, y 90 000 francos al mes, con la condición de que el señor De Raousset combatiera a los indios hostiles y asegurara la seguridad de las fronteras del norte. Este tratado fue anulado en cuanto fue firmado; así es como funcionan las cosas en México.

Siguieron violentos intercambios entre el presidente de la pata de palo y el señor De Raousset, al cual terminó por hacerle la oferta de desnacionalizarlo y de tomar un puesto en el ejército mexicano. Él se negó, y le dijo al presidente: «Tengo el honor de ser francés; cuando doy mi palabra, la mantengo.»
Cultivando siempre en San Francisco las relaciones cuya cuestión ya hemos mencionado, yo tuve la oportunidad de escribirle frecuentemente y de decirle en dónde estábamos; él y yo fuimos perfectamente engañados por el miserable que ya mencioné. Este último se deshacía en promesas que su catástrofe dotó de enigma. El señor De Raousset me escribió también muchas veces sobre este tema; he aquí unos extractos de sus cartas:


«México, 18 de julio de 1853. 
“Señor André de Lachapelle: 
«Recibo hoy las cartas que usted me envía para el señor M... 
«Sus cartas han sido leídas y meditadas con toda la atención que merecían. Le agradezco las declaraciones que me hace; ellas me honran, y me dan palabra al mismo tiempo de que puedo contar con usted tanto para el futuro como para el presente. 
«No se asombre si no entro en ningún detalle sobre mis ocupaciones actuales. Que el señor Hubert Sanders continúe siempre en el mismo sentido. 
«No me escriba más, porque no pienso prolongar mi estancia en México bastante tiempo como para recibir allá sus cartas. 
«De todos modos, volveré, probablemente, a San Francisco con títulos que me permitirán realizar, sobre bases anchas, mis proyectos de colonización. 
«Habríamos querido comprometerme aquí al servicio de México; pero, a pesar de todo mi deseo de servir este interesante país, no pude aceptar una posición que, por más brillante que quisiera hacerla, no me permitía desarrollar el poder que creo que tengo, pues sus concepciones eran de otra naturaleza. Usted hizo perfectamente bien en fundar un periódico; absténgase bien de dejarlo.
«Adiós, y considéreme su aficionado.
«Conde de Raousset-Boulbon.»


«México, 2 de agosto de 1853. 
«Señor de Lachapelle, 
«El gobierno mexicano todavía no ha tomado ninguna resolución. Las intenciones anunciadas son buenas; la realización sería útil para el país, pero las irresoluciones del presidente me hacen temer haber hecho inútilmente este fastidioso viaje. 
«Ignoro las historias más o menos fundadas que corren por el público respecto a mi estancia aquí. Usted debe, teniendo un pie en el periodismo, pesar sobre la opinión pública. Rechacé un puesto en el ejército mexicano, y debe comprender las razones... 
«Ahora hay sobre la alfombra dos proyectos, ambos considerables, pero es todavía prematuro hablar de eso. Las elaboraciones financieras de nuestro francoalemán podrían acomodarnos. Adiós, mi querido señor, no me acuse de un laconismo al cual me veo forzado por lo impreciso y problemático de nuestros asuntos. 
«Hasta pronto, espero....
«Raousset-Boulbon.»

Las negociaciones con Santa-Anna tomaban un mal giro, la correspondencia del señor De Raousset era vigilada tanto como su persona. Me escribió las tres líneas siguientes: 

“Mexico, 10 de agosto de 1853 
«La casa con la cual estoy en tratos persiste en imponerme condiciones que no puedo aceptar. Si no se decide mañana, tomo mis disposiciones para regresar a mis asuntos en unos ocho días. De todos modos, pienso ir a reunirme con usted casi tan pronto como esta carta. 
«G.R.B.»

«México, 14 de septiembre de 1853. 
«Mi querido señor de Lachapelle, 
«Hace casi un mes que querría haberme ido. Diversas consideraciones retrasaron esta salida. Mañana jueves debo ir a discutir con Santa Anna y sus ministros un nuevo plan cuyas consecuencias podrían convenir a la gente valiente que puso su confianza en mí. El gobierno mexicano desconfía evidentemente de mí, pero sin razón. Es con tales desconfianzas que se rechazan los corazones más rectos, con una lealtad que acaba solo por confundirlos. 
«Le había dicho que no estimaba a más de un mes el tiempo de mi estancia en México; si tardé tanto, y si todavía tardo, es porque me ato hasta a la última esperanza a los medios de ejecutar mis proyectos, mientras estos medios están a mi alcance. 
«En quince días, toda esperanza estará perdida. Entonces regresaré a San Francisco, y veremos si estos señores son hombres de discurso. Dios lo quiera, porque las circunstancias son mejores hoy de lo que lo eran hace tres meses. Me han recomendado tener paciencia; podemos ver que seguí escrupulosamente este consejo. 
«No le escribo a Sanders porque las cartas son inútiles entre gente que se ha comprendido bien. No tengo, con estas líneas, otro fin más que satisfacer la impaciencia suya y la de él. 
«Queda de usted,
«Raousset-Boulbon.»



“México, l de octubre 1853. 
«Señor de Lachapelle,
«Es probable que mis tres meses de estancia en México vayan a rendir frutos; usted sabrá cómo a través del señor... 
«Mantenga su periódico, trabaje noche y día. Es probable que nos haga falta. La publicidad es un arma que descuidé demasiado; estoy muy acostumbrado a contar absolutamente solo conmigo; los auxiliares son necesarios, y... Prudencia y discreción... acepte mi consejo Usted me dio este derecho, y crea que aprecio en usted todo lo que... etc, etc... 
«Recuerde a Sanders el proverbio: Intelligenti pauca.
«Hasta pronto,
«Raousset-Boulbon.»

No dimos los extractos que preceden sino para mostrar una vez más cual era la debilidad del señor De Raousset; ¡él creía en la lealtad de los hombres, hasta en la de los mexicanos, y negociaba con ellos!... jugaban con él; cuando lo percibió finalmente, el señor De Raousset se puso furioso. Se puso en relaciones con generales conspiradores y se jugó el pellejo; iba a ser arrestado a pesar de su salvoconducto, a pesar de nuestra embajada. Cuando fue advertido a tiempo de esto, a la medianoche, saltó sobre un caballo y se fue al galope a Acapulco. Esta carrera a franco estribo duró varios días y varias noches; el conde reventó varios caballos.

