lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO VIII




VIII




El señor De Raousset conocía el corazón de hombres tal vez menos de lo que él pensaba; creía demasiado que eran como si él. Tampoco era un diplomático de primer orden, y así lo prueban las cartas que siguen, cartas que descubren mucha más lealtad que habilidad.


Hay un adagio que dice: «Según el ganado es el forraje.» ¿Es necesario, en efecto, no responder a gente acechante y pérfida, a traidores, sino por el escaparate de sus convicciones, de sus pensamientos, de sus proyectos?... ¿Hay que empujar la franqueza hasta decirles todo lo que uno piensa y todo lo que uno quiere hacer?... ¿Sin convertirse en una copia de la mentira encarnada, sin recurrir a todas las astucias del carnaval diplomático, sin pagarles esa fe púnica que los mexicanos exageraron degradándola, no estaba permitido disimular un poco lo que se pensaba, y lo que se quería hacer?... Se engañó, se traicionó, se amenazó con una emboscada; era necesario hacer parecer que no se comprendía lo que se hacía


Sabemos que el señor De Raousset marchó en Hermosillo y que se apoderó de la ciudad para salir de ahí poco más tarde. Sin anticipar los acontecimientos, queremos a hacer observar que habría sido una política mucho mejor unirse a una de las facciones que se repartían por Sonora, antes que mantenerse en el país haciendo guerra de guerrillas, era necesario haberse asegurado allí un punto de apoyo entre las poblaciones descontentas del interior, y esperar los refuerzos que habrían llegado inevitablemente de todos los puntos de América. Solo California estaba a punto de enviarle cuatro o cinco mil aventureros, cuando se supo que Hermosillo había sido tomado, y luego evacuado casi enseguida.

Retomemos el hilo de nuestra historia.

«Estamos en el Saric, un antiguo convento de monjes, al que las paredes en ruinas abrigan más o menos bien a nuestros compatriotas; nos preparamos evidentemente para la guerra por todos los costados: no hay más que fraguas y armas y municiones puestas en condición de servir al primer instante.
«En esta circunstancia, el señor De Raousset mostró su habilidad; develando a los jefes de sección todos sus planes, haciendo reflejar en sus ojos las consecuencias naturales de una victoria, la adhesión de un gran número de mexicanos, la independencia de Sonora, llegó a apoderarse de sus imaginaciones, a hacerles olvidar por un rato las minas de Arizona, de las que Blanco hacía impedir la explotación, a incendiar todo el coraje y halagar todas las ambiciones. He aquí lo que él mismo escribe:
«Desde hace seis semanas, acampamos en medio de las ruinas de una antigua misión llamada El Sáric; las bóvedas de la iglesia, bella en otro tiempo, yacen sobre el suelo; vastos edificios acaban de hundirse alrededor de las murallas destripadas. A donde uno se dirija, al norte o al sur de estas ruinas, inmensas planicies, valles rellenados de verdor, circulan alrededor de las montañas... Las rocas revelan por todas partes a las miradas maravilladas el oro, la plata, el cobre, el hierro, el mercurio, mezclados con mármol. Un arroyo ligero baña el suelo con sus aguas siempre frescas. Peces deliciosos abundan allí, y, de vez en cuando, los accidentes del terreno producen diminutos lagos azules y profundos donde vienen a beber los ciervos. Al borde de estas bellas aguas, fresnos, plátanos, álamos anchos iguales a los álamos de Italia, mezclan amorosamente sus follajes...
«Nuestro campamento es curioso a la vista. Mis hombres pusieron en ejecución toda su industria. En unas cuantas horas, salas de verdor, barracas de toda forma se elevaron como por magia. Por delante de mi tienda me construyeron un verdadero salón con ramas de álamos. Veinte personas por lo menos podrían habitarlo. Bajo este follaje el sol no puede penetrar, eternas brisas de este bello país me hacen de de mi palacio agreste un paraíso... Estoy seguro de que extrañaré Sáric...
«Nuestra situación empeora: la hostilidad se hace más viva. Es amenazadora. Nuestros hombres se preparan para una marcha de ochenta leguas, la prudencia me obliga a esconderte a cuál destinación. Arreglamos con un gusto más o menos fantástico nuestros poéticos andrajos. A falta de zapatos, producimos sandalias. ¡Para montar nuestras dos piezas de cañón, forjamos hasta el clavo más pequeño! Talleres de carreteros, de herreros, de guarnicioneros, de fundidores, de zapateros, todo esto se improvisó en los cuarteles improvisados. ¡Las sombras de los monjes muertos debieron asombrarse bien en sus pequeños féretros!
«No puedo repetirlo demasiado: mis franceses se mostraron magníficos en esta lucha de la industria contra el desierto, de la paciencia contra mil dificultades, contra improvistos llenos de irritación. El espíritu de la compañía es excelente; nos vamos, según toda apariencia, dentro de siete u ocho días.»


