lundi 20 février 2012

EL CONDE DE RAOUSSET-BOULBON Y LA EXPEDICIÓN DE SONORA, CAPÍTULO X



X



Incitamos al lector a seguir muy atentamente la continuación de esta historia; preferimos cederle toda iniciativa en esta circunstancia, es decir, dejar al lector ser dueño de sus propias reflexiones. Tenemos que contar, para acabar, cosas muy tristes y muy bellas al mismo tiempo; no vamos demasiado lejos al decir que ellas forman parte, por así decirlo, de la historia de Francia.

Gaston descendió, en pantuflas, vestido a medias, hacia la una de la mañana, a casa de nuestro amigo común, el capitán Pannetrat; con su gorra y su barba inculta, parecía un verdadero náufrago. Al cabo de unas horas, su metamorfosis estaba completa; un poco de champán, la ropa limpia, etc., etc., ayudaron mucho a hacerle olvidar el naufragio en la isla Santa Margarita. Pasamos toda la noche en conferencia. Desde la mañana, el señor De Raousset pudo ver de frente al general Yáñez que, al otro lado de la calle, asestaba un catalejo contra la casa de Pannetrat; él ya sabía a qué atenerse.

La situación del batallón francés no era de las más tranquilizadoras; apenas podíamos contar con poco más de la mitad de los hombres. Riñas habían venido a enturbiar más de una vez la armonía entre los franceses y los soldados mexicanos. La embriaguez de una y otra parte estaba de seguro involucrada. Cuando no era el mezcal, era alguna señorita; los fermentos de la discordia eran demasiado reales y demasiado numerosos. Dos sinvergüenzas del batallón se habían muchas veces descuidado las costumbres y las creencias de aquellos entre quienes vivían. De su lado, los soldados y oficiales mexicanos, animados de este odio indecible y feroz que la sangre española siempre alimentó contra el extranjero, buscaban pelear a cada instante. Era necesario restablecer el orden lo más prontamente posible. Tenemos entre las manos dos cuadernos llenos de los órdenes del día sobre la dirección del batallón francés, órdenes del día emanados de sus dignos oficiales durante estas varias semanas de espera. No los reproduciremos, primero porque agregar esto a una ya larga historia podría cansar al lector y develar infamias que es bueno dejar en la sombra. ¡Pero qué muchos desórdenes, inepcias y tonterías en un grupo tan pequeño de hombres!... Sobra decir que había también buenos oficiales, voluntarios valientes, que hacían todos sus esfuerzos, más a menudo sin éxito, para remediar tal estado de cosas; también hacen ellos, en esta historia, un contraste afortunado que queremos a comprobar.

Gaston concibió inmediatamente la idea bastante intrépida de ir a ver al general Yaûez, de separarle de Santa Anna, de reunirle a la causa de Álvarez, que acababa de pronunciarse, y de ofrecerle las carabinas mojadas y enmohecidas de las que estaba encargada la Belle. A esta idea no le faltaba su mérito; habría hecho falta solamente que los emisarios portadores de instrucciones, venidos la víspera, no hubieran sido arrestados y despojados. ¡He aquí que, pues, todavía, este señor De Raousset, valiente, armado de franqueza y de lealtad, empezó negociaciones diplomáticas con un general mexicano!... La conferencia duró dos horas. Yáñez se reservó mucho, declaró que si tomara las susodichas carabinas le reembolsaría el precio de compra, etc. Hubo gran cortesía de ambas partes, pero cuando nos separamos, la cuestión seguía en el aire; más o menos como tantas muchas otras cuestiones que la política hace eternas para dicha de los periódicos.

Las situaciones fueron mal definidas, los intereses opuestos: de un lado procurábamos seducir con una gran exhibición de franqueza; del otro lado hacíamos el papel de Tartufo.

Algunos oficiales mexicanos vieron la llegada del señor De Raousset con una repugnancia mal disfrazada; un pequeño número de ellos se mostraban satisfechos, al contrario, hasta el punto de que un día que el señor De Raousset pasaba por la plaza pública, varios oficiales se pusieron de pie y lo saludaron con respeto. Otra vez que él pasaba delante del cuartel general mexicano, el oficial de servicio los hizo salir del puesto y presentar las armas. Esta acogida favorable junto a informes erróneos hicieron que el señor De Raousset cayera en falsas ilusiones que no podían ser de larga duración.

Su presencia en Guaymas causaba una cierta agitation que pronto fue explotada por negociantes que únicamente aprovechaban el estado de anarquía del país. Por otro lado, el gobernador parecía tomar medidas inusitadas; patrullas numerosas recorrían las calles de la ciudad noche y día; los puestos fueron doblados por todas partes. Esperábamos de un día a otro cuerpos de tropas regulares expedidas de Ures, de Arizpe y de Hermosillo, así como bandas de indios. La guardia nacional era armada sin cesar; emisarios recorrían Sonora en todas direcciones para convocar los refuerzos necesarios.

Previendo un conflicto, el gobernador tomó sus medidas; pero, como un verdadero diplomático, él halagaba con habilidad el carácter de los franceses; visitaba a los voluntarios del batallón, escuchaba sus reclamos, les hacía prometer que estarían muy tranquilo, les aseguraba que nada se tramaba contra ellos; los hacía perder, en una palabra, el beneficio de las circunstancias, el inmenso beneficio en la mayoría de los asuntos de este mundo.

Las riñas no continuaban menos; unos franceses que asistían a la fiesta del viejo Guaymas habían sido maltratados indignamente. Otro voluntario había sido apuñalado por un mexicano. La gente que se encargaba del pan fue atacada de improviso; se intercambiaron disparos... El horizonte se ensombrecía. El gobernador, alarmado, habiéndose ido en seguida al cuartel, fue recibido allá por el conde de Raousset y el señor Desmarais, comandante del batallón francés, con todos los honores debidos a su rango. El general Yáñez, a quien se alabó demasiado después, arengó calurosamente a los franceses, deprecó la conducta de los mexicanos provocadores y se hizo indirectamente su abogado, culpando sus excesos a la embriaguez, y prometió, sin embargo, actuar con rigor y con severidad contra ellos. Es lo que se llama saber ganar tiempo, con el fin de jugar mejor su partida. Nuestros demasiado crédulos compatriotas dijeron ¡vivas! sin número a favor del ilustre Yáñez, y hasta lo escoltaron hasta su cuartel general, y fueron desengañados apenas el día siguiente, cuando vieron a los bribones que Yáñez había prometido castigar, paseando por todas partes y desfilar insolentemente en las calles. Mientras tanto se continuaban desarmando los fuertes y el arsenal; convoys de municiones llegaban sin cesar al cuartel general; se estacionó allí un gran número de piezas de artillería. Se tramaba evidentemente algo. Desde hacía unos días, Gaston se encontraba asediado regularmente cada tarde por dos individuos de quienes tenemos que decir unas palabras.

El primero era uno llamado Young, que, después de haber sido condenado por robo en Mazatlán, estaba retirado en Guaymas; durante sus visitas al señor De Raousset, estaba habitualmente acompañado por el doctor C... A la salida de estas conferencias, se iba invariablemente por un camino desviado hacia donde el gobernador Yáñez... Adivinamos por qué... Vimos más tarde a este espía, en San Francisco, en las oficinas del Messager y procuró, en vano, influir en su redacción; él tenía, fácilmente, la cara más patibularia que se pueda imaginar. Young tenía como cómplice a uno de los miembros de una de las familias más ricas de Álamos, recientemente condenado por el robo de un collar de perlas. A partir de del 8, el día cuando cesaron las entrevistas entre el señor De Raousset y el general Yáñez, estos dos individuos, que se encargaron bien de nunca encontraste juntos frente al señor De Raousset, lo visitaron alternativamente cada tarde para prometerle el apoyo de los oficiales de la guarnición, y el de los habitantes del interior. Así se encontraba engañado, traicionado, día a día, minuto por minuto, el pobre señor De Raousset. Probaré, si hace falta, que entre estos dos espías, el vicecónsul Calvo, y otros afiliados, reinaba un concierto diabólico del cual no develaremos su trama sin provocación directa. Todavía debemos mencionar el matiz bastante numeroso de estos semitraidores que, todavía no sabiendo sobre qué lado vendría a inclinarse la balanza, se preparaban para saludar salida del sol, cualquiera que pudiera ser su horizonte.

En este momento, los franceses, impacientes e indignados, redactaron la protesta siguiente, la cual enviaron al señor Calvo, vicecónsul de Francia, con la esperanza de que la tomara cuenta.

«Señor cónsul,

«En presencia de los acontecimientos lamentables que han ocurrido en la ciudad de Guaymas, el batallón francés, representado por sus oficiales, cree que debe enviarle la exposición de los hechos siguientes:«Llegados hace tres meses, con fe en promesas cuya realización se ha alejado de responder a nuestras intenciones, conservamos, en medio de una población prevenida contra nosotros, hostil tal vez, la calma, la firmeza, la dignidad y el primer deber de los franceses; nuestros votos habían de rendir por nuestra inteligencia, nuestro trabajo, al precio mismo de nuestra sangre, nuestro bienestar personal solidario con el bienestar del país. Unos cuantos malévolos, cegados por un egoísmo interesado, abrigados bajo apariencias falsas de patriotismo, se han dado, desde nuestra llegada, la misión de sembrar entre nosotros y la población semillas de odio y de discordia: amenazas, provocaciones directas, todo han hecho para procurar sacarnos de los límites de la moderación que nosotros nos hemos impuesto.