Llegando a San Francisco lo primero que dijo fue que Santa Anna era solo un traicionero. Gaston se puso, con más ardor que nunca, en busca de los medios necesarios a la realización de sus proyectos. No escatimó ni en pasos ni en palabras; a días de actividad febril sucedían a veces momentos de desaliento profundo. La catástrofe de Hubert-Sanders era un hecho consumado; lo bueno es que era una ilusión menos.

Hubo que resignarse a gestionar por todas partes, a tocar a las puertas de estos vendedores insensibles, estos apostadores impasibles que no veían más allá de sus tiendas o sus mesas de juego. Vender cien cajas de vino, especular con la harina, jugar al faraón y mantener a una muchacha, tal era, (tal todavía es) el esfuerzo único del que eran susceptibles sus almas, si acaso tenían una. Ellos hasta gozaban en secreto ver a este conde de grandes ideas, de sentimientos nobles, chocar, estrellarse contra pequeños obstáculos, contra la falta de unos cuantos sacos de monedas, que aquellos desperdigaban al azar, con los ojos cerrados, en especulaciones locas. Esto no sorprenderá a quienes hayan observado a los franceses en el extranjero ni a quienes hayan podido reconocer hasta qué grado son capaces de portar el odio feroz que en Francia los separa a todos en distintas clases sociales.

Viviendo con Gaston, lo vi soportar horas llenas de amargura y de angustias; lo vi un día con lágrimas en los ojos porque una de nuestras tentativas no había tenido éxito, y su carácter orgulloso apenas se acomodaba con estos avances; comíamos en un restaurante modesto, y se interrumpía algunas veces para decir con ironía: «¡No tenemos bastante para vivir en la buena sociedad!...» Luego él subía a su habitación de Mansion-House, anatemizando a la gente de pequeños espíritus, a los egoístas, al espíritu de mercantilismo de los californianos, etc... Se ponía a trabajar: tomaba un mapa de Sonora o escribía páginas y luego me hacía su lectura. ¡Él se encontró algunas veces sin dinero sobre esta tierra de oro! y hacía luego falta ocuparse de él... le era tan imposible pedir...

¿Qué hacía pues entonces su asociado oculto... su presunto protector? Lo descuidaba; se hacía el muerto, diciéndose finamente y en voz baja: «¿Para qué? ¡este muchacho está acabado!» ¡Oh ingratas palabras! Cuando cualquier viento aportaba su eco al señor De Raousset, maldecía a este auxiliar indispensable, nadaba a llenas aguas en el sarcasmo y la ironía, exclamaba que la sociedad fue hecha solo para los fuertes, y escribía líneas como las siguientes:

«...¡Me dejé meter resueltamente a este horno donde trato de fundir mi columna Vendôme! ¿Veré de nuevo a Antonia? ¿Acabaré por vencer al fantasma de Jacob
«Cuando me pasa por la mente que todos mis esfuerzos serán tal vez en vano; que seguiré sin resultados por meses enteros, en persecución de mi sueño; ¡noches de insomnio que me aran el cerebro con este pensamiento único, entonces me sacude una rabia ciega contra todo y contra mí mismo! ¡Hay tantos elementos tan bellos, una especie tan fuerte de hombres a los que hay que lanzar hacia la agonía de México! ¡Y para hacer estas grandes cosas, para limpiar el gobierno que pesa sobre una tierra milagrosamente rica, para entregarla a la industria fecunda de la civilización, hace falta solo un poco de oro, y este oro no lo tendré!... Hace falta, sin embargo, que acostumbre mi pensamiento a esta última derrota de la esperanza que determina mi vida; si no, me veré reducido a tomar cualquier arma y a desembarazarme de una existencia sin sentido. 
«Mi amigo, cuando se rueda de abismo en abismo a través de las cataratas de la vida, hay horas en las que los están en medio de estas tormentas prueban una sed ardiente de descanso, y el descanso es imposible. Sentimos que sería una alegría profunda, y la necesidad irresistible del movimiento nos lleva muy a nuestro pesar hacia nuevas sacudidas. ¡Sea cual sea el medio en donde vivimos, todos obedecemos a un poder fatal, un genio del cielo o del infierno que está en nosotros, que nos domina, juega con nosotros, que nos hace vivir o que nos mata!... 
«¡Qué educación tan estúpida recibimos en Francia! ¿Yo querría saber para qué sirvieron nuestros diez años de colegio? Si tuviera veinte años y Sonora me faltara, como lo temo ahora, aprendería las diez o doce lenguas que se hablan en las islas de la Sonda, e iría a la aventura a los mares de la India. ¡Hay mucho que hacer en esta patria del tifus y de los diamantes!»

Él escribía también el 14 de diciembre de 1853:

«.... Te asombras, mi amigo, de que cuente tan poco con el apoyo que pueden darme mis amigos de Francia. ¡Por desgracia! creo en el egoísmo, en la cobardía, en la codicia, en todas las infamias. Creo poco, lo reconozco, en las devociones ciegas, las únicos que me sirven. Hace ya casi cuatro años que llevo en mí esta idea, la paseaba en mi cabeza cuando vivíamos juntos en los desiertos californianos; hablé de esto a todo el mundo, a los inteligentes, a los ricos; ¡y entonces! Exceptuando a los pobres aventureros, los desesperados de la vida, los rabiosos de la miseria, ¿a quiénes se asocia esto? ¡En Sonora exaltaba el coraje de mis hombres hablándoles de Francia! ¿Qué hizo por nosotros Francia? ¿Y sin embargo, quién puede negar que Francia es el primer interés de mi éxito? 
«De un día a otro, Sonora, Sinaloa, las altas y magníficas llanuras de Durango y de Chihuahua van a ser presa de los estadounidenses. Hay que prevenirlas. Echar en esta parte del Pacífico los fundamentos de un pueblo nuevo, es erigir una barrera, un poder rival que se prepara, y en un próximo futuro esta rivalidad podría ser el equilibrio del continente americano. 
«Nos escandalizamos en Europa de la expansión de los Estados Unidos, y tenemos razón. Si ellos no se dislocan, si no se eleva al lado de ellos un poder rival, por su comercio, por su fuerza naval, por su población, por su posición geográfica sobre ambos océanos, los Estados Unidos serán los verdaderos dueños del mundo. Dentro de diez años no saldrá un cañonazo en Europa sin permiso de ellos. 
No olvidemos que la independencia de Sonora sería proclamada por los sonorenses mismos; que yo desembarcaría en su país solo llamado por ellos. El país es tan rico que la emigración está segura. Unos años deben bastar para asegurar su independencia y ponerlo en condiciones de secundar la política europea. Tanto Francia, como España e Inglaterra estaría interesadas en este resultado. Que estas naciones no cuenten con México no parará nada, no impedirá nada. Ceguera, ignorancia, fanatismo, necedad, odio al extranjero, vicios inveterados, impotencia radical, esto es México, mi amigo. En el mismo momento cuando escribo esto, cincuenta estadounidenses intentan apoderarse de Baja California y van a tener éxito tal vez; esto es los Estados Unidos. Saca tú tus conclusiones...»