A una carta del gobernador responde así:

«Señor gobernador: 
«Jamás se nos había dicho ni escrito nada sobre las condiciones que el general nos impone  y nos levante como una barrera frente a nosotros. Yo podría añadir que habría sido fácil proponérnoslas en Guaymas, o incluso en Hermosillo. ¿Había que esperar tres meses a que estuviéramos a punto de  terminar nuestro viaje para ponernos en entre esas propuestas inaceptables y un reembarco?
«Usted lo ve, señor gobernador, las pruebas abundan. Las condiciones que se nos ponen tienden a un objetivo inicuo: expulsarnos de Sonora.
«¿Y por qué?
«Es imposible que me haga ilusiones más tiempo. Hemos sido sacrificados, nosotros y nuestros derechos adquiridos, los de la compañía que nos envía y los intereses públicos mismos, a la avidez personal de unos cuantos hombres poderosos.
«Lejos de darnos ayuda y protección, se ha hecho todo para entorpecernos o desanimarnos. Fingen que entienden mal nuestras intenciones, levantan malentendidos sobre las cosas más claras, y todavía nos que preguntan si debemos o no quedarnos en el país.
«¡Nuestras intenciones!
«¿Las cartas mismas del señor ministro de Francia al señor comandante general, al señor Aguilar, al señor Calvo, no bastan, pues?
«No hablemos de mis declaraciones personales, borremos el tratado hecho con la compañía Restauradora: olvidemos todas las pruebas de sumisión, de buena voluntad, de devoción a este país, dadas por mis compañeros durante noventa y seis días; pero las declaraciones oficiales emanadas del representante de la nación francesa, declaraciones tan francas, tan noblemente inspiradas, tan cálidamente escritas, estas son las cosas que se dejan de lado sin que el sentido común público no las levante y diga "¡la verdad está ahí!" Estas son las informaciones, las declaraciones que usted me pide.
«La inmigración francesa en Sonora era esperada como un beneficio por las poblaciones de este país; fue aprobada por el gobierno central, por el señor Blanco, por ustedes, por todos.
«Es entonces cuando vino la primera expedición, conducida por señor de Pindray: la recibieron con entusiasmo, le dieron sus debidas tierras, sus subsidios, y... no le pidieron renegar su nacionalidad; lo dejaron libre, lo respetaron.
«Pero en ese entonces no estaba en cuestión la mina de Arizona, su plata, el vasto monopolio que se puede establecer de ella en la Sierra. La compañía Barón, finalmente, todavía no había formado la liga poderosa con cada nombre conocido en todo Sonora.
«¡Y llegamos nosotros! pero, por una fatalidad imprevista, llegamos aquí para tomar posesión legalmente, en virtud del derecho y de las leyes, del mineral de Arizona concedido a la Compañía Restauradora, de las que la compañía Barón se quiere apoderar, en desprecio a toda justicia, bajo la protección de las armas del comandante general mismo.
«Así como no dimos ningún lugar a quejas después de noventa y seis días de prueba, no pueden decirnos "Salgan de este país", pero cada llegada algo nuevo, una traba imprevista, una preocupación, una exigencia intolerable. Cada día finalmente nos hacen dar un paso atrás hacia el desaliento y hacia la jubilación voluntaria.
«No me engaño más, señor gobernador, no quiero prestar más tiempo a una comedia que haría que se me creyera débil. Pido solo al sentido común público un apoyo, una protección y una simpatía que las autoridades nos niegan.
«Vivimos en un siglo en que la verdad perfora todos los velos, y triunfa en el tiempo y en el espacio. La opinión pública no es solo la de un país, abraza a todo mundo. Poseo bastantes documentos, piezas y correspondencias auténticas, para dar a conocer nuestra expedición en Sonora.
«Es a este tribunal supremo al que pienso apelar.
«Tengo el honor, etc...
«Conde de Raousset-Boulbon.»

No es el lugar de exclamar como ingenuos «¡Dios mío, el señor De Raousset era demasiado digno como para prodigar una prosa tan bella a todos estos sinvergüenzas!... Viene al caso decir: Margaritas ante porcos!...»