«Adivinando el fin de estos tenebrosos, nosotros nos contentamos con señalarlas a la atención de las autoridades superiores.«Bajo la presión del pánico que ellos se habían complacido en mantener después tanto tiempo, se dio lugar, la noche del 11 de julio, a una manifestación armada contra nosotros, una manifestación que las autoridades, por lo que sentimos que fue un error, parecieron autorizar por su presencia.

«Todo el día 11 las municiones que quedaban en el fuerte habían sido transportadas al cuartel general; órdenes especiales habían convocado a la guardia nacional en armas en este cuartel, que, unas horas más tarde, tenía consigo a las notabilidades comerciales y administrativas, así como a familias falazmente alarmadas.«A la vista de estos preparativos, de los que nosotros no comprendimos ni el fin ni el alcance, nos limitamos a tomar medidas de precaución para ponernos al amparo de un golpe que podría haberse intentado durante la noche.

«Esta mañana, 12 del mes corriente, los franceses, convencidos de una solución pacífica, se difundían como de costumbre y sin armas en la ciudad; unos miserables, soldados sin duda, se enfrentaron directamente contra nuestros desarmados nacionales, hirieron a tres; hizo falta toda la autoridad de los jefes para salvaguardar la vida de los agresores, que después fueron reclamados por la justicia del país.«Mientras tanto, Su Excelencia el gobernador general se transportaba sucesivamente a los cuarteles francés para visitar, de un lado, a los heridos, del otro, a los presos.

«Si nuestras intenciones habían sido aquellas que se nos son calumniosamente imputadas, nos habría sido fácil darnos garantías y retener entre nosotros al gobernador y el estado mayor que lo acompañaba. Tuvimos hasta el final confianza en la legalidad de nuestra causa y en las promesas verbales de las que se nos regalaba desde hace tanto tiempo. Dejamos que el gobernador se fuera libremente: unos minutos después, los individuos cuya malevolencia señalamos más alto, de manera traicionera, dispararon sobre franceses apacibles que pasaban por las calles.

«En presencia de los hechos susodichos y los peligros que pueden amenazarnos en el futuro, venimos a ponernos bajo la salvaguardia del pabellón nacional.«Le rogamos pues, señor Cónsul, para probar al gobierno francés que en medio de agresiones de toda naturaleza conservamos intacta nuestra reputación proverbial de honor y de lealtad, de asegurar por su firma la veracidad de los hechos señalados en el proceso verbal que mencionamos.

«En nombre de la equidad, le rogamos, le requerimos, de intervenir con las autoridades mexicanas para obtener todas las garantías que reclaman las dificultades de nuestra posición.

«El comandante del batallón,

L. Lebourgeois-Desmarais.

Loiseau, A. Bazajou, Martincourt, E. de Fleury,
S. Perret, Didier, Terral, F. Canton, E. Laval, A. Sueur

«P.S.: A la hora en que le enviamos este proceso verbal, sabemos que bandas armadas llegan, no sabemos bajo qué órdenes, e invaden la ciudad.»
El vicecónsul de Francia, sabiendo cuán verdaderos eran los hechos articulados en la pieza precedente, (aunque procuraban no obstante atenuar su alcance), no vaciló en escribir bajo las cuatro expediciones de esta protesta las líneas siguientes:
«Aseguro que el batallón francés, desde su llegada, se mostró fiel a las tradiciones de honor y de lealtad, y que nunca se vio culpable hasta este día de ninguna agresión hacia la población de Guaymas.
«12 de julio de 1854.
«El vicecónsul, Joseph Calvo.»

Las tropas del interior llegaban diariamente en despliegues más o menos considerables. Para el día 11. los espías de quienes hablamos tuvieron una conferencia muy larga con el señor De Raousset; insistieron mucho en un acto militar armado: estaban, sin duda, bajo el consejo de este Yáñez, a quien algunos franceses ingenuos después trataron de convertir en un héroe. Un francés que, desgraciadamente, gozaba de la confianza del conde, le dijo con vehemencia: «¡Eh! ¡Señor De Raousset, acuérdese de Hermosillo! ¿No es usted el mismo hombre de entonces?... » Solo eso hacía falta para ponerle fuego a la pólvora. Enviarle una interpelación tal a este hombre había de exaltar todos sus sentimientos de honor caballeresco que ya la ahogaban; esto había que tomarlo como su debilidad.

El día 12, todos los franceses se reunieron, y una discusión general comenzó. Había que comprometer la partida; ¿en qué se convertía entonces la obediencia pasiva y, por consiguiente, la fuerza directiva?Al abandonar las discusiones, al permitirle al jefe del batallón conservar el mando de un ejército cuya alma era realmente él, ¿qué buscaba, pues, Gaston? ¿Salvaguardar su responsabilidad?... Este cálculo no es admisible por demasiado inhábil, y sin embargo los hechos parecen indicarlo. De seguro Gaston no procuraba en absoluto ponerse a cubierto de las balas mexicanas que lo mataron; él temía tal vez más los reproches de sus compañeros en caso de fallar. Este exceso de delicadeza no era menos una defecto: nada hay más fuerte que las posturas francas y nítidas.

El señor De Raousset, habiendo reunido a los franceses, se expresó así:

«Mis amigos, hice mis pruebas, pienso, y aconsejando la prudencia, espero que nadie tome a mal el sentimiento al cual obedezco. Sí, somos amenazados, sí, vamos a ser atacados, no tengo más dudas al respecto que ustedes. Como ustedes, creo que lo arriesgamos todo si esperamos, pero sin embargo, todavía no tenemos derecho a dudar de la palabra del gobernador. Nombren una diputación, pídanle al gobernador rehenes como garantía moral, cañones como garantía material; pidan el desarme de estas bandas quiénes se amontonan alrededor de nosotros. ¡Nada más justo! ¡Si el gobernador se niega, es porque quiere la guerra! ¡Entonces!, ¡en ese caso, haremos la guerra! ¡Tendremos la victoria de Guaymas para como tuvimos la victoria de Hermosillo!»

La diputación fue nombrada; esta volvió una hora después; el general Yáñez se había negado a recibirla. Por orden de Gaston, el comandante Desmarais hizo formar el batallón en cuadrado. El señor De Raousset se puso en el centro y habló con vehemencia; les dijo a sus compañeros que no había que contar más con la vía de las conciliaciones, que había llegado el momento de elegir entre sufrir las exigencias de las autoridades sonorenses o de combatir, es decir, de vencer o de morir. Ellos todos exclamaron que querían combatir al instante.

Con el fin de no ser acusado más tarde de haber exaltado o forzado a sus compatriotas, Gaston cometió la imprudencia, según nosotros, de presentarles la alternativa de una derrota: «En ese caso», les dijo, «no tendrá derecho a jueces; escojan; no quiero en absoluto pesar por ustedes; les dejo totalmente libres de convertirse en soldados mexicanos, sometidos a garrotazos, o de combatir por libertad de Sonora, por el honor del nombre francés. ¡La hora de las vacilaciones se ha ido! ¿Qué quieren hacer?» Hubo solo un grito, y no necesitamos decir cuál.

Nos pusimos en marcha a gritos de: Vive la France!

Algunas voces se elevaron para invitar al señor De Raousset a tomar el mando como jefe. Nuestro desdichado amigo estaba hecho para ese puesto, y no sabemos todavía por qué no aceptó serlo al menos por cortesía. Él respondió así:

«¡No, mis amigos, no! Ustedes tienen a sus oficiales, los conocen, consérvenlos. No es el momento de aportar confusión a esta organización. ¡Unidad de mando, sumisión ciega a las órdenes del comandante! ¡Quiero ser entre ustedes como un voluntario más! Quiero el derecho de ser el primero en la vanguardia, en pleno peligro: ¡quien me siga estará seguro de ir más lejos!»

¡En realidad es increíble! ¿Todavía esperaba hacer creer en la realidad del reclutamiento mexicano? ¡ser solo un voluntario en un pequeño ejército del cual era la cabeza, el alma y la idea! Reconocemos humildemente que en esta circunstancia no lo comprendemos. Lamentamos mucho esta manera de comportarse, ya que el método contrario habría traído tal vez resultados muy diferentes. De lo que viene más tarde él escribiría: «¡El batallón tenía oficiales y un comandante y de quien debí respetar la susceptible incapacidad, e incluso dejarle el mando durante el combate!» Desde el momento en que él quemaba sus naves, el señor De Raousset debió quemarlas como dueño, no como subalterno; debió poner a un lado el singular alter ego del que se había servido hasta entonces, y actuar atrevida, abiertamente, su rol.

Antes de emprender el relato del combate, daremos la descripción siguiente de Guaymas, tal como la publicó en otro tiempo el doctor Pigné-Dupuytren en un pequeño folleto.