El señor De Raousset había llegado a obtener los fondos necesarios para la organización de una segunda expedición cuando los periódicos hablaron de la venta de Sonora a los estadounidenses por Santa Anna. Fue un flechazo para él; así es como él mismo habla de esto en una carta, con fecha del 28 de enero de 1854.

«En verdad, mi querido amigo, si yo no temiera a hacer el ridículo, diría que un genio maligno se ata a mis pasos para privarme, en el momento en el que voy gozarlo, del fruto de mis planes laboriosos. 
«A pesar del egoísmo estrecho que caracteriza a los vendedores o a los rapaces de este país, había llegado a reunir el capital necesario para invadir Sonora con un millar de hombres. Tan pronto como hubiera sido dueño de Guaymas y de la aduana, me encontraría a mano de los recursos suficientes para reunir un ejército de niños perdidos dispuestos a intentar todo contra las promesas de lo desconocido. Añade a esto también el partido considerable que tengo a Sonora. Reuní los medios, las armas, los buques, las subsistencias y a los hombres; solo me faltaba partir. En ocho días navegaría las olas como Rollon, con compañeros tan dignos como los normandos... ¡Entonces! cartas nos llegan de México anunciando la venta de Sonora a los Estados Unidos.
«Mi sueño se desvaneció, y lo que es más desconsolador es que tengo la certeza de que la noticia es falsa... Mis proveedores de fondos lo creen también; pero con la duda, el dinero, que es santa, delicada, sagrada cosa, el dinero no se arriesga. Estos señores quieren esperar más noticias. Si Sonora no es vendida, me aseguran los medios de conquistarle. ¡Pero las ideas cambian tan rápidamente! ¡Los vendedores de candelas y de melaza, los abarroteros obtusos, los banqueros rapaces, los imbéciles que son todo porque tienen monedas, estos ladrones cobardes —¡que Dios los confunda!— son intrépidos hoy, mañana tímidos. Si olfatean un bello golpe, ellos prometen. ¿Qué una mentira para esta gente? 
¿«Qué idea, sin embargo, fue mejor hecha para ser comprendida por un hombre con dinero al servicio de una alta inteligencia y de un corazón compasivo? ¡Pero vaya pues a pedir inteligencia y corazón a esta sinagoga de usureros que se llama San Francisco! Hay aquí rateros honrados que poseen diez millones; hay miserables que roban o pierden cien mil piastras en una sola noche de juego; hay pillos que gastan, en un año, veinticinco o treinta mil francos de renta sobre el vientre de una... Y todo este mundo innoble, americanos y franceses, no consagraría un óbolo a la fecundación de una idea que puede dar la holgura a millares de hombres, abrir a la humanidad una nueva vía. No hay uno solo de estos millonarios, en los que algo noble podría justificar sus millones vergonzosos, que haya venido para decirme: "Lo comprendo, lo que hace es grande. ¿Le hace falta dinero? ¡Aquí está! Es poca cosa para mí, para usted lo es todo. ¡Tenga éxito!" ¡No! los que dan lo harán solo con la esperanza de tirar una gruesa usura de mi sangre y de la de mis compañeros... Es un mercado; ¡ellos ponen en él su dinero, yo, mi cabeza!
«Sí, mi idea es grande. 
«México es un país donde la civilización puede entrar solo con violencia. Lo que Hernán Cortés hizo por el imperio de los aztecas, hay que empezarlo de nuevo hoy; hace falta que una raza más fuerte venga a tomar el lugar de los descendientes enervados de este gran hombre, mezcla impotente de dos razas también bastardeadas, los mestizos hispano-indios, peores que los pueblos que regaló a Carlos V. 
«Un pueblo no tiene derecho de dejar sus campos infecundos, sus minas enterradas, sus fronteras amuralladas; hay que perecer o andar con los siglos. 
«Aquí, millares de franceses languidecen en la miseria. Antiguos soldados, la mayoría, no teniendo la costumbre del trabajo, no ejerciendo ningún estado, no sirven para nada en la sociedad californiana, y sin embargo pueden devolver al mundo entero un servicio señalado abriendo a la industria de todos los pueblos este país cerrado, que, ciertamente, no tiene rival sobre el globo. 
«¿Se trata de empezar de nuevo las invasiones de la Edad Media, de robar y de masacrar, de gritar vœ victis, y de establecer la servidumbre? ¡Claro que no! Este abuso de la fuerza estará tal vez aún en nuestras costumbres, pero no en mi carácter. Mis hombres tendrán un sueldo y tierras; cada individuo se encontrará clasificado según su valor en la nueva patria. Ellos llevan con ellos la prosperidad y no la desolación. El pueblo de Sonora lo sabe bien; ellos están conmigo. Contra mí tengo a los grandes propietarios, a la oligarquía que estruja este desafortunado país, a los que sacan provecho de la explotación de los pobres diablos, y el que ven en la introducción de un elemento más iluminado el fin de su poder. 
¡«Sí, mi idea está grande, noble, llena de promesas! Es más atractiva que una novela, más intensa que una aventura. Pero nadie sacrifica dinero por una idea. ¿Quién lo pensaría? ¿Un resultado que solo interesa a la humanidad? Si ga caminando, mi valiente; ¡no podemos hacer nada por usted! ¡Oh, esta venta! ¡Si al menos fuera real! ¡Ya no puedo dormir!...»