Inútil es decir que el coronel Gimenez le escribía sin cesar de Arizpe a nuestro amigo, para hacerle ceder, para seducirle o para intimidarle; Blanco incluso llegó a intentar corromper a algunos de sus oficiales. ¡Esfuerzos vanos! estas maniobras viles solo encendieron la indignación de nuestros compatriotas. El señor De Raousset se contentó con responder como sigue a todas estas comunicaciones:
«Mi carta, usted dice, me convierte en insurrecto; el buen juicio del pueblo me juzgará de otro modo.
«¿Son las palabras de un hombre libre cosa tan rara en los oídos de sus comandantes generales que no pueden oírlas sin pensar en una revuelta?
«Le Basta al comandante general haber recibido la carta de la que usted habla, para que me envíe, por la intervención de usted, la amenaza de tratarme de pirata.
«¡Un pirata! ¡porque me habré negado a renunciar a mi nacionalidad por el derecho dudoso de ir a Arizona por unos puñados de dinero! ¡Un pirata! ¡porque me niego a hacer de mis compañeros soldados sin saldo, sin trajes, y sometidos a bastonazos!
«¡Le pesa muy poco a mi conciencia esta amenaza y mi resolución poco se asombra!
«Usted le asume a mi resistencia ideas y proyectos que no tengo en absoluto en este país. Me adjudica ilusiones que no tengo. Puede que el general Blanco pueda aniquilarme en un abrir y cerrar de ojos; sin embargo, coronel, los hombres a quienes tengo el honor de mandar no se intimidan fácilmente: amenazarlos es fortalecer la resistencia. 
«Conde de Raousset-Boulbon.» 
«Cuando un hombre, investido de un poder y de una responsabilidad como los del comandante general, osa imponer condiciones semejantes; cuando después de haber oído las observaciones de alguien tan serio como el señor Garnier, mi apoderado, y aquellas que usted debió haberle enviado igualmente; cuando un hombre de su estatura se determina a escribir y a públicas decisiones como estas, nadie puede suponer que este hombre está actuando con ligereza.
«Es, pues, de esta manera tan formal que el señor comandante general me manda a Arizpe con la decisión de exigirme que renuncie a mi nacionalidad o que deje Sonora.
“Pero ¿por quiénes, pues, por qué especie de gente sin corazón, sin memoria, sin sentimiento alguno de la patria, toma el señor general Blanco a mis compañeros? ¿por quiénes los toma usted mismo, cuando me transmite tales proposiciones? Cuando incitó al señor Lenoir a relevarme del mando, ¿lo consideró usted más dispuesto que yo al sacrificio de su nacionalidad? ¿No comprende que si yo fuera tan débil como para abdicar mi patria bajo el golpe de cualquier una amenaza, ningún hombre me seguiría en esta vía vergonzosa?
«¿Cómo puede caber en el espíritu de un hombre razonable que mi entrevista con el general Blanco puede resolver una cuestión tan insoluble?
«Sepan bien también esto, coronel, y que todos lo sepan: ni la fuerza, ni la intimidación, ni el interés me harán olvidar lo que me debo a mí mismo. Mi fortuna y mi vida no son nada para mí, absolutamente nada allí donde mi honor está puesto en tela de juicio.
«El señor comandante general de Sonora ha puesto en duda mi honor.
«¡Si él tuviera cien veces más fuerzas de las que posee, o si estas fuerzas fueran cien veces más temibles de lo que son, no me haría retroceder un solo paso, pues no puedo retroceder sin abdicar vilmente mi derecho y sin envilecerme! 
«De Raousset-Boulbon.»

Las cosas se embrollaban tanto en una parte como en la otra, y nos preparábamos para la guerra. Los mexicanos se habían familiarizado con esta idea desde hace tiempo, y todas las hipócritas intervenciones del ilustre Giménez tenían como objetivo solo inducir a los franceses en el error y hacerles perder tiempo. Entonces, aunque un poco tarde, el señor De Raousset comenzó a hacer un poco de política y diplomacia. Procuró reunir un número de rancheros arruinados por las incursiones de los apaches y por las divisiones intestinas de Sonora; hilo brillar en sus ojos la magnitud de las ventajas que podrían encontrar detrás la bandera sobre la cual él transcribiría estas palabras: ¡INDEPENDENCIA DE SONORA!