Esta ciudad está situada sobre el borde de una bella y vasta bahía, y forma más o menos un rectángulo, cuya dimensión más grande se dirige de Norte a Sur. La mitad del lado sudoeste es bañada por la bahía, y la mitad norte se apoya en jardines bastante numerosos, todos cercados de murallas de adobe de cinco a seis pies de elevación; el norte de la ciudad se acaba en el camino a Hermosillo, bordeado de obras de ladrillo y de adobe; el Este limita, en toda su extensión, por una montañas volcánicas muy elevadas, de cumbres irregulares en peñascos, que dominan toda la ciudad; en el Sur se encuentran el cementerio y la bahía. La ciudad está dividida en islotes por cuatro calles que van del Norte al Sur y son cortadas en ángulo recto por una serie de calles que va del Este al Oeste. Una de las cuatro calles longitudinales (segunda llegando de la bahía) es mucho más ancha que otras; en su parte Norte se encuentra el cuartel mexicano que forma un vasto paralelogramo, en el cual tres lados están ocupados por edificios, y el cuarto, el que mira hacia la montaña, es limitado por una pared de adobes de doce a quince pies de altura. El patio interior es grande; los tres lados, proveídos de edificaciones, son dominados por un tejadillo ancho que forma una galería; estos edificios tienen solo un piso bajo recubierto por un tejado llano que forma una terraza circunscrita por todas partes de una muralla o un pretil de dos a tres pies de elevación. Este cuartel está edificado en parte con adobes, en parte con ladrillos. En la misma calle, pero del lado opuesto al cuartel, más o menos a 200 metros de este, se encuentra el Hotel Sonora, que solo tiene un piso bajo, dividido en cuatro o cinco salas. Detrás, una galería domina la bahía; detrás de la galería se encuentra un pequeño patio que tiene una salida al muelle. A la extremidad sur de la ciudad, a poca distancia una de la otra, se encuentran dos cuarteles: uno ocupado por las compañías francesas números 1, 2 y 3, y el otro por la compañía número 4. Cerca de la extremidad sur, del lado oeste de la ciudad, se encuentra el fuerte, montículo rocoso, sin gran defensa, que domina el puerto y la ciudad, y que puede servir de almacén, pero que es completamente inútil para cualquier defensa o resistencia. Finalmente añadiré que todas las casas de la ciudad constan de solo un piso bajo y una terraza, la cual está siempre, como en los edificios citados, rodeada de una cerca de dos a tres pies de altura.

El batallón, dividido en cuatro compañías de setenta y cinco hombres cada una, salió del cuartel a las tres. Íbamos al combate sin ánimo. La fatiga, la emoción de los días precedentes, la privación de alimento y de sueño, el conocimiento de divisiones que sabíamos que existían entre los franceses mismos, todo contribuía a reducir la confianza de unos y a enfriar el ardor de otros. De cualquier modo no abrimos fuego sin una cierta vivacidad. La cuarta compañía debía ir a lo largo de la bahía y ocupar el Hotel Sonora; otros debían dirigirse del lado Este y marchar sobre el cuartel general mexicano. El enemigo abrió en seguida un fuego que llovía desde lo alto de las terrazas, mientras que su artillería barría la gran calle por donde se adelantaba la columna francesa más fuerte. El comandante Desmarais perdió la cabeza, en el momento de la primera descarga, pues se puso fuera de sí y no cumplió más su papel. Un desorden indecible resultó.... ¡He aquí los hombres!... Si Gaston hubiera sido el comandante oficial de esa columna, como lo era el alma, con su mirada, su valentía de león, habría incitado hasta al más cobarde, hasta al más traidor. Pero no fue en absoluto así. Algunos voluntarios combatieron con la valentía de la desesperación; otros huyeron sin escuchar la voz de sus jefes. La primera descarga de la artillería mexicana sembró el suelo de cadáveres franceses. El señor De Raousset, que luchaba con rabia, en medio de un granizo de balas, se vio pronto rodeado tan solo de una veintena de sus hombres. Con tan pocos auxiliares, desmontó sucesivamente casi toda la artillería mexicana. El general Yáñez mismo se echó entonces a servir una pieza de cañón. Esta audacia reanimó el coraje de sus soldados, y la lucha se hizo más ensañada que nunca. Gaston, lanzándose entonces hasta la pared del cuartel, hizo una llamada suprema a unos valientes que lo seguían, con el fin de dar el asalto. Era un momento decisivo; un esfuerzo, y nos llevábamos el cuartel general, es decir la victoria. ¡Alas!... ¡Dos o tres hombres solamente respondieron esta llamada!... Su sombrero estaba acribillado de balazos, su camisa roja perforada de dos heridas de bayoneta, y sin embargo su sangre no fluía, porque la muerte que él buscaba todavía no lo requería.

Mientras tanto, la cuarta división se había apoderado del Hotel Sonora y se mantenía allí mal que bien. Andando sobre el cuartel mexicano, el tercero se había dejado romper, y la mayoría de sus miembros, divididos en grupos de quince o veinte hombres, se había dispersado en diversas direcciones. Por todas partes había solo desorden y confusión. Por aquí había combate en exceso, coraje y lealtad; por allá debilidad o ineptitud; más lejos, cobardía y traición mal disfrazadas.

El señor De Raousset, viéndose casi solo, debió dejar su peligrosa posición y reunió los restos del batallón. Su cabeza desnuda, sus ojos húmedos de lágrimas que resplandecían de rabia. Guardaba silencio. Batiéndonos en retirada de calle en calle, acabamos por encontrarnos todavía un total de cincuenta a sesenta hombres. Oímos una descarga de fusilería bien nutrida del lado del Hotel Sonora. «Vayamos, mis amigos!» exclamó Gaston, «hagamos un esfuerzo más!... ¿Quién me sigue?...»

Apenas unas cuantas voces aisladas le respondieron. «No tenemos más cartuchos», dijeron unos... «Vayamos al consulado», dijeron otros. Esta última invitación fue sin duda del gusto de la mayoría, pues este rebaño de hombres desmoralizados tomó inmediatamente la dirección de la casa de quien el Messager designó después con el nombre de «el Hudson Lowe del Pacífico», nombre consagrado mil veces por la prensa de los Estados Unidos. ¡Se fueron a casa del señor Calvo! Gaston rompió su espada y siguió en silencio a sus compatriotas.

El señor Calvo declaró que protegería en su pabellón a todos los que abandonaran las armas, que él garantizaba salvarles la vida: esto sin reprochar ni hacer ninguna otra observación a los supervivientes del batallón.

Calvo tenía prisa de verlos desarmados; los que restaban todavía lo hacían temblar. Entonces, uno de nuestros amigos exclamó con una voz fuerte y distinta: «¿Y qué hay del señor De Raousset, nos garantiza su vida?» «¡Sí, sí!» ¿dijeron entonces un gran número de voluntarios, del señor De Raousset, nos garantiza salvar su vida?...» El señor Calvo pareció vacilar, pero, advertido por unos vecinos que le dijeron que el combate iba a empezar de nuevo, este hipócrita extendió la mano y con una voz muy nítida, muy clara, dijo: «¡El señor De Raousset también, también garantizo salvar su vida!»

Un triste silencio sucedió a esta declaración; la agitación se calmó poco a poco. Ciento cincuenta franceses se encontraban reunidos en el consulado; oíamos la descarga de fusilería del lado del Hotel de Sonora, eran los restos de la cuarta división que se replegaba poco a poco hacia el consulado, sobre el que habíamos enarbolado una bandera blanca; el resto de la división se había hecho masacrar en el hotel en cuestión.

El día estaba a punto de acabar, el fuego había cesado de todas partes; el cónsul se presentó en casa del gobernador, quien exigió la entrega inmediata entre sus manos de todas las armas depositadas en el consulado.

Las autoridades mexicanas se presentaron allá en seguida, se apoderaron de los franceses, los dividieron en dos categorías y los condujeron a prisión. Los oficiales fueron puestos aparte, numerosos puestos se establecieron en toda la ciudad. Los residentes franceses de Guaymas que no habían tomado ninguna parte al asunto, fueron igualmente arrestados y puestos en prisión.

Gaston se había acostado en una cama, todavía con las botas puestas, en una de las habitaciones del consulado. Contrariamente a lo que se ha dicho, no trató de huir, no echó una mirada del lado del mar; por otro lado, los que se habían quedado sobre la Belle habían izado prudentemente las velas en cuanto supieron de la derrota de sus compatriotas. Se fueron al norte del golfo, donde encontraron su tumba. Cuando fue invitado a huir, Gaston respondió así: «¡No tengo nada que temer, estoy bajo el cuidado de la bandera de Francia!»

El general Yañez, escoltado de todo su estado mayor, visitó las prisiones. Él se difundió en violentas invectivas contra los franceses, que guardaron un triste silencio.

El combate de Guaymas había durado más de tres horas. Treinta y tres franceses habían quedado sobre el campo de batalla; hubo más de cincuenta y nueve heridos. De los más de mil ochocientos mexicanos que participaron en la batalla, se encontraron treinta muertos y ciento veinte heridos.

El aislamiento en el cual se retenía al señor De Raousset mantenía vivas las aprensiones. Todo el mundo recordaba la promesa del cónsul de Francia; contábamos también con el discurso del general Yañez, más que con el del señor Calvo. Cuando al cabo de dieciocho días, se supo que el señor de Raousset sería traído frente al Consejo de Guerra, toda ilusión se perdió. si el señor Calvo hubiera visitado las prisiones, se le habría recordado su promesa a favor del señor De Raousset; ¡pero después el señor Calvo renegó audazmente su discurso! Es este el lugar de una cita que tomamos prestada de un serial publicado en otro tiempo por el doctor Pigné-Dupuytren en el Messager de San Francisco:

«A partir de este momento, señor cónsul, usted es visto por todos, hasta por los que todavía tienen por usted una cierta estima, como un hombre sin fe y sin honor. Su promesa fue tan pública, tan nítida, tan categórica, que todos los que la oyeron de su boca se han indignado de su retractación, la que cualificamos de infamia. Entonces, sepa, señor Calvo, que hay veinte personas listas para jurar delante de Dios que le oyeron decir: "Depongan sus armas, y les garantizo que salvarán la vida todos, y también el señor De Raousset." En cuanto a mí, que escribo estas líneas, juro sobre mi honor haberle oído decir esto; juro sobre mi honor también, que sin esta promesa, un buen número de mis compañeros habría vuelto al combate, y habríamos empezado de nuevo una lucha a muerte antes que consentir ver a alguno de los nuestros delante de los tribunales militares de México, porque sabíamos que esto era enviarlos a la muerte. Pero su promesa nos había desarmado; hoy usted lo niega. Ahora, esto puede ser muy político, muy diplomático, tal vez hasta el acto de un buen negociante; pero tenga la plena seguridad de que los hombres de buen corazón lo ven como un miserable.»