La tarde en que él escribió esta carta, se encontraba a mi lado en una mesa de la calle Merchant, entre quince o veinte pensionistas a quienes nada grande les preocupaba. Vi a mi pobre amigo, quieto, silencioso, levantarse sin terminar la la cena; tiró su servilleta sobre la silla y se fue sin decir una palabra. Esta naturaleza volcánica necesitaba más exhalar una cólera muy legítima que comer.

Acabábamos de saber que un francés miserable había vendido la correspondencia del señor De Raousset a Santa Anna, quien, después de publicar extractos de la misma en el periódico El Universal, calificó al señor De Raousset de traidor y lo puso fuera de la ley. A esta noticia, Gaston, hastiado de tener que tratar con traidores, se presentó en las oficinas del Messager y publicó allí la carta siguiente, que fue reproducida por todos los periódicos:

«San Francisco, 28 de febrero de 1854. 
Señor encargado de los asuntos de Francia, en México, 
«Encuentro en El Universal una correspondencia mía, interceptada o, más bien, vendida. Este periódico ve allí un acto de traición, y publica a propósito un artículo muy injurioso hacia mí, sin que usted haya creído que debía retirarlo, cuando conocía que se cometía una injusticia. La Legación de Francia en México se mostró muy reservada en el momento de mis entrevistas con el general Santa Anna; esta actitud era conforme, sin duda, con sus instrucciones; pero me es difícil creer que la reserva oficial vaya hasta dejarme injuriar sin motivos por un periódico mexicano. Yo mismo debo rectificar los hechos, y me veo en la necesidad penosa de publicar la carta que tengo el honor de escribirle. 
«El Universal se equivoca tremendamente al decir que ofrecí mis servicios al general Santa Anna; usted sabe lo contrario, y pido su testimonio. Sabe que el mismo señor Levasseur (ministro de Francia en México), le escribió al señor vicecónsul en Acapulco, al señor Dillon, (cónsul en San Francisco) y a mí mismo. Él lo hizo en los términos más apremiantes, con el fin de incitarme a venir a México; lo hizo bajo petición misma del general Santa Anna. Yo consentí difícilmente; tenía pocas esperanzas, y lo expresé al señor Levasseur. Es falso pues que haya ofrecido mis servicios. La correspondencia de la que hablo le es a usted perfectamente conocida. 
«El Universal también se equivoca al decir que le hice diversas proposiciones al gobierno mexicano; usted sabe que me limité a responder a las que me fueron hechas. Usted asistió día a día a todo lo que pasó. Ningún proyecto de mi parte fue presentado si no fue por petición expresa del general Santa Anna. Usted lo sabe, y pido su testimonio. Un mes después de mi llegada a México, ya desengañado del valor de estas promesas tan comunes del gobierno mexicano, que nunca acaban en nada, le escribí a usted mismo con el fin de declarar mi resolución de regresar a California. El presidente me hizo enseguida nuevas proposiciones, y tuve la sencillez de creer en su buena fe. Un tratado fue discutido y aprobado en el consejo de ministros, lo que era de su parte una comedia y una mentira. 
«Me fueron hechas también proposiciones totalmente personales, y no me convinieron. Al aceptar ir a México no me ocupaba solo de mis intereses; mucha gente valiente había sido injuriada en Sonora; no era solamente mi propio asunto, era el de ellos el que quería negociar con el general Santa Anna. 
«Pasé, pues, cuatro meses en la ciudad de México, siempre a la disposición del gobierno mexicano, limitándome a escuchar sus proposiciones, siempre siendo paseado de un proyecto a otro, de una palabra a otra, no esperando mucho, pero queriendo, antes de resolverme a actuar como enemigo, agotar toda paciencia para obtener una reparación justa, tan conveniente a los intereses del México como a mis compañeros. El Universal me acusa de ingratitud; en realidad me gustaría saber lo que me obligaba a estar agradecido; y si todo, al contrario, no motivaba mi resentimiento. 
«Ahora hablemos de la carta vendida al gobierno, y publicada por El Universal. Tiene fecha del 27 de octubre. Usted no pudo olvidar, señor Encargado de los asuntos de Francia, que yo debía irme el 28, es decir el día siguiente. La puse esa misma tarde en un paquete bastante voluminoso, destinado al señor Ph. Martinet, vicecónsul de Francia en Mazatlan. El paquete contenía la correspondencia publicada por El Universal. Usted insistió en que yo retrasara mi salida hasta la llegada del correo de Europa; consentí, y le rogué aceptar el paquete destinado al señor Martinet. Si entonces el general Santa Anna se hubiera decidido, yo habría quemado la carta. Pero los ocho o diez días que siguieron fueron una pérdida de tiempo. La antevíspera de mi salida le informé a usted de la carta destinada al señor Martinet, y me fui de México después de cuatro meses de negociaciones inútiles, después de haber perdido mi tiempo a mis propias expensas. ¿Qué debía al gobierno mexicano? ¿Quién podía discutirme el derecho de armarme contra el general Santa Anna? 
«No es todo; por favor, señor Encargado de los asuntos de Francia, consulte sus memorias, ellas le repetirán nuestras conversaciones: "Si el gobierno mexicano negocia conmigo, lo serviré fielmente; pero si me trajeron aquí para jugar conmigo, es una afrenta de la que me vengaré ciertamente". Tal es el lenguaje que tuve en presencia de usted no una vez, sino a menudo. Permítame recordarle que tuve el honor de decirle, repetidas veces: "Hasta el último momento, es decir, hasta el día en que haya tomado las armas contra él, será cuando el general Santa Anna va a negociar conmigo". Fui tan franco como para hablar de la misma manera con el cónsul mexicano cuando llegó a San Francisco. Él me repugnaba de llegar a extremos tan violentas; esperaba una solución conforme con los verdaderos intereses de México y con los hombres que piensan como yo. Toda conspiración se haría superflua el día en que el general Santa Anna nos hubiera dado acceso a un país que miles de personas valientes consideran como una segunda patria. Usted conoce, señor Encargado de los asuntos de Francia, todos los hechos que acabo de relatar; ignoraba, es verdad, que su correspondencia con el señor Martinet llevaba un plan de conspiración; pero el pensamiento que lo motivaba le fue perfectamente conocido el 27 de octubre. Mi resentimiento y sus consecuencias no eran en absoluto un misterio para usted. Me es pues difícil suponer que la Legación de Francia haya creído deber permitir a El Universal ultrajar calumniosamente el carácter de un hombre venido a México bajo la protección del ministro francés. Abandonado por usted, señor Encargado, yo mismo me veo a disgusto forzado de enderezar imputaciones injuriantes, y de dar a mi carta una publicidad que exige la de la acusación. 
«En resumen, el gobierno mexicano se negó a reparar las iniquidades indignas y el despojo cometidos por su predecesor. El 27 de octubre, todas mis ilusiones sobre la buena voluntad y sobre la buena fe del general Santa Anna se desvanecieron, toda relación entre nosotros terminó. Comenzando a armarme contra él, desde este día, hacía uso de mi derecho. Que escribiera de México o de San Francisco, mi derecho era el mismo. ¡El 27 de octubre, ya no era solo un conspirador, sino un traidor!... Creo, señor Encargado de los asuntos de Francia, que usted habría podido, sin comprometer su carácter oficial, hacer rectificar este insulto imprimido en El Universal. En los actos presentes de mi vida, sé muy bien, me juego la cabeza, pero mi honor permanece inatacable. 
«¡Sí, conspiré, y me vanaglorio de eso! Indignamente afrentado por los agentes del gobierno mexicano que me pedían renunciar a mi nacionalidad o abandonar Sonora; no existía ningún tribunal en el mundo al cual mis compañeros y yo pudiéramos apelar esta iniquidad. El general Santa-Anna jugó con la Legación de Francia como conmigo mismo. No soy de los que ceden bajo un insulto. El general Santa-Anna me puso él mismo en las filas de sus enemigos. Conspirar con ellos me unirá a los que lo quieren destronar, es mi derecho. La caída del dictador es un hecho fácil de prever; ¿la historia del pasado no es siempre la del futuro? Soy paciente, y sé esperar. Desde el descubrimiento de mis proyectos, el miedo hizo sobre este gobierno lo que no había podido obtener la persuasión. Se decidió hacer a los franceses de California proposiciones de las cuales usted aprecia ciertamente el verdadero motivo y el fin; dudo que usted pueda verificar la veracidad de la sinceridad de ellos. En cuanto a la colonización mexicana, permítame recordarle la carta que tuve el honor de escribirle al señor ministro de Francia, el l de julio de 1852. Si mis proyectos personales les causan inquietudes a las cancillerías francesas, la situación de los franceses en México merece también sus consideraciones. 
«Me queda a aclarar un último hecho. ¿Quién es el miserable que vendió mi correspondencia? Fue enviada al señor Chaumont, francés, domiciliado en La Habana, habitante de Mazatlán desde casi quince meses. Estaba en relaciones con él desde hace más de un año. Si el señor Martinet le ha enviado a él mi carta, pudo ser vendida solo por él. 
«Tengo el honor, etc.;
«Conde de Raousset-Boulbon.»