No pudiendo tocar el importe de una carta de aviso de 10 000 piastras, tomó solo lo que era necesario para su tropa, y pagó en bonos reembolsables por la Restauradora y el gobierno mexicano. Al menos esto es lo que nos revela unas las reseñas que consultamos. Gaston se apoderó de un convoy de trece mulas cargadas de víveres de los soldados de Blanco, y el 21 del mismo mes envió a sus compañeros la bandera sobre la cual estaba la inscripción que citamos antes.
El general Blanco acabó por enviarles, muy inútilmente, a los cocospereños, la nota siguiente:

«Brigada Blanco. 
«Supe que muchos franceses siguen unidos al conde de Raousset-Boulbon porque este los engañó diciéndoles que las autoridades les persiguen y que no debían esperar de ellas, ni del generoso pueblo mexicano ninguna especie de recurso para suplir sus necesidades; con el fin de destruir esta calumnia, usted dará a conocer a todos los franceses que el comandante general protege y da su apoyo a quienquiera de ellos que quiera separarse de la compañía del rebelde Raousset y protese obedecer las leyes y las autoridades del país; que se les avise que no se lo perseguirá en absoluto y que gozarán de las garantías concedidas a todo extranjero; pero al mismo tiempo hágales saber que los que sigan al señor De Raousset  y hagan uso de las armas en contra de la República, serán considerados como fuera de la ley, y serán infaliblemente castigados.
«Dios y libertad.
«Ures, 11 de octubre de 1852.
«Miguel Blanco, general en jefe.»

La gente de la región parecía aliarse sinceramente a las ideas de insurrección y de independencia de la que se les exponían. Prometían levantar sus pueblos y marchar sobre las tres capitales de Sonora en caso de que los franceses fueran vencedores. el día 23, Gaston pasó por la ciudad de Hermosillo. Los franceses llegaron a Magdalena en el momento en el que celebraba la fiesta anual de esta localidad, fiesta muy importante para los habitantes de Sonora septentrional, y que dura varios días. Descansaron allí un poco, hablaron de la independencia a centenares de rancheros que respondían a sus nuevos amigos más o menos sinceramente, pero con un invariable "sí señor". Bailaron con las señoritas, probaron el mezcal de la región, y se vieron en el momento de ser sorprendidos por una tropa enemiga. Si ellos no cayeron en esta emboscada, fue gracias al cura de Magdalena, un hombre de un mérito poco común, y que ganó las simpatías al señor De Raousset. Se arrestó a dos o tres espías que vendrían seguidos de ejecutores, y las fiestas continuaron. Casi todas las mujeres estaban a favor de los franceses y de la independencia. Ellas trataban abiertamente con los piratas, y no se iban de su lado. Más tarde, en San Francisco, Gaston nos hablaba frecuentemente de esta época de su campaña sonorense; narrador inteligente y gracioso, él sabía animar algunas veces lo que la historia podría tener de demasiado serio con alguna anécdota que sonaba un poco novelesca, pero que no dejaba de tener su encanto. Cuando le preguntamos si era Antonia, la hija del prefecto de Altar, la mexicana de cabellos rubios, quien lo había retenido tanto tiempo en Magdalena, él negaba, sonriendo, tal debilidad, y nos demostraba la necesidad de hacerse de antemano partidarios entre los habitantes principales del norte de Sonora; también la de tener en la incertidumbre al general Blanco sobre el camino que se pensaba seguir, porque el punto triple de intersección de los caminos de Ures, de Arizpe y de Hermosillo, ciudades situadas a distancias casi iguales de Magdalena, hacía que el general Blanco, siempre en guardia, esperara un movimiento de su adversario para saber hacia donde debía echar su ejército de milicias, de indios y de regulares. He aquí un extracto de una carta del señor De Raousset a uno de sus amigos, el conde E. de M..., una carta ya publicada en la biografía de la que ya hablamos antes:

«¡Y, luego, tantas cosas me preocupan, tantos diversos cuidados me obligan a una agria y persistente actividad cada instante! ¡Atención! Pocos hombres hay en estado de secundarme; ningúno capaz de reemplazarme. — Doscientos cincuenta aventureros a comandar, mitad héroes, mitad bandidos, que, semejantes a los ciervos de Van-Àmburg, obedecen solo a la voz conocida.
«Obligado a correr a través de los espacios interminables que separan a estas poblaciones escasas, hoy, para ir a recalentar el entusiasmo de la revolución nacional en un pueblo a treinta o cuarenta leguas de mi campo, mañana perseguir a los indios, ¡luego, en la tarde, montar a caballo, recorrer quince leguas de desierto, para ir a desatar las trenzas rubias de una mexicana enamorada!... Porque, en Sonora, amigo (y es una de las excelencias de esta tierra bendita por el sol), encontramos hasta mujeres rubias entre estos grupos de bellas carnes bronceadas, de hombros redondeados, de pies nerviosos, de miradas negras y cabellos teñido en las aguas de Estigia.
«Las mujeres de Sonora son bellas, buenas y espirituales. La raza se concentró en ellas. Todo lo que había de caballeresco en el carácter español en el tiempo inmortal de Cortés se conservó en ellas; solo ellas conservaron la tradición noble que uno buscaría en vano entre los hombres.
«Pocos días después de que el gobierno de Sonora me hubiera declarado rebelde y pirata; en el mismo momento cuando fui puesto fuera de la ley, cuando cualquier individuo tenía el derecho de matarme como a un perro rabioso y a gran mérito de la patria, se encontraba en estas fiestas de Magdalena, las que reúnen a la élite del país, una grande y bella muchacha, llamada soña María Antonia... Ella pertenece a una familia considerable; su padre, que es una de las autoridades principales del país, está, necesariamente, entre mis enemigos. Se hablaba de mí. Alguien me atacó; ella tomó mi defensa. Su tía, una vieja dama de mucho espíritu, le dijo bastante seriamente —«¿acaso estás enamorada del jefe de los piratas?» Mi querido Edme, Antonia se levantó sin vacilación, se cubrió con su rebozo, y con la sangre más fría dijo: —"¡sí, estoy enamorada del que ustedes llaman pirata! ¡En esta hora de maldición para Sonora hay solo un hombre que piensa en salvarla realmente de su ruina!, ¡y es el conde! ¡Si los hombres de este país no fueran todos cobardes, tomarían las armas como él para sacudir el yugo de México! ¡Sí, quiero al conde, y lo quiero con amor!"
Antonia, mi querido Edme, es alta, bella y rubia. Ella estaba allí, en medio de sus morenas compañeras, como una rosa en un ramo de tulipanes negros.
«Ayer, a la vista de cinco o seis mil personas, Antonia vino a mi campamento, a mi tienda.
«No te cuento esto para satisfacer la fatuidad común de los animales de nuestra especie, sino con el fin de darte a juzgar lo que valen las mujeres en Sonora, y si tengo razón o no de creer que exista apoyo para mí en el país.»

Los habitantes del norte no levantaron a uno solo de sus hombres para Blanco. Gándara mismo no se movió. Blanco hizo un gran alboroto en las prefecturas del sur; todo hombre sano era enlistado; adiestraba a estas tropas al manejo de las armas; montaba cañones sobre sus soportes; fabricaban cartuchos. Las tropas mexicanas creían sinceramente que la Compañía francesa era pan comido. Cuando llegó esta última cerca de Hermosillo, vió sobre el camino los rastros todavía frescos de las tropas abigarradas del general mexicano, el cual acababa de echarse con prisa sobre la ciudad. El prefecto Navarro envió a los franceses dos delegados, encargados de ofrecer una suma de dinero; eran los señores Camou, negociante, nuestro compatriota, y Ortiz, juez, gran devoto de Cubillas. Gaston se mostró, en esta circunstancia, tan firme como inteligente; él despreciaba ya demasiado a sus adversarios como para negociar con ellos; él sacó su reloj y les dijo:

«Son las ocho; dentro de dos horas yo atacaré la ciudad; a las once seré su dueño; vaya a decirle esto a su prefecto.» Y les dio la espalda.

A la hora fijada, marcharon sobre la ciudad rodeada de paredes y de jardines en terrazas. La columna francesa desembocó en un puente que sirve para cruzar un foso ancho y profundo; la cabeza de este puente era defendida por un puesto enemigo de avanzada; los mexicanos se habían fortificado en una casa aislada, desde donde podían dirigir un fuego que llovía sobre nuestros compatriotas; pero la furia francesa los desalojó muy rápidamente. Con gritos de "Vive la France!" la pequeña tropa replicó a los primeros disparos del enemigo por una descarga general, luego se desplegó en una línea de hostigadores que se lanzaron a paso de carga y combatieron con armas blancas. La casa de la que hablamos fue atacada por detrás; aprovechándose de una escalera que los mexicanos habían tenido la imprudencia de olvidar, los franceses subieron sobre la terraza e hicieron presos a todos los que todavía estaban allí, entre otros al oficial Borunda, que fue más tarde el defensor del señor De Raousset. 