El señor Calvo, lejos de procurar que los franceses fueran alimentados convenientemente y tratados con compasión, se presentó en la enfermería solo una vez. No levantó la voz ante ninguna de las circunstancias penosas por las que tuvieron que pasar nuestros compatriotas. Estos últimos, divididos en escuadras, al día siguiente del combate, fueron llevados al cementerio, donde se les forzó a cavar anchas fosas. Ellos cumplieron esta tarea creyendo que cavaban sus propias tumbas; eran solo las de las víctimas del combate, pero era también un refinamiento de la crueldad de los mexicanos. El cónsul estadounidense, el mayor Roman, visitó casi todos los días a nuestros compatriotas, y les sirvió de mil maneras; él protegió tan enérgicamente a los estadounidenses que habían tomado parte del asunto, que les obtuvo, como pudo, todas las satisfacciones deseables. Veinticinco bastonazos fueron administrados a un sargento mexicano que había maltratado a uno de los presos estadounidenses bajo supervisión del mayor Roman. Así es como deben hacerse representar y respetar las grandes naciones. En un periódico estadounidense encontramos una carta con fecha del 1 de diciembre de 1857, de Guaymas, en la cual se dice que los principales residentes franceses de esta ciudad se esfuerzan por obtener respuestas del señor Pepe Calvo, vicecónsul de Francia. Se dice que este señor, nacido en las islas Filipinas, de padres franceses, ha ejercido funciones consulares desde hace muchos años. El corresponsal añade que durante la campaña del señor De Raousset, el señor Pepe Calvo jugó un rol muy singular: asegurarse de que los primeros franceses que se opusieran a la renovación del combate y hablaran de huir al consulado francés, después del asunto, serían proveídos de sumas considerables. ¿De dónde venía este oro? Los residentes franceses, añade, examinaron minuciosamente todas las circunstancias de este drama, y de su investigación ha resultado para ellos la convicción de que el señor Calvo no se portó como convenía a un representante de Francia.

La instrucción del proceso comenzó el 10 de agosto. El defensor del señor De Raousset era un capitán hecho prisionero por él dos años antes, en Hermosillo; él reconocía sinceramente las bondades que se habían tenido con él en ese entonces. El comandante y los oficiales del batallón, cuyos nombres están bajo la carta antes citada dirigida al cónsul, buscaron, a excepción de uno solo, disculparse a costa del señor De Raousset. Ningún testigo de descargo fue escuchado. Gaston, siempre tranquilo, intrépido y generoso, tuvo a bien escribir más tarde, en vísperas de su muerte, las líneas siguientes:

«No dije una sola palabra que hubiera podido levantar sobre nadie la menor sospecha de complicidad; no pasó así con los desdichados por los cuales me consagré. De más de doce hombres del batallón que han sido interrogados, entre ellos cuatro oficiales, el comandante, el oficial contable y dos capitanes, once intentaron disculparse a costa mía; uno solo, llamado Bazajou, respondió convenientemente. Perdono a estos ingratos.»

Tiempo después el señor Pannetrat me contó un sueño horrible que el señor De Raousset había tenido. días antes del asunto. Se había despertado sobresaltado y pegando gritos; su figura estaba cubierta de sudor, su mosquitero totalmente desgarrado; acababa de soñar que había sido traicionado, ejecutado, entregado a sus enemigos.

Cuando el oficial mexicano Borunda hubo acabado su acalorada alegata, el señor De Raousset le apretó la mano y le dijo: “Soy demasiado pobre para reconocer convenientemente lo que le debo; acepte esto y guárdelo en memoria mía,» y, separando su sortija de sello, la pasó a las manos de su defensor, demasiado emocionado para responderle. Borunda se negó a aceptar más tarde diez onzas de oro y un bello caballo de silla que le ofrecía el señor Pannetrat; muchos oficiales mexicanos habrían querido estar en su lugar.

El conde de Raousset-Boulbon fue condenado a muerte como conspirador y rebelde, por unanimidad de voces. El señor Martineau, intérprete oficial, se rehusó a leerle su sentencia, diciendo que los jueces mismos pronto se arrepentirían; fue destituido en el acto.

El señor De Raousset fue puesto inmediatamente en capilla; es decir en una habitación en el fondo de la cual estaba un altar. Cerca de su cama se encontraba un ataúd; en las paredes, en las cortinas de su cama había letreros que llevaban la inscripción siguiente: ¡Solo resta morir! Un gran número de cirios encendidos alumbraban esta escena lúgubre. El preso apenas les puso atención. Él se ocupó de poner orden a sus asuntos. Trabajando, conversaba con el señor Pannetrat, hablaba de la muerte del mariscal Ney y de otras cosas similares.

El coronel Campusano, presidente del consejo de guerra, y conocido después con el nombre de «el verdugo de Guaymas», era al mismo tiempo capitán del puerto, comandante de plaza y juez de instrucción. Sus antecedentes eran de los más deplorables. Constantemente de acuerdo con los contrabandistas, robaba al Tesoro; como abastecedor general del gobierno, pillaba las administraciones civiles y militares. He aquí lo que dice de él el serial del Messager que ya hemos citamos antes:

«Este Campusano ha sido condenado a la degradación militar y a la pérdida de todos sus títulos y funciones como traidor a su patria, porque, sobre el campo de batalla, pasó al lado enemigo. El mismo Campusano ha sido condenado a la degradación civil y a la pérdida de todos sus derechos de ciudadano por el crimen de bigamia; y hoy, aunque reintegrado en sus derechos militares, la degradación civil no pesa menos sobre él. Una de sus mujeres legales vive en Tépic; otra mujer legal vive en Ures, y, el marido legal de estas fue visto en Guaymas con dos amantes a quienes mantiene a costa de sus robos. Los señores Busquet y Breban, restaurantistas asociados, murieron en el combate del 13 de julio; pocos días después, el coronel Campusano, rellenando este día las funciones de subastador, puso sin aviso previo su establecimiento en subasta. Antes de la apertura de la subasta, él ordenó expulsar de la sala a un individuo que sabía que tenía ganas de comprar, y sobre la primera tasación, adjudicó el establecimiento una de sus amantes. Este establecimiento, que contenía más de mil piastras (5 000 francos) en material y provisiones, fue vendido a 83 piastras (410 francos). Pero, después de la venta, había que ajustar, y entonces los gastos, que volvían al bolsillo del subastador, absorbieron la totalidad del precio de la adjudicación. Convendremos que es imposible poner más orden y economía en sus asuntos. ¡Y es un hombre semejante el que fue el juez instructor del proceso de De Raousset, y el presidente del tribunal militar que lo condenó!»

Los otros jueces no valían más que su digno presidente. Para ellos es todo el honor de la sentencia que han dado, excepto la parte, claro, que pertenece a Calvo y sus cómplices. La noticia de la condena de muerte dio lugar a diversas manifestaciones. Mientras que los guardias nacionales que pelearon en Hermosillo se entregaban a la alegría y desfilaban en las calles con música viva, una parte del ejército regular y algunos oficiales no disfrazaron en absoluto su dolor. Fue cuestión de un levantamiento en su favor. El mayor Roman, cónsul estadounidense, pidió dos veces al señor Calvo reunirse con él y con el gobernador con el fin de obtener el perdón para el señor De Raousset; dos veces el señor Calvo respondió que él no podía intervenir, que la justicia del país debía seguir su curso, etc. El señor Roman, indignado, no pudo evitar condenar abiertamente la conducta de su colega.

La misma tarde, el señor De Raousset hizo llamar al señor Pannetrat, que se deshizo en lágrimas; el conde hizo lo que pudo para consolar a nuestro amigo común. Hablaron una media hora acerca de asuntos íntimos: Gaston, a menudo, repetía que él había sido condenado solo como conspirador y rebelde, lo que le hacía de él solo un condenado político. Él tenía razón de estar satisfecho de esto, porque la posteridad se encarga a veces de interpretar la sentencia de estos condenados y de hacerlos mártires de la civilización; él presentía tal vez que un día sería saludado por las generaciones futuras como el mártir de Sonora. Nosotros somos de los que creen que esta idea ya le sonreía a su alma ávida de gloria, y que no contribuyó poco a mantenerlo en la actitud firme que asombraba a todos sus verdugos.

Pasó una parte de la noche escribiéndole a su familia, a unos amigos, cartas que respiran la moral más pura, la fe, la sensibilidad, la inteligencia, nobles atributos de estas grandes almas, que Francia deja a veces extraviarse tan lejos de ella. Él temía por esta numerosa correspondencia que debía pasar necesariamente por manos del señor Calvo, y nosotros supimos de parte del señor Pannetrat, el único intermediario admitido, que Gaston obtuvo la seguridad de ver sus cartas alcanzar su destino solo si estas contenían menciones favorables hacia el señor Calvo. Este último se quejaba del modo en el que el señor De Raousset le había pintado y juzgado anteriormente, en diversas ocasiones, sobre todo en California, que es de donde le había venido la opinión, y quería blanquearse con la tinta de su víctima, antes de pagar su sangre...