Algunos de los ensayos biográficos de los que hablé más alto creyeron que debían suprimir los nombres propios en ciertos pasajes de las cartas reproducidas. No vemos así en absoluto la marcha de la historia; creemos más conveniente llamar al pan pan y al vino vino, y a un traidor un traidor... Aquellos a quienes podría descontentar la exposición de una doctrina como esta solo tiene que darlo a conocer.

Mientras tanto, el señor De Raousset no se desanimaba en absoluto. Furioso y agitado, a medida que los obstáculos crecían, su coraje crecía también. Él declaró abiertamente la guerra a Santa Anna, como nosotros mismos lo hicimos más tarde, un año después de su muerte, con un grupo de estadounidenses. Unas semanas bastaron para que armáramos dos buques y enlistáramos a doscientos cincuenta hombres destinados a apoyar a Álvarez y a Comonfort; mientras que en la circunstancia actual, Gaston, habiendo rechazado el elemento estadounidense, encontrando que el capital francés no tenía entrañas, fue obligado a dejarse calificar de traidor por los mismos que lo habían traicionado, y esto sin poder vengarse. Era la guerra en contra de Santa Anna, se veía rodeado de varios millares de franceses desgraciados que solo querían irse, y no tenía medios para armarlos, embarcarlos y hacerlos combatir. Sin saber cómo comportarse para seducir a uno de los adoradores del ternero de oro, ofreció un día su cabeza como garantía, como en otro tiempo el gran Albuquerque, en la India portuguesa, quien empeñaba sus bigotes como garantía de un préstamo necesario para la continuación de sus guerras. Las cosas lo apuntalaban allí cuando se supo que Santa Anna, asustado, acababa dado la orden al cónsul de México en San Francisco, el señor Del Valle, de enrolar a los franceses que querrían servir en México, y de dirigirlos inmediatamente a Guaymas. Él pensaba así desbaratar los planes del señor De Raousset. Este resolvió enseguida reunir un millar de hombres y de hacerlos irse con los gastos pagados por México. El cónsul publicó circulares en los cuales llamaba a todo voluntario que no fueran estadounidenses. Tierras, grados, sueldo, todo era prometido de manera fastuosa por la convocatoria; siempre es así.

Los franceses consentían a brindar el servicio, pero bajo la condición de mantener la nacionalidad francesa, y un año de servicio militar hacía perder la nacionalidad. El cónsul mexicano, ya sea por temor a comprometer su gobierno, o ya sea para atraer más fácilmente a los franceses (su misión primordial era la de enlistar, con la ayuda de los consejos del señor Dillon, cónsul de Francia), se retractó de lo que había dicho, no con relación a las tierras, sino con relación al año de servicio militar, que era lo que causaba todo el conflicto. Así es como se expresa un pequeño folleto francés publicado en México en 1855.

Los estadounidenses arrestaron al cónsul Del Valle por haber violado las leyes de neutralidad al hacer reclutamientos sobre el territorio de los Estados Unidos. El señor Dillon fue también acusado y citado a comparecer frente a la Corte de los Estados Unidos. Él creyó que debía resistir a las intimaciones de la Corte y atrincherarse al amparo de sus prerrogativas consulares. Los estadounidenses emplearon la fuerza; el sheriff Richardson arrestó al señor Dillon, que con su pabellón se fue a la Corte, y fue soltado bajo caución.

«Todo se me destroza en la mano», escribía entonces Gaston; «¡pero no renuncio, no!, ¡no renunciaré! La vida no es nada; ¡dejaré allá mi cabeza si hace falta, pero jugaré mi parte hasta el final!»