Los vencedores, mezclando alegremente la broma a la metralla, decían a sus presos: «Gracias por la escalera.» Durante este tiempo, otros franceses, derribando atrevidamente al enemigo, habían podido penetrar en la ciudad y comenzar una guerra no de matorrales, sino de ventanas, de tragaluces, de paredes y de terrazas. Sus dos pequeñas piezas de artillería barrían las calles principales.
Obligado a replegarse por todas las direcciones, el general escogió La Alameda, un parque público, como el lugar más propicio para la concentración de sus tropas y la prolongación de la resistencia; su artillería, colocada en el centro, y apuntada hacia todas las avenidas, volvió los accesos bastante peligrosos; se le dio orden a la pequeña caballería francesa de volar a Alameda, y de cargar allí a los cinco o seiscientos mexicanos que intentaban reunirse allí.

El señor O. de Lachapelle fue al galope, y llegó primero frente a este batallón de regulares, y se quedó solo allí unos instantes, expuesto a la mira de todas las balas que silbaban cerca de sus orejas. Pronto se le reunió el resto de la caballería y el oficial Lenoir, que le dijo: “¡Eh! ¿pero, que haces allí? —«Te estoy esperando», respondió el jefe de los cocospereños, con el aire más simple y tranquilo del mundo*.

Este episodio fue escrito divinamente por el señor De Raousset en un relato de su primera campaña, y nos hizo su lectura en otro tiempo en San Francisco. Si no podemos reproducir sus propios términos, y otras notas interesantes, lo debemos a la diligencia con la cual, después de su muerte, enviamos de San Francisco a la Francia los papeles que habríamos podido guardar, con su permiso, y sobre los cuales todavía no hemos podido volver a poner la mano; además, estos papeles no contienen nada demasiado importante.

En un abrir y cerrar de ojos, la Alameda fue tomada. Los franceses eran dueños de Hermosillo. Los mexicanos huían por todas partes, así como los indios yaquis, sus dignos aliados, los cañones y las banderas cayeron entre nuestras manos. El general Blanco tomó al galope el camino de Ures. Sus pérdidas fueron sensibles, cerca de doscientos soldados muertos o heridos; las del conde lo eran también, si consideramos el pequeño número de hombres de quienes disponía; él contaba a diecisiete muertos y veintitrés heridos, entre los cuales varios eran oficiales. La muerte del señor Garnier, con la cual el señor De Raousset nos entretuvo más de una vez, se cuenta así en una reseña publicada en otro tiempo en La Revue de Paris.

«El señor Garnier había entrado el primero en una casa ocupada por mexicanos, y había sido herido mortalmente por dos golpes de bayoneta y un balazo. Gaston le hizo transportar a la más aristocrática casa de Hermosillo, de la que habían roto la puerta a cañonazos. Garnier sonrió al verse acostado en un mueble elegante.
«La víspera, durante la marcha, el señor Fayolle, que era un tenor encantador, había cantado la canción africana que comienza con estas palabras: 
"No creas que es el plomo el que mata.
¡Es el destino que nos hiere y nos hace morir!..." 
«—"¿Fayolle murió?" preguntó el señor Garnier con una voz débil.
«— "¡Sí, por desgracia!" ¡respondió Gaston, "¡pero me queda usted!"
«El moribundo sonrió una segunda vez, tocó con su dedo los agujeros de las balas que perforaban el redingote de su comandante, y, mirándolo largamente, dijo:
«No crea que es el plomo el que mata, es el destino...
«La muerte le impidió acabar.»

El señor De Raousset se había hecho abrir a cañonazos las puertas del hotel ocupado la víspera por la rica señora Marión Parra. Allí, reunió a toda su Compañía orgullosa de su victoria, él dice: «He prometido a nombre de ustedes, que aunque andemos sobre pilas de dinero y sobre sacos de onzas, no nos inclinaremos para recogerlos». Se hizo esa promesa y se mantuvo. Los franceses, casi desnudos, miraban con un ojo de desdén a los ciudadanos que huían la ciudad, llevándose con ellos sus objetos más preciosos.