Puede jactarse de haber tenido un singular éxito.

Al presentarse el señor Calvo en la capilla del prisionero, este le expresó de nuevo sus temores sobre la suerte de sus cartas y algunos objetos que quería enviar. El señor Calvo le juró, sobre su honor, que todas sus voluntades serían ejecutadas religiosamente; luego le imploró al señor De Raousset una retractación de lo que hubiera podido escribir contra él. Gaston debió consentir, por prudencia. Él le escribió a este hombre una carta reparadora, y hasta rogó a su hermano destruir todo lo que en sus papeles podría ser ofensivo para el cónsul. Son los mismos papeles que, de San Francisco, el autor de este libro y el señor Pannetrat enviaron, por intervención de señor Mersch, al hermano de Gaston.

El señor Pannetrat, llamado por tercera vez esa noche, recibió del señor De Raousset las comunicaciones verbales destinadas a serme transmitidas, y a echar un poco de luz sobre lo que pudiera tener de misterioso en el fondo este drama. Circunstancias inesperadas nos exigen mucha reserva.

Escuché pues, el clamor supremo que mi amigo me envió en una carta sublime, una carta en la cual me confía el cuidado de su memoria. Ahora podía comprenderlo mejor que antes de separarnos. Previendo el caso de no poder comunicarnos, habíamos fijado perfectamente sobre cada uno cada cosa. No obstante, no podemos ir más allá en esta senda sin darnos de topos solo con sepulcros; pero sin embargo faltaría a mi deber de historiador imparcial si no hiciera mención del hecho siguiente:

Entre las cartas que el señor De Raousset le confió, sin sellar, al señor Calvo, hay una que todavía no salió a la luz; fue enviada al señor Dillon. ¡El señor Calvo se negó a permitir esta carta la primera vez porque le pareció demasiado fuerte!... «Ruegue al señor De Raousset escribirle al señor Dillon en términos menos duros» dijo el señor Calvo al señor Pannetrat. Gaston escribió entonces una segunda carta que llegó a su destino a pesar de los reproches y la amargura de la que fue rellenada. Incluso nos abstendremos de reproducir la primera línea, que es una acusación seguida de un perdón... Al haber muerto el señor Dillon, yo, el autor de este libro, me detengo y no procuro más compulsar ningún documento...

A petición del señor De Raousset, el señor Pannetrat destruyó un paquete de cartas comprometedoras para varias grandes familias de los estados de Sonora y Sinaloa. La mayoría de estos actos se cumplieron con orden y calma, a menudo bajo el ojo del señor Calvo, que venía para echar una mirada furtiva a través de los barrotes de la prisión.

¿No conviene admirar a este hombre que en vísperas de morir muestra todavía tanta nobleza de sentimientos para perdonar a unos y consolar otros? Le habían dejado sus pistolas en la esperanza sin duda de no tener que ejecutarle; pero, como él lo declara en una de sus cartas, el suicidio era, en sus ojos, una cobardía, y no le pasó por la cabeza ni un segundo.

Habiendo sabido del señor Calvo que todo condenado debía morir de rodillas y con los ojos vendados, el conde se rebeló y no pudo contener su indignación, él que, cuando niño, había abandonado el colegio antes de ponerse de rodillas diciendo: «¡Hay ponerse de rodillas solo delante del Dios!» Tomó la pluma, le escribió al gobernador. El general Yáñez tuvo, no diremos la generosidad, sino el sentido común de acceder a su petición, y procurar que la ejecución se hiciera de manera conveniente, como lo veremos después. Durante todo el curso de este asunto, Yáñez mostró más diligencia y perfidia que otros generales mexicanos, y eso es todo. No podemos tomar en serio los elogios obligatorios que el pobre preso fue forzado a conceder a sus verdugos, bajo pena de ver su correspondencia confiscada. ¡Nos preguntamos solamente si hay algo más odioso en la historia que los hombres que imploran palabras de elogio por parte de quien ellos llaman criminal!... Es a Yáñez a quien se deben las defecciones parciales del batallón, los retrasos hipócritas que demoraron el combate quince días!

Cuando el señor De Raousset lo hubo acabado con los asuntos pendientes de este mundo, enfocó su pensamiento en el más allá, e hizo pedir un sacerdote. Tuvo la dicha de verse asistido, no por uno de estos sacerdotes miserables que forman la mayoría del clero mexicano y que deshonran la religión, sino por un hombre de un mérito verdadero, don Vicente Oviedo. Venido para consolar al preso, el pobre sacerdote se vio tan emocionado que las palabras no lograban salir de sus labios, y sus ojos se desbordaban de lágrimas. Fue entonces que Gaston mismo, con la calma de un cristiano y el coraje de un caballero francés, se dedicó a consolarlo. Él hablaba con asco profundo de las vanidades de este mundo, que habían tomado tanto espacio en su vida. Su alma parecía cernerse en alturas sublimes donde la imaginación del confesor no podía seguirla; él pintaba de modo tan brillante, tan radiante y tan dulce al mismo tiempo, las glorias, las felicidades de la otra vida, que el sacerdote mismo permanecía a menudo asombrado, y lo escuchaba religiosamente. ¡La conferencia había durado tres horas!... El pobre sacerdote se levantó, lo abrazó varias veces, y se retiró, con lágrimas en los ojos, diciendo: «¡Este hombre es un santo!»

¿Versos como los siguientes, que hemos encontrado en sus papeles gracias a la complacencia de Sr. conde Edme de Marcy, no son los de un santo?

¡Bendito seas, Señor! En este mundo breve,
donde cada sueño se va como un vapor
que se deshila y deja solo el rastro leve
del pájaro que al cielo azul surcar se atreve,
sufrimos y lloramos... ¡Bendito seas, Señor!

¡Señor, bendito seas! En esta oscura vía
que el hombre, vacilando, recorre y donde emplea,
en cargas y trabajos la fuerza de sus días,
pusiste Tú, Señor, la fe y nuestra alegría
en un mundo mejor; ¡Señor, bendito seas!

Esto nos recuerda que unos días antes de su salida de San Francisco, Gaston de Raousset, rodeado de amigos, hablaba con bastante elocuencia de los diferentes destinos que traían a los hombres a este lugar. Él todavía dudaba de su hado, pero acariciaba siempre su idea, la cual consideraba útil a la humanidad y a la civilización. Él se defendía atrevidamente de toda reprobación y de todo reproche, y decía: «Yo mismo tomé un día delante de Dios y delante de los hombres el compromiso de corazón y de alma de no concebir o hacer nada que fuera censurable ante Dios, ante los hombres o ante mí mismo.» Luego había añadido: «Como Jesucristo a sus apóstoles, si puedo expresarme así, les digo a todos: «¡Pronto no me verán más entre ustedes!»

El sábado 12 de agosto de 1854, a las cuatro de la mañana, el coronel Campusano, seguido del asesor y del escribano forense, entró en la capilla del conde, quien dormía profundamente. Se declaró listo para partir; le dijeron que tenía todavía una hora; él la aprovechó para hacer su aseo con tanta sangre fría como le era habitual. Era hora de almorzar cuando apareció don Vicente Oviedo, el sacerdote que había venido el día anterior; los dos conversaron a solas un rato. Cuando volvió el coronel, Gaston pasó su mano por sus cabellos, se respingó orgullosamente el bigote, y dijo: «¡Estoy a sus órdenes!» La escolta se puso en marcha.

Una gran agitación reinaba en la ciudad, que fue obstruida de gente que acudió de todos los puntos de la provincia. El ejército se distribuyó en la plaza de Gobierno. Los oficiales de todo grado, en fastuosos uniformes, tenían a su cabeza al tan generoso general Yáñez, quien, cubierto de bordados y de plumas como un charlatán de feria, caracoleaba sobre un caballo de desfile. Un batallón de línea acampaba sobre el lugar de la ejecución, entre la fuerte y la bahía. Una gran parte de la población se había escalonado sobre las pendientes del fuerte, el resto cubría las terrazas de las casas vecinas.

El conde de Raousset-Boulbon apareció a las seis en punto, acompañado del sacerdote don Vicente Oviedo y de la escolta, comandada por Campusano. Traía la cabeza desnuda, andaba con paso firme; sus rasgos no estaban alterados en absoluto; se defendía de los rayos del sol con un sombrero de paja con el que se abanicaba con graciosa negligencia. Su calma extraordinaria asombraba a todos los mexicanos. Llegado sobre el borde de la bahía, a la cual le daba la espalda, haciendo frente a la muchedumbre que cubría las pendientes del fuerte, y a un pelotón de seis soldados mexicanos de quienes le separaban solo de siete a ocho pasos, oyó pacientemente la lectura de la sentencia que lo condenaba a ser fusilado. Un grito desgarrador le hizo voltear los ojos hacia una de las terrazas de donde se transportaba a una mujer desmayada, y una emoción ligera pasó como un rayo por su noble figura. Poniendo su sombrero en el suelo y sus manos detrás de la espalda dijo a los soldados del pelotón: «¡Vamos, mis valientes, hagan su deber, y apunten al corazón!» Los espectadores fueron entonces testigos de un incidente de los más singulares. El orden de hacer fuego, dado con una cierta vacilación, fue ejecutado solo parcialmente; testigos visuales dicen que varios soldados habían disparado al aire, tan fuera de sí estaban. Advertido de lo que pasaba, el tan cortés general Yáñez, asustado, ordenó que acabaran cuanto antes. Volvieron a empezar; ¡varios disparos resonaron y es señor De Raousset cayó sobre las piedras!...