El armamento del Challenge tenía a todo San Francisco emocionado; a menudo subíamos sobre Telegraph Hill para admirar este buque del cual los estadounidenses retrasaban la salida, después de haber hecho reducir a 400 el número de los hombres primeramente embarcados. El pobre señor De Raousset se entregaba entonces a reflexiones que se traducían en quejas, en exclamaciones febriles donde todo el mundo quedaba mal. Optaremos por no reproducirlas aquí. Citemos más bien las cartas siguientes, escritas por él un tiempo después de la salida del Challenge, el 2 de abril.

La primera fue publicada en el Écho d'Oran.


«San Francisco, 8 de abril de1854. 

«Mi querido D., su carta del 27 de enero me llega hoy después de haber hecho un recorrido de los mil demonios para encontrarme, pues usted la envió a la ciudad de México, donde no he estado más desde noviembre. Respondo sin retraso, así como lo ve; nuestras memorias del pasado me son demasiado preciosas para que las suyas no hayan sido bienvenidas. 
«Usted me pide contarle tantas cosas, ya que me supone más ocio que el que tengo. Mi tiempo está ocupado de mil modos, y no podría, en realidad, hacerle saber más de lo que ya lo hacen los periódicos. 
«No obstante, en cuanto a mi último viaje a México, la información debe ser tan imperfecta, que le envío el extracto Messager, publicando una carta mía sobre este tema. Si algún periódico de allá hubiera publicado alguna versión inexacta, podría devolverme el servicio de un buen amigo y rectificar los hechos. 
«Hoy, he aquí lo que pasa: 
«Cuando me ví forzado a dejar la ciudad de México sin haber podido concluir ningún arreglo con el general Santa Anna, hice pedir mi pasaporte por intervención del Encargado de los asuntos de Francia. Hizo falta, para obtenerlo, una decisión del Consejo de Ministros. Lo logramos, no sin pena. Se había previsto que la intención del gobierno era la de eliminarme en el camino, cosa fácil, poniendo el asesinato a cuenta de los bandoleros que pululan en México. Rogué al Encargado de asuntos de Francia pedir una carta de derechos. Me la concedieron. Me presenté en casa del general Alcorta, Ministro de Guerra, y le anuncié que dos o tres días antes de mi salida, vendría para prevenirlo con el fin de preparar la escolta. 
«Unas horas después, por la noche, salí corriendo sobre un buen caballo. Hice trescientas millas en seis días a través de montañas cerca de las cuales su Atlas es un pequeñín. Los caminos de este país ahora me son bastante conocidos para que un guía sea útil para mí, y adquirí, por otra parte, en mi vida errante tal costumbre de lo desconocido, así que nunca me extravío, etc...»

Él cuenta luego que a su llegada a San Francisco se ocupó de preparar una segunda expedición. Los capitalistas americanos, no queriendo cooperar con un movimiento francés, no mantuvieron sus promesas. «En cuanto a otros tenderos, banqueros, especuladores», dice, «esta gente no abre su bolsa al llamado de grandes ideas.» Explica que luego que su correspondencia había sido vendida por un miserable, Santa-Anna, aterrorizado, le escribió a su cónsul, el señor Del Valle, para que ofreciera a todos los franceses que quisieran ir a Sonora tierras y pasaje gratuito.

Así es como se hizo el armamento del Challenge, el cual los estadounidenses detuvieron justo antes de que partiera. El buque pudo irse a Sonora solo el 1 de abril con cuatrocientos hombres, de los cuales la mayoría le eran fieles. La detención del cónsul mexicano y del cónsul francés, el señor Dillon, por las autoridades americanas, son hechos bastante conocidos para que sea necesario comentarlos de nuevo. Él se expresa así al fin de otra carta:

«En verdad, las buenas personas que me han acusado de no tener ideas fijas, de que empiezo un proyecto para pronto abandonarlo, nunca me vuelven a la memoria sin hacerme sonreír tristemente sobre la injusticia de los hombres. ¿Cuándo un proyecto no vale la pena de ser perseguido, qué tenemos que hacer sino abandonarlo? Otra cosa es abrazarse a una idea fuerte y consagrarse a ella. Esto no quiere decir que perseguiré eternamente la idea de encontrar un millón en los bolsillos estadounidenses para saldar una expedición francesa. No, no soy una piedra de molino. El día en que me será demostrado que mi actividad se gasta en un problema imposible, dejaré de buscar la solución. ¡Oh! Se equivocan bien los que, para juzgar a un hombre, toman distancia y adoptan una visión de conjunto sobre el total superficial de su existencia. No: cuando se quiere juzgar a un hombre que merece la pena, hay que recogerse, hay que acercarse, sondear su vida, penetrarla, y sobre todo, tratar de comprenderla. Son raros los hombres que juzgan así.»

Uno de sus amigos le hizo esperar cierto apoyo de parte del gobierno francés; esperamos mucho tiempo, pero en vano. El gobierno francés tenía otras cosas entre manos, el sitio de Sébastopol y su costumbre de descuidar lo que concierne a lo que no se puede ver más allá del mar. Gaston escribió entonces:

«29 de abril de 1854. 

«...Ya lo dije, no sabría repetirlo demasiado, el peligro está aquí y no en otra parte. ¿Cómo es posible que Europa se inquiete por tan poco? La regeneración de México es una necesidad política de primer orden. 
«El tiempo va a venir, lo sé bien, en que el interés europeo se verá vivamente amenazado por la extensión formidable de los Estados Unidos. ¿Pero no deberíamos alarmarnos ya? Este pueblo que, en un espacio de cincuenta años se hizo lo que es; que amenaza a Cuba, a Canadá y a México; este comercio sin rival con su peligrosa energía, cuyos buques dan la vuelta al mundo y llaman a las puertas de Japón; ¡este pueblo y este comercio, se lo digo, serán los dueños del mundo antes de veinte años! 
«Hace falta, pues, una barrera. ¿Dónde está? Que una guerra estalle mañana, y, qué van a decir los lameplumas diplomáticos... Desconfío que una alianza con México sea de alguna utilidad. El estado interior de este país pobre puede solo estropearse cada vez más en las manos de la raza bastardeada que vive en él. ¡México puede levantarse solo por la conquista!«No se asombre, mi amigo, de verme abarcar México entero; no me atrevo a decir que está en mis planes, sino en la fuerza de las cosas. Tengo la convicción que mi obra, el establecimiento de los franceses en Sonora, será solo el primer paso de Francia hacia la ocupación de este país magnífico. Lo habríamos sometido veinte veces con una cuarta parte de las fuerzas repartidas en África desde 1830. Aquí no hay poblaciones guerreras, móviles e inasequibles, pegadas a otras costumbres, a otras ideas, al fanatismo de otra creencia. Hay grandes ciudades; pueblos ignorantes y dóciles, rotos por el yugo; tienen una administración, un gobierno, un ejército, formas de vivir, una religión y aspiraciones semejantes a las nuestras. No tendríamos que cambiar nada. Bastaría con devolver la vida a estas ficciones de gobierno y de ejército. Con veinte mil hombres, me encargo de mantener a estas poblaciones en una obediencia pasiva, y aun si fueran hostiles. 
«Le expongo mi idea en sus consecuencias políticas; no importa lo que digan los banqueros, es una gran idea, una idea fecunda; ¡consagro a ella mi vida, daré por ella toda mi sangre si hace falta!...»