Después de esta victoria, que tuvo una cierta resonancia en el mundo a causa de las consecuencias que parecía deber traer, el señor De Raousset se encontró tan aislado como antes; había enriquecido los anales franceses de un bello hecho de armas más, y ya. Los pueblos del norte no se movieron. Un consejo provisional y compuesto de los principales negociantes se había organizado para hacer frente a las circunstancias y entenderse con el señor De Raousset. Este consejo no tenía ninguna autoridad legal; Gaston envió, sin embargo, a algunos de sus miembros a Gándara, a quien la asamblea legislativa de Ures acababa de llamar en reemplazo del gobernador Cubillas. Gándara se contentó con ordenar al señor De Raousset que evacuara la ciudad. Así son las razas españolas, siempre y nunca vencidos. ¿Qué significaba la conquista sin el asentimiento del país?... Gaston pudo entonces ver claramente cual era su posición: bastante complicada; además, como todos sus compañeros, habiendo bebido agua de Sáric, padeció de una disentería que un error de su médico solo empeoró. Sus fuerzas físicas y morales se debilitaron rápido; las de la tropa, cuya alma era él, también sufrieron; esta es una razón seria, así que no podemos culparlo demasiado por haber hecho sonar la retirada y así convertir su victoria en algo estéril. El plan contrario lo obligaba a reinar por el terror o por la astucia, a mantenerse en Hermosillo, a mantener allí un sitio lo suficientemente largo como para que los refuerzos tuvieran tiempo de llegar de San Francisco. Esta política era la mejor, pues su hecho de armas había provocado en California y en todo el resto de la Unión una sensación profunda, un entusiasmo indecible; si hubiera podido mantener su conquista, en poco tiempo habría visto cinco o seis mil voluntarios reunidos bajo su bandera; pero, casi tan pronto como la noticia de su victoria, llegó la de su retirada a Guaymas, y todo impulso fue paralizado. Con el fin de asegurarles una protección eficaz a sus heridos, a quienes él no podía transportar, Gaston le escribió a señora Aguilar y a las damas de Hermosillo para confiar a su protección benévola a sus pobres camaradas.

Presionado por los murmullos y las necesidades de su Compañía y con la promesa de Gándara de no ser interrumpido en su retirada, el señor De Raousset se dirigió del lado de Guaymas; lo cargaban en litera; estaba tan enfermo que casi no tenía control de sus facultades. En lugar de curarlo, su médico, por inadvertencia, como dijimos, lo había envenenado, pero no hicieron falta la ciencia y la devoción de un farmacéutico francés para traerlo de nuevo a la vida. En cuanto a nosotros, que conocemos el carácter mexicano y las maneras estos señores, la palabra inadvertencia nos parece curiosa; otros jefes ya habían sido envenenados por ciertas aguas o por la inadvertencia de alguien; lo que sigue lo prueba bien. Sin duda el señor de Pindray, también murió por inadvertencia. El pobre señor De Lachapelle, alcanzado ya por la disentería, la cual le causaría la muerte más tarde en San Francisco, viajaba en el coche del señor de Monteverde, viejo habitante de Hermosillo, rico a millones; este último era uno de los rehenes de la Compañía; durante el trayecto, él procuró seducir al señor De Lachapelle y le ofreció una suma considerable. —"¿por quién me toma?" le respondió el señor De Lachapelle, que era el honor y la probidad personificadas, y al cual, mientras tanto, se le robaban su beliz, sus papeles y sus efectos personales, en uno de los vagones de la retaguardia.

Algunos críticos descontentos, siempre y a pesar de todo, censuraron las palabras que el señor De Raousset pronunció sobre la tumba de a quienes la muerte retenía para siempre en el cementerio de Hermosillo. He aquí estas palabras  tales como las informa un pequeño folleto publicado en México:
«¡Están muertos! Sobre ellos no nos volquemos en lágrimas. Su gloria negaría las lágrimas; sus padres, orgullosos de tales hijos, no les llorarán; ellos se regocijarán al contrario sabiendo que tuvieron una muerte tan gloriosa, etc.»
¿Qué tienen de duras o de crueles estas palabras?.... Hay que ponerse en los zapatos del señor De Raousset. ¿Hacía falta que él se lamentara como una vieja sobre aquellos a quienes había perdido, a riesgo de ablandar el valor de los supervivientes? En cuanto al reproche de no haber visitado frecuentemente a sus heridos, no olvidemos que él mismo estaba enfermo gravemente. Con el fin de mostrar hasta dónde puede ir nuestra imparcialidad, hasta hablando de un amigo, reconoceremos que en efecto, en dos o tres circunstancias capitales, el señor De Raousset mereció algunos de los reproches que le fueron hechos por individuos de una gran independencia de carácter. Él se mostraba algunas veces egoísta y duro, estos dos defectos comunes en los ambiciosos; pero si bien verdad que cuando las circunstancias se agravaban y su alma se encontraba solicitada por alternativas opuestas, su gran carácter se revelaba entonces de manera sublime.