Murió en el acto; una bala había atravesado la cara y el cráneo; dos balas habían penetrado la región del corazón; la cuarta, después de haber golpeado la línea media del pecho, rompió una pequeña medalla de plata que cayó, partida en dos, en la playa. Sus vestiduras se incendiaron, así que fue necesario echarle encima varias cubetas de agua. Así es como murió el conde de Raousset-Boulbon, a la edad de treinta y seis años, lleno de fuerza y de vida, como él mismo lo dijo, y con un coraje, una calma que, más que nunca, revelaron el tamaño de su alma.

La emoción demasiado contenida de la muchedumbre estalló en sollozos, en gritos, en exclamaciones que no se pueden describir. Las mujeres huían escondiendo el rostro con sus pañuelos; más de un hombre que no pudo dominar su emoción dejó caer las lágrimas. Este coraje estoico, esta sangre fría frente a la muerte los tenían como fulminados. Entonces solamente todos parecieron comprender el valiente al que acababan de perder y de asesinar, a quien soñaba con la regeneración de México en provecho de Francia y de la civilización. No somos de los que juzgan y aprecian a los hombres solo según el número y la importancia de sus éxitos; nos gusta, al contrario, encontrar héroes entre los que siempre experimentaron reveses. ¿Qué sería Hernán Cortés para la historia si hubiera fracasado en 1519 delante de Tabasco y la capital de los aztecas?.. .. ¿Qué sería hoy sin una de esas circunstancias famosas que ayudan tanto a los grandes hombres?... ¿Qué serían hoy de otras famas de la historia sin el azar o los medios de acción?...

¡Pobre señor De Raousset! ¡cuántas veces no analizó él este tema!...

El cuerpo fue levantado, puesto en un ataúd, y depositado en una fosa cavado aparte del cementerio. Campusano hizo abrir el ataúd, sumergió el dedo en la herida que contenía los fragmentos de la pequeña medalla, y los retiró. El sacerdote recitó unas oraciones, y luego cada uno se fue. El día siguiente, el padre don Vicente Oviedo hizo exhumar el ataúd, y lo hizo transportar al cementerio de los cristianos. Una pared de ladrillos indica el sitio donde descansa... ¡Todavía no le levantamos el más mínimo monumento! El señor Pannetrat, pidió permiso de rendir este último deber a la memoria de nuestro amigo. El señor Calvo respondió que había que primero referirlo al ministro, etc. etc.. ¿Por qué no mejor al emperador de Japón? En su odio, él todavía no sabía que inventar para saciarlo.

Unos días antes de la ejecución, 184 prisioneros habían sido enviados a San Blas; el día 25 partieron nueve de ellos a Callao, y el día 27, sesenta y tres partieron a San Francisco. Veintiuno que todavía quedaban en Guaymas debían irse dentro de poco a San Blas. El abad Lavau, profesor en Ures, y el abad Delmas, que le habían pedido al señor Pannetrat algún recuerdo del señor De Raousset, recibieron de él dos pañuelos de batista que guardaron cuidadosamente. Estos clérigos no podían disfrazar la indignación que les inspiraba la conducta de algunos voluntarios durante el enfrentamiento en Guaymas. En Ures, la población mexicana había estado a punto de azotar públicamente a uno de los que se habían dado a la fuga.

El señor Pannetrat trajo solo dos cartas escritas por el Gaston, una para el señor Cavallier y otra para mí. Para todas las demás, el señor Calvo quiso permitir solo copias certificadas por él mismo. Guardando los originales, él ya violaba la palabra que le había dado al señor De Raousset. La carta a la dirección del señor Dillon debía serle confiada al señor Pannetrat. No ocurrió en absoluto así. El señor Calvo lo envió a su colega por una diferente vía.

No diremos nada de la impresión que causó la muerte del señor De Raousset en California, en México y en Francia; su memoria fue en todas partes el objeto de las simpatías más nobles y vivas. Más de un amigo lo lloró mucho tiempo y amargamente; servicios funerarios fueron celebrados para él en varias ciudades de California.

Debidamente autorizado por él para velar sobre su correspondencia, para recibir y abrir sus cartas, recibí un número bastante grande de ellas en San Francisco; la noticia de su muerte nos permitió informarnos de eso. Siendo obligado a respetar el carácter íntimo de estas diversas comunicaciones, lamentamos no poder hacer de estas ciertos extractos, que habrían podido aumentar el interés de esta historia.

Acabaremos esta obra con la reproducción de los diversos documentos que siguen; son las cartas que el señor De Raousset escribió antes de su muerte. Son demasiado bellas para no interesar a los lectores más indiferentes. La mayoría de estas cartas han sido publicadas, pero con lagunas que en esta publicación verá rellenadas.

«Guaymas, 10 de agosto de 1854.

«Mi querido y buen hermano,

«Cuando recibas esta carta, no estaré más en este mundo. He aquí brevemente las circunstancias que trajeron mi muerte. Dejé San Francisco el 25 de mayo; ya te escribí por qué y cómo. Después de un viaje muy atropellado, durante el cual sufrimos un naufragio de doce días en una isla desierta y sin agua, acabé por llegar a Guaymas, donde desembarqué el 1 de julio.

«El 13, los franceses, en total de cerca de 300, se rebelaron. Apenas es posible, pues esta carta será leída por otras personas antes de alcanzarte, que cuente en consecuencia de qué acontecimientos se efectuó este acto militar. Los franceses, antes de mi llegada, estaban organizados en un batallón de voluntarios al servicio de México; ellos tenían sus oficiales y un comandante, buen soldado, pero incapaz de dirigir una acción. Las pretensiones y la susceptibilidad de este hombre me obligaron a dejarle un mando que estaba por encima de sus fuerzas: él llevó a los franceses al combate como un rebaño de corderos, desde los primeros disparos, se dispersaron y se pusieron en un desorden terrible. Le había dado un plan de ataque general y no supo hacer ejecutar su detalle más simple. Los mexicanos pelearon con mucho valor; su general es un hombre de una valentía incontestable, y ellos lo secundaron muy bien.El combate comenzó a las cuatro de la tarde: a las seis, los franceses, desanimados, y habiendo perdido, entre muertos o heridos, cerca de una tercera parte de su efectivo, se refugiaron en la casa del agente consular francés y se rindieron a discreción. En este malhadado combate, pude solo actuar como soldado y dar el ejemplo. Soy consciente de haber hecho, para llevarlos adelante, todo lo que puede ejecutar un hombre; pero nunca pude reunir alrededor de mí más de una veintena. Me quedé dos o tres minutos a caballo sobre una muralla, para mostrarles que se podía pasar del otro lado: un solo hombre me siguió.

En otra parte me lancé solo hasta el cuartel de los mexicanos, que estaba a una centena de pasos; nadie me siguió. Me quedé unos minutos apoyado allí, contra una muralla en ruinas detrás de la cual había soldados mexicanos, y esperé a que los franceses vinieran a mí. Recibí en mi manga izquierda un golpe de bayoneta y un disparo. Ellos lo vieron, creyeron que estaba herido, y sin embargo nadie vino; tuve que ir a reunirme con ellos.

«Cuando los franceses entraron en la casa del cónsul, todo acabó, los veía claramente perdidos: había hecho mi deber y tenía el derecho de pensar en mi salvaguardia; varios me aconsejaron huir, podía hacerlo, me era fácil reunir una docena de marinos, apoderarme de un buque y de irme por mar.

Perdóname, mi buen hermano, por no haberlo hecho; habríamos llamado a esto una huida. Había venido para compartir la suerte de los franceses y quise compartirla hasta el final; hice, de declaración deliberada, el sacrificio de mi vida; no me rendí, me hice prisionero. Ayer, el 9 de agosto, he sido juzgado por un consejo de guerra y condenado a muerte, seré fusilado mañana o pasado mañana. El general Yáñez quiso otorgarme la autorización de escribirte y me dio su palabra de que, sin sufrir ninguna humillación, seré fusilado de pie y con los ojos descubiertos, las manos libres.

«Cuando me dejé hacer prisionero, sabía que hacía el sacrificio de mi vida. Desde hace veintisiete días estoy encarcelado y aislado, tuve todo el tiempo de ver venir mi muerte y de pensar en lo que es, pues la recibo a mis treinta y seis años, con la sangre fría, con certeza, en la plenitud de mi vida y de mi fuerza. No creas que sufro en esta situación, que no afecte tu pensamiento que hay que considerar esto como una agonía lenta y dolorosa.

No, mi hermano, te equivocarías: muero con una gran calma. Hay en mi vida una suma de bien y de dolor, considero este suplicio como una expiación del dolor, el poco de bien que he hecho y, sobre todo, el bien que he querido hacer, le dan calma a mi conciencia. Si estoy aquí, es por haber mantenido mi compromiso, por haber sido fiel al discurso que cavará mi tumba. Quise hacer bien a los hombres que me habían dado su confianza, amé sinceramente al país en el cual voy a morir; aparte de ciertos arrebatos naturales de pasión y de cólera de mi organización, quise sinceramente el bien de este país, y este podía solo beneficiarse de la realización de mis ideas.

«Si la legación de Francia me hubiera apoyado en lo más mínimo cuando fui a México, tengo la convicción de que el resultado habría traído grandes ventajas a México y a los desgraciados franceses que luchan en California contra un futuro sin salida. Bien podría haber hecho mucho mal si hubiera querido halagar y exaltar las malas pasiones; pero puedo decir que siempre apelé solo a sentimientos generosos. Mi conciencia está, pues, tranquila.