Leemos después en La Prensa la carta siguiente:

San Francisco, 15 de mayo de 1854.

«Mi querido A. de Lamothe,

«El último correo no me trajo nada de usted; sin embargo mis cartas habían sido enviadas desde hace ya quince días. Este silencio debe hacerme suponer que no obtuvimos nada: lo esperaba. No queda más que actuar. 
«Partieron el 2 de abril, por el Challenge, cerca de cuatrocientos hombres. Ellos debieron llegar a Guaymas desde hace quince días. La mayoría de estos hombres se fueron solo en la convicción de mi llegada casi inmediata. Soy vigilado muy de cerca por la policía estadounidense. Los capitalistas, asustados de esta hostilidad, no quieren arriesgar un céntimo. Estoy solo y es necesario que actúe solo. Acabo de comprar un pequeño bote de diez toneladas, y me embarcaré allí, yo y otros siete, antes del final de la semana. 
«Si engaño la vigilancia que se ejerce aquí sobre todos mis movimientos; si escapo de los cruceros estadounidenses y mexicanos; si llego a la costa de México después de haber recorrido las 600 a 800 leguas que me separarán de Guaymas; si puedo entrar en comunicación con la tierra, veré si mis hombres todavía están en la ciudad. Si ellos están allí, desembarcaré inmediatamente. 
«Si mis galos, desanimados por informes falsos, desmoralizados por seis semanas de espera, se dispersaron y penetraron en el interior, entonces trataré de reunirles, cosa difícil y lenta. Deberé patrullar el golfo durante quince días por lo menos, y escapar de toda observación. Si puedo reunir doscientos, me apoderaré de Guaymas, me instalaré allí y trataré de traer refuerzos de California. 
«Una vez dueño de Guaymas, no me baso en sistemas y cuento con lo imprevisto. 
«He aquí a lo que me he visto reducido; usted sabe lo que habría podido hacer si hubiera sido apoyado. Estoy convencido de que tengo diez posibilidades contra una en esta arriesgada empresa. Los mexicanos me pusieron fuera de la ley. Si soy arrestado, acabo como un pirata. ¡Alas! podré decir como Chénier, golpeándose la frente antes de que su cabeza cayera bajo la guillotina: “aún me quedaba algo ahí"». 
«Agradezca al señor M... las simpatías se aprecian cuando uno está aislado. Adiós, y para siempre, probablemente.
«Raousset-Boulbon

En efecto, el Challenge se había ido; los estadounidenses, que tenían tanto miedo de Gaston como los mexicanos, se calmaban viéndolo todavía en las calles de San Francisco. Además, habían lanzado sobre el norte de México a su célebre Walker, el cual atacó primero Baja California, amenazando a Sonora. Él ya proclamaba el advenimiento de la república del Norte y tejía dos estrellas más en su bandera. Esto hacía que, por parte de los estadounidenses, se adelantaran a toda anexión francesa. Era un enredo con el apoyo de la doctrina Monroe, en todo caso. El señor De Raousset era vigilado sin cesar; le advertí de eso un día, hacia las dos de la mañana, en la esquina de las calles Merchant y Montgomery, y nunca olvidaré el aire melancólico con el cual me respondió: «Lo sé, señor De Lachapelle, consentí jugarme el pellejo, pero antes de ser abatido por una bala mexicana, quiero saber por qué y cómo,»

Por la noche del 23 de mayo de 1854, Gaston de Raousset se embarcó sobre un pequeño schooner de doce toneladas, la Belle, comandado por un hombre sin capacidad ni coraje, uno de esos exoficiales, de esos exmarineros, que se balancean sin cesar y por tropas alrededor del señor De Raousset, con el fin de captar su confianza. Yo había censurado esta elección, como tantas otras veces; lo que pasa a continuación me dio la razón; también había dudado de la elección que había hecho para el jefe del batallón que iba en el Challenge; no me había equivocado.

Para volver de allí a la Belle, gracias a la cobardía y a la ignorancia del señor Perseval, su capitán o piloto, ella nunca pudo pasar la barra del Golden Gate, porque el mar tenía grandes olas. El señor De Raousset estuvo a punto de echar al mar a esta especie de marinero. Hubo que volver fondear en Sausalito. Advertidos por la noche, sus amigos pudieron, los bolsillos llenos de dólares a la mano, enrolar a marineros de buena ley, y embarcarles inmediatamente, y la belle volvió a levar la vela para Guaymas antes de que los estadounidenses se informaran sobre esta salida.

Era el tiempo; otras dificultades se habían elevado entre el señor De Raousset y el señor Dillon. No hablaremos de las escenas que estas provocaron, ya que ellos dos ya no están con nosotros; diremos solamente que es a la falta de armonía y de lealtad que los franceses deben atribuir la mayoría de sus derrotas. Una vez disipadas estas nubes, Gaston se fue, como ya lo dijimos, después de haber enviado las cartas siguientes al señor Dillon en San Francisco y al señor Levasseur en México.