Este hombre duro mostraba el deseo ardiente de darle una fortuna a cada uno de sus compañeros, este egoísta debía acabar por hacerse fusilar valientemente, por ofrecerse como una víctima expiatoria, por ser mártir, finalmente, de una idea que era la de beneficiar grandemente a sus compatriotas. He aquí cómo hay que juzgar a los hombres de este orden y de este remojo: si, de leones que son se transforman en tímidas ovejas; si, en lugar de andar atrevidamente y sin mirar hacia atrás hacia un fin considerable, se divierten intercambiando mil ternuras sentimentales a las que algunas naturalezas son tan aficionadas, no tendrían en absoluto entonces las facultades de mando de las que el señor De Raousset se jactaba con buena razón. Todo es relativo, y ciertos defectos son solo los síntomas infalibles de ciertas cualidades.

La Compañía se fue de Hermosillo el 26; el mismo día la ciudad fue militarmente ocupada por los mexicanos; la retirada fue solo una especie de desbandada acompañada de escaramuzas incesantes. Se detuvieron a tres leguas de Guaymas con la intención de entrar allá el día siguiente, por las buenas o por las malas. Hacia medianoche, dos negociantes vinieron a buscar a Gaston por parte del general para ofrecerle un armisticio de cuarenta y ocho horas; la oferta fue aceptada. El día siguiente el señor De Raousset se fue al campamento del general Blanco sin consultar a la Compañía, que pareció bastante preocupada por este modo de actuar. A las observaciones de algunos de los suyos, habría respondido: «Soy libre de ir donde me parezca, y hasta de volarme los sesos, si me parece.» Él rechazó ser acompañado de su caballería y pidió una escolta mexicana; el general Blanco se apresuró a enviarle un grupo de treinta hombres; a su llegada al campamento mexicano, fue recibido con los honores debidos a un comandante en jefe.

Veremos por lo que sigue que el coraje, la confianza, la salud, la disciplina, todo se había desvanecido al mismo tiempo. Gaston, sintiendo empeorarse su enfermedad, se quedó en el campamento mexicano; la Compañía, en la desorganización en la cual el señor Calvo trabajaba arduamente en secreto, le envió representantes que él no pudo o no quiso recibir. Dos delegados de parte de la tropa francesa, los señores M. y R., negociaron, entonces, con el general Blanco, quien los hizo volver con una suma de 11 000 dólares, con la cual una centena de ellos pudo rentar el barco Alerta, y volver a San Francisco. La disolución de la Compañía era un hecho consumado. Las notas publicadas en aquella época por el Trait d'Union y el Siglo Diecinueve están lejos de ser exactas.

El señor De Raousset se fue a Mazatlán, donde estuvo mucho tiempo en convalecencia. Recibió allí al señor Dillon, cónsul de Francia en San Francisco, una carta de la que extraemos las líneas siguientes:
«Si su intención es empezar de nuevo, como no lo dudo, vuelva aquí lo más pronto posible; veremos juntos cómo volver a montar este asunto.»
Se sabe que Dillon, cónsul capaz e iluminado  en muchos aspectos, tenía la desgracia de mezclarse en absolutamente todo, y que su intervención perpetua en los asuntos, grandes y pequeños, de unos y de otros, le suscitó más de una confusión y le causó más de un disgusto. Él se movía sin cesar, ya sea a favor de sus aliados, ya sea contra sus enemigos. Tenía tiempo de participar en vastas empresas, más o menos difíciles, y de atender los pequeños asuntos de sus connacionales.

Nos gusta creer que ha estado inspirado más a menudo por buenas intenciones, pero no era poco frecuentemente que se levantaran contra él flujos de odio y de cólera. La abstención, para todo lo que se trataba directamente de su competencia consular, habría sido más ventajosa para él y más meritoria en los ojos del gobierno francés. 

El cónsul estaba lejos de siempre estar de acuerdo con el señor De Raousset, de quien, según su doctrina general a propósito de los hombres, quería servirse solo como de un instrumento; y no olvidamos ciertas escenas violentas, en las cuales el vencedor de Hermosillo se enfurecía, enumerando sus quejas; pero hay que comprender nuestra confusión hablando de estas circunstancias pasadas: no está en nuestro carácter hacer demasiado ruido alrededor de sus tumbas. Es, sin embargo, nuestro deber indicar por lo menos ciertas particularidades de esta historia.




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* Hay quienes pueden sorprenderse de que haga una o dos menciones halagadoras a favor de un pariente mío que ya no está entre nosotros, y las pueden considerar prueba de falta de tacto o de imparcialidad. Por mi parte digo que, como pariente, tengo derecho de hacerlas; como historiador, es mi deber. (El autor).


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