«Tengo en la inmortalidad del alma una fe profunda, creo firmemente que la muerte es la hora de la libertad, creo firmemente en la misericordia infinita del Creador hacia sus criaturas. Cuando me quedo un tiempo pensando en este orden de ideas, llego a una exaltación que me hace considerar la muerte como la hora más afortunada de mi vida. Lo ves, mi hermano, muero tranquilo, y no debes tener ninguna inquietud sobre la manera en la que habrán pasado mis últimos instantes.

«Dejé en San Francisco, en las manos del señor Gronfier, agente de la señora viuda Lyon-Allemand, papeles que te serán enviados o probablemente llevados por una persona de confianza. Protegerás estos papeles y quemarás todo lo que te parezca poco conveniente, así como ciertos escritos completamente íntimos. Encontrarás un libro cerrado con cerradura que contiene notas; borrarás lo que te parecerá conveniente borrar, entre otros, ciertos sueños quiméricos que pude haber anotado cuando no tenía nada mejor que hacer, y que no deberían sobrevivirme. Después de haber escrupulosamente arreglado estos manuscritos, los guardarás para que sirvan como comprobantes en caso de que mi memoria fuera atacada y tuvieras que defenderla.

«Cuando Emile tenga veinte años, podrás dárselos a conocer; ya que lo quieres hacer un hombre, le dirás que estudie un poco lo que era el tío Gaston.

«Le pedí a un oficial mexicano que recogiera de mi cadáver una pequeña medalla que llevo en el cuello, él la enviará a ti por medio de un amigo que irá a París: le darás esta medalla a mi sobrina como recuerdo de mí, y le dirás recordar siempre, mirándola, que la belleza más grande de la mujer es la sabiduría; que una mujer debe tener una vida seria y pensar en el gobierno de la casa en lugar de soñar con bailes y baratijas; harás todo para hacer de tu hija una mujer de esta naturaleza, atada a su marido y a sus deberes, en su casa, una mujer, finalmente, como su madre; lo harás para la felicidad de tu hija.

En cuanto a tus hijos, dales una carrera, dales a sus vidas una ocupación y un fin, si no, teme por su futuro. Desconfía de la educación universitaria, la más detestable que hay; lo sabes como yo por experiencia, nueve de cada diez alumnos salen del colegio sin haber aprendido nada. Cuida la educación de tus niños, que aprendan mucho, y que aprendan sobre todo cosas prácticas.

El duque de Aumale me decía: «Haré ciertamente aprender a mi hijo un oficio práctico y manual para que pueda ganarse la vida.» Medita este discurso, mi querido hermano, y no olvides que el que hablaba así es hijo de rey. Tu posición de fortuna te pone en condiciones de darles a tus niños la educación más completa posible. No descuides nada, es tu deber, y su futuro lo resentiría.

«Te hablo así de tus niños y de ti, porque, después de una separación de años, estamos destinados a volver a vernos. Por diversos caminos y en más o menos tiempo, todos llegamos al mismo plazo, la muerte; la muerte es la reunión de los que se quisieron. Nuestro padre era un hombre que apenas tenía la costumbre de desarrugar delante de nosotros su rostro severo: ¿cómo es que, desde hace años, lo veo en sueños siempre sonriente y bueno?

¿Cómo es que haya yo conservado para mi madre un culto y una afección y aspiraciones continuas hacia ella, yo que nunca la conocí? Es que hay entre nosotros, sin duda, una cadena misteriosa que comienza antes de la cuna, que se extiende más allá de la tumba, y de la cual la vida es solo un eslabón. Sí, volveremos a vernos todos, no hay que llorar a los que mueren, porque ellos se reunirán con los que amaron y esperarán a quienes los aman.

«Todavía tengo unas recomendaciones que hacer: escribo a medida que se presentan en mi mente. No olvides ciertos manuscritos que dejé en manos en las cuales me aflijo de verlos. Envié a África, al señor Borrely La Sapie, otros manuscritos, libros y un retrato de mi madre. Le pedí estos objetos durante años sin que me haya sido posible recibir ninguno. Son cosas que te agradaría mucho poseer, y que me agradaría mucho saberlas entre tus manos.

«Conociste en su tiempo mi relación con Héloïse. Tuve con ella una niña de quien el futuro me inquieta. Es un deber mío recomendártela, dejo a tu buen corazón el cuidado de juzgar lo que podrás hacer por ella.

«Conozco el afecto que tu madre tiene por mí, sé cuánto mi muerte va a afligirla, consuélala; dile que después de todo, mi vida ha sido tan triste, tan estropeada, desencantada por las decepciones que la atravesaron, que en realidad ella debe ofrecerme pocos pesares. Agradécele todas las bondades que tuvo hacia mí, que me perdone los problemas que le causé.

«¡Dile a tu buena y excelente mujer que haga rezar por mí a sus hijos, que acostumbre a estos pequeños ángeles a escuchar sobre el tío Gaston y a que aprecien su memoria! ¡La buena Laurence! ¡Cuántas veces, en el curso de mis aventuras, pensé que habría sido mejor para mí vivir tranquilo y retirado en las santas alegrías de la familia, con una mujer excelente como ella!

«Sabes quienes eran mis amigos, diles que no los olvidé. A las puertas de la tumba, a la que descenderé mañana, todos los que me quisieron se me hacen más caros, y, de lo más profundo de mi corazón, les agradezco las horas de alegría que su afecto me dieron. No olvides sobre todo a Edme de Marcy, porque de todos él fue el que más me quiso y al que yo quise más.

«Ya es hora de acabar esta carta ya larga; cuando reflexiones sobre mi vida, piensa que fue de una naturaleza excepcional, que sus virtudes y defectos se condujeron a través de caminos extraños; hay que juzgarla solo con una gran moderación.

«Adiós, mi buen hermano, continúa en tu vida como lo hiciste hasta este día, tendrás razón; continúa consagrado a tu mujer y a tus hijos; hazme revivir en medio de ustedes con el pensamiento, y cree que el pesar más vivo que tengo, es el de no poder pasar, antes de morir, unas horas con mi familia. Adiós, de nuevo, adiós por última vez, y hasta que nos veamos de nuevo un mundo mejor.

«Gaston.»


«Encontrarás adjunta una copia de mi sentencia: verás que soy condenado como conspirador y rebelde, pero que no me da ningún término afrentoso. Esta sentencia debe ser asimilada como una condena política. El señor Calvo, agente consular de Francia en Guaymas, ha sido generoso conmigo en mis últimos instantes, me ha dado señales de interés por las que le agradezco, tengo que ejercer frente a él una reparación justa y de aprecio. En los papeles que te serán enviados de San Francisco, hay algunos que tienen sobre él notas hostiles; te recomiendo borrar completamente todo lo que, en estas notas, tiene mención del señor Calvo. Habrá también otras cosas que hay que borrar, pero no puedo señalártelas aquí, pues mi carta será leída por otras personas. Comprenderás el pesar que siento ahora por haber escrito tales injusticias; lo que me consuela, es que serán conocidas solo por ti y por mí.

«Verificado y asegurado.
«Guaymas, 10 de agosto de 1854.
«El vicecónsul,
«Firmado: Joseph Calvo.»

Sello del viceconsulado de Francia en Guaymas.


«Guaymas, 10 de agosto de 1854.


«La persona que te enviará esta carta es el señor Calvo, agente consular de Francia en Guaymas. El señor Calvo me dio en estos últimos días pruebas de interés por las que me siento agradecido. Él se encarga de enviar mis cartas para ti y unas personas a las que les escribo. El señor Calvo te dará sobre mi muerte los detalles que deseas conocer sin duda, y él podrá asegurarte, de visu, que pasé esta prueba supremo como es debido a un caballero. Estoy a esta hora en capilla; el señor Calvo te explicará lo que es. El cura de Guaymas acaba de salir, es un hombre inteligente y dulce, un hombre como hace falta para endulzar lo que hay de demasiado leonino e indómito en mí. Después de mañana por la mañana, veré resplandecer la última cápsula y quemarse el último cartucho.

«Mis últimas horas serán tranquilas, y gracias a este sacerdote excelente, veo que también serán dulces. Mi corazón se reabre a las ideas religiosas de la juventud, y voy a la muerte como a una fiesta. Si el padre Deschamps está todavía en Aviñón, escríbele de mi parte, estoy seguro que lo llenarás de alegría. Si tus niños cayeran algún día en las ideas ridículamente irreligiosas que yo mismo tuve algunas veces, hazles leer esta carta y diles que el tío Gaston, lleno de vida, de fuerza y de razón, murió en las manos de un sacerdote, y era, sin embargo, un hombre intrépido. Por cierto, no es el miedo el que me hace actuar así; no veo en Dios a una ser terrible, lo veo infinitamente bueno y misericordioso, y si voy a Él, es porque estoy incitado por el sentimiento y por la necesidad de amar. Partamos, hermano, hay que decirnos adiós, y por última vez. Recibe al señor Calvo como a un amigo, es tu hermano que va a morir quien te lo pide.

«Gaston.»

¡Arrancándole esta última plegaria, el señor Calvo le robaba un moribundo!


«Guaymas, 10 de agosto de 1854.

«Mi querida madre:

«Usted ya habrá tenido conocimiento de mi carta a Victor cuando esta que escribo le sea enviada por el señor Calvo, agente consular en Guaymas. El señor Calvo me dio recientemente pruebas de interés que deben hacerlo considerarse como amigo. Recíbalo como tal, y que sea acogido en mi familia como yo lo fui en la suya. Si el señor Calvo había podido hacer algo para salvarme, no dude que lo habría hecho. El general Yáñez mismo no deseaba mi muerte, pero fue forzado a obedecer a los rencores que levanté entre ciertos hombres de este país, a pesar del deseo ardiente que tenía de ser útil para el mismo. El general actúa noblemente además; la sentencia que me condena no lleva ninguna calificación injuriosa...

«Mi querida madre, me cuesta no poder abrazarla antes de morir; es el pesar más grande que me llevo, porque en cuanto a la vida, muero en un estado de calma demasiado perfecto como para lamentarme, los sentimientos de mi infancia me vuelven casi con su primera frescura. Puede rezar por mí, con certeza de que, habiendo muerto religiosamente, puedo sacar provecho de sus oraciones... Adiós, mi buena madre, adiós y hasta la vista... Me olvidaba, ingrato, de hablar de nuestro buen primo N... La señora... me quiso como una madre; dígale que voy a la muerte como un caballero y que muero cristiano. Adiós, mi madre, adiós de nuevo, y por última vez.

«Gaston.»

«Guaymas, 10 de agosto de 1854.

«Al señor De Lachapelle.

«Usted fue uno de mis mejores y más fieles amigos. Creo que me ha conocido y a preciado bien y ha comprendido lo que había en mí de devoción hacia los intereses y el afecto de los hombres que me rodeaban; sabe cuán poco me preocupaba mi propia persona. Es usted, pues, entre mis amigos, al que debo legar el cuidado de mi memoria. Lo hago con confianza. En consecuencia de acontecimientos de los que no puedo hablar, he sido hecho prisionero, traído ante un consejo de guerra y condenado a muerte, ayer, el 9 de agosto. Mi sentencia debe ser ejecutada mañana o pasado mañana. Debo a la cortesía del general Yáñez morir convenientemente, fusilado, de pie, con los ojos y las manos libres.

«No quiero acusar a nadie de mi muerte, y perdono a los que la causaron; incluso estoy, hasta cierto punto, satisfecho de las pruebas de ingratitud que me han sido dadas. Todo hombre se lleva más allá de la tumba la responsabilidad de su vida. La ingratitud y el suplicio me serán sin duda contados como una expiación del dolor que pude causar.

«Muero a mis treinta y seis años, lleno de vida y de fuerza, y puedo decir, como André Chénier, que se dio una palmada en la frente subiendo al patíbulo diciendo: "todavía me quedaba algo aquí." ¡Bien! La vida me causa pocos pesares. La mía ha estado atravesada muchos problemas. Tengo una fe profunda en la inmortalidad del alma y en la mejor existencia más allá de la tumba. La muerte me parece una hora para despertar y ser libre. No hay que compadecer a los que mueren así.

«Una consideración que me da mucha calma es la gran cantidad de hombres que valían más que yo y que, antes de mí, perecieron por el suplicio. ¿Por qué me quejaría de morir como ellos?

«Le recomiendo despedirse en mi nombre de todos los que supo que eran mis amigos. Si algunos se extrañan de que no me he volado los sesos, dígales que siempre consideré el suicidio como un crimen o una cobardía.

«A usted, a los que me apreciaron y conocieron, lego el cuidado de mi memoria; le digo adiós desde el fondo de mi alma, y lo espero en un mundo mejor.

«G. de Raousset-Boulbon.»


«Me olvidaba de decirle particularmente adiós a Mersch, este buen y noble corazón, este espíritu tan delicado, tan iluminado, tan modesto y lúcido, hacia quien tuve tanta estima y un afecto tan sincero.»
«11 de agosto.

«Mi buen hermano.

«La ley que me permite disponer por testamento de todos los objetos que poseo aquí, recibirás los objetos siguientes, que no tienen otro valor que el de un recuerdo:

«1: Un sable que me ha sido ofrecido por el batallón francés y que porté en batalla el 13 de julio;

«2: Un revólver de gran dimensión, que no me dejó desde el 15 de mayo de 1852; los dos tiros descargados son del combate de 13;

«3: Un pequeño revólver que llevé como arma defensiva en varias circunstancias;

«4: La camisa de lana que llevaba 13, perforada en la manga izquierdo por una bayoneta y quemada por un disparo. Este traje fue el que usé durante muchos años; es el traje del obrero y del marinero, el hábito del trabajador. Les dirás a tus niños que me gustó más vestirlo que cometer bajezas por medio de las cuales me habría sido más fácil vivir en la abundancia y el placer;

«5: Un prontuario de artillería;

«6: La medalla de la cual te hablé y por la cual tu hija me recordará;

«7: Una vieja y quebrada carabina, que es lo más precioso que poseo en el mundo. Con ella me gané el pan, me alimentó en mis viajes, me dio las emociones más poderosas y más orgullosas de mi vida. La camisa de lana y esta carabina son el símbolo de mi vida en los cuatro años que acaban de pasar. Contarás a tus niños la historia de esta carabina, y esta historia les dará corazón. Les dirás que en lugar de buscar una vida ociosa y alegre en industrias fáciles, pero indignas, preferí trabajar como un obrero, rodar barriles sobre los muelles, vender el producto de mi pesca y de mi caza, correr como un salvaje a través de los desiertos, y apoyar a la vez en mi espalda un corzo, esta carabina, y a menudo una escopeta de dos cañones.

«Adiós, hermano, las horas pasan, y la última sonará pronto.

«Firmado: Gaston.»

«Debo añadir, para el honor de mi memoria (el señor Calvo, así como todos los que tuvieron conocimiento del proceso, pueden atestiguarlo), que negué de responder a toda pregunta relativa a otras personas. No dije una palabra que hubiera podido hacer levantar sobre nadie aunque fuera la más mínima sombra de sospecha de complicidad. No fue así por parte de los desdichados a quienes me consagré; más de doce hombres del batallón que han sido interrogados, entre ellos cuatro oficiales, el comandante, el oficial contable y dos capitanes, once trataron de disculparse a mi costa. Uno solo, llamado Bazajou, respondió convenientemente. Perdono a estos ingratos.
«Verificado y asegurado.
«Guaymas, 18 de agosto de 1854.
«El vicecónsul, Joseph Calvo.»
Sello del viceconsulado.

«11 de agosto de 1854.

«Mi querida madre:

«El portador de esta carta es el señor Martin Pannetrat, que le dará sobre mí detalles que le interesarán. «Póngalo en contacto con el señor E. Chauffard, el señor Baciocchi, la señora de Oléon, etc.

«Adiós
«Gaston.»

«Guaymas, 11 de agosto de 1854.

«Mi querido Pannetrat,:
«Perdóneme por haber sido para usted la causa indirecta e involuntaria de problemas graves. Estoy sin embargo feliz de ver que la justicia no hizo un crimen de sus sentimientos de buena amistad para mí.
«Quisiera, ya que usted va a París, que se encargue de unos objetos que quiero enviar a mi hermano. Podrá ponerse en relación con él escribiéndole a la caballeriza de Braine, cerca de Laon (Aisne).
«Le lego por testamento mi reloj, estropeado en mi naufragio, y su cadena; guárdelos en memoria de mí.
«También le lego todo lo demás que se encuentre en su casa y de lo que no haya dispuesto. Podrá encontrar allí unos recuerdos que hay que distribuir a mis amigos.
«Adiós. Acuérdese de mí.

«Conde de Raousset-Boulbon.»

«Guaymas, 11 de agosto de 1854.

Al señor..:
«Mi fidelidad a mi palabra y a mis compromisos que se encuentran en el libro de grabados que le confié me obligaron a combatir el 13 de julio a pesar de las dudas que tenía sobre salir al combate. El batallón tenía oficiales y un comandante, y tuve que respetar su susceptible incapacidad, e incluso dejarle el mando durante el combate. El desgraciado no comprendió la primera palabra de las instrucciones que le había dado.
«Desde los primeros disparos, el batallón cayó en un desorden horrible. Unos se reunían bajo el fuego de personas que no eran soldados; otros no devuelve el fuego sin desmoralizarse. La única cosa que podíamos hacer, era lanzar hacia adelante este rebaño de hombres y ocupar el cuartel mexicano. Estoy consciente de haber intentado para ejecutarlo todo lo que puede hacer un hombre intrépido. Llegué a quedarme dos o tres minutos a caballo sobre la cresta de una pared, y un solo hombre, un soldado de África llamado Delille, se determinó a pasarla. Corrí solo hacia la muralla del cuartel mexicano, en la cual me respaldé durante unos minutos, con los brazos cruzados y mirando a mis hombres, de los cuales ninguno vino.
Recibí allí una estocada de bayoneta y un balazo en la manga izquierda de mi camisa de lana. Nunca pude reunir alrededor de mí más de veinticinco o treinta hombres, incluso al final, cuando la artillería mexicana, totalmente desmontada, había dejado de disparar. Pannetrat podrá darle de viva voz los detalles de este asunto. Creo, mi amigo, que he cumplido mi deber hacia todo mundo.
«El general Yañez, que mandaba a los mejicanos, es un valiente, y sus soldados se mantuvieron firmes; a pesar de su blandura, los franceses pusieron fuera de combate a un tercio de su efectivo; tengo grandes obligaciones con el general por la cortesía que usó en la redacción de mi sentencia y en su ejecución. Ruego que se junte a esta carta una copia de la sentencia. Usted verá que soy condenado como conspirador y rebelde, pero que no se me califica allí ni de traidor, ni de filibustero