«Señor Dillon, 
«Cuando usted reciba esta carta, habré dejado California, y ya nadie podrá impedir mi llegada a Sonora. Usted más que nadie debía estar informado de antemano sobre esta salida. En el momento de tomar una decisión tan grave, me debo a mí mismo exponerle los motivos. No quiero dejar ni al error ni a la malevolencia la facultad de desnaturalizar mis proyectos, ni de empañar mi memoria, si debo sucumbir en mi empresa. 
«Si hay que creer en el rumor general, desde la llegada de los franceses a Guaymas, las autoridades trataron de dispersarlos. Su resistencia totalmente natural originó un conflicto. Aunque se pueda dudar la exactitud de esta noticia, la considero bastante probable para hacer de mi salida un deber imperioso. 
«Trayéndolos a Sonora, el gobierno mexicano, como no lo podemos dudar después de la lectura de las instrucciones enviadas a su cónsul, no tuvo otro fin que paralizar sus medios de acción: ¡es justo que este gobierno pague la pena de su perfidia! 
«Dando cuenta de mis preparativos, publicando conjeturas sobre mis proyectos, los periódicos americanos los confundieron con las empresas calificadas como filibusterismo. El gobierno mexicano cree ver en en mi empresa actos de piratería. Usted conoce mis proyectos, señor; sabe lo que los distingue esencialmente de este género de expediciones. Como extranjeros en Sonora no tenemos el derecho de tomar la iniciativa, aun cuando fuera por su propio bien: esta iniciativa pertenece a los habitantes. Entonces, ellos la han tomado y nos llaman; nuestro derecho es responder a esta llamada. Es pues a una revolución totalmente nacional a la que vamos a prestar el concurso de nuestras armas... 
«Las correspondencias y los numerosos informes que recibimos no dejan ninguna duda sobre las disposiciones de los habitantes. Su voluntad razonada, fundada y definitiva, es la de constituir un gobierno local, ilustrado y fuerte; de atraer la inmigración; de devolver a la industria humana un país magnífico, condenado a la miseria más atroz por una administración deplorable. La única ambición de los franceses es de concurrir a esta revolución que interesa a la humanidad entera; ¡la mía, señor, es la de consagrarme a ella por entero y de morir si hace falta, para asegurar su éxito! 
«...Hay que temer que los resultados de este tipo no puedan obtenerse sin una lucha sangrienta contra ciertos hombres que tienen su interés en mantener al pueblo sonorense en una servidumbre que detesta y de la que quiere librarse... 
«Usted lo ve, señor, solo compruebo hechos bien conocidos por usted. Apoyados por la población misma, luchando al lado de ella contra unos tiranos ricos y pérfidos sostenidos solamente por una clientela mercenaria, tenemos el derecho de rechazar enérgicamente toda calificación que injurie nuestras intenciones. Hay que lamentar, lo repito, que su ejecución no pueda efectuarse sin derramamiento de sangre; ¿pero de quién es la responsabilidad? Mi proyecto de colonización, adoptado por el gobierno mexicano, podía hacer una fortuna de Sonora y satisfacer las reclamaciones justas de los afrentados del asunto Arizona. Jugaron conmigo y con mis compañeros. 
«Vamos a actuar... 
«Creí, señor, que debí entrar en estos desarrollos con el fin de establecer distintamente cuál es el carácter de mi empresa y cual es el papel que los franceses van a jugar en Sonora. 
«Tengo el honor, etc.

«Conde de Raousset-Boulbon. »

«Al señor Levasseur, en la ciudad de México: 
«Encontrará adjunto, señor, la copia de una carta que le envío a M..., a San Francisco. No tengo nada que agregar escribiéndole a usted mismo, ella explica mi conducta y justifica mi partida. 
«Al llamarme a México para retenerme cuatro meses sin ningún resultado, el general Santa Anna mismo me puso las armas en la mano. 
«Declaro solemnemente, sobre mi honor de caballero y sobre mi fe de cristiano, que si el general Santa Anna hubiera confiado en mi lealtad, le habría servido escrupulosamente. Su desconfianza es un ultraje que no merecí. Es un ultraje hacia usted también, y debió sentirlo como tal. 
«Lo que emprendo hoy contra al general Santa Anna le dará una idea de lo que pude haber hecho a su lado. 
«Hoy, señor, no hago proposiciones, porque no serían convenientes; no amenazo, porque todavía no tengo el derecho, me limito a comprobar bien lo que es. 
«Todavía no sé si encontraré a mis compañeros en Guaymas; hasta puede que sea arrestado antes de llegar allá; pero el día en que los haya reunido, cuando los tenga detrás de mí, armados, determinados y socorridos por sus compañeros de California... la memoria de Hermosillo no se han borrado tanto como para que el general Santa Anna no pueda calcular la resistencia de la que seré capaz. 
«¿Cuál será, entonces, mi situación? ¿Qué quieren mis compañeros? Lo que ellos querían en 1852, lo que le pedí en vano a México, es decir justicia: la mina Arizona, es decir su propiedad y la mía. No es la venganza que nos anima, es el sentimiento del derecho y la necesidad de tomar partido en hacerla respetar... 
«Amo Sonora, señor; me gustaría servir este lugar, protegerlo, fecundarlo. Siempre estoy dispuesto a consagrarme con entusiasmo a las ideas que ya le he dado a conocer, pero no sé retroceder allí donde mi honor está en cuestión. 
«Obtendré justicia, estableceré a mis compañeros a Sonora, o moriré con las armas en la mano.
«Tengo el honor, etc.
«Conde de Raousset-Boulbon


Esta enérgica determinación habría sido recompensada tal vez por un éxito brillante, si el Challenge hubiera llevado consigo solo a hombres honrados y leales; lo veremos más tarde.

El schooner llamado Belle tenía a bordo pólvora, doscientas cincuenta carabinas y ocho hombres. Naufragaron en la isla Santa Margarita, situada sobre las costas de Baja California. Durante una decena de días estos señores debieron alimentarse de conchas. Habiendo llegado finalmente a sacar a flote su embarcación, levaron velas para Guaymas, a donde llegaron hacia el fin de junio. Desembarcaron a unas millas de la ciudad. Enviamos inmediatamente al comandante Desmarais dos hombres portadores de las instrucciones siguientes:

«Esta misma noche, marchar con fuerza sobre el cuartel general mexicano y apoderarse de la ciudad; poner las autoridades civiles y militares en lugar seguro, etc.» Estos emisarios fueron reconocidos, parados, arrestados y ocultos, y el rumor de la llegada del conde recorrió la ciudad en un instante. Tal fue el resultado de este modo de entrar en materia. La emoción fue general. El señor De Raousset en persona se presentó, entonces, en Guaymas.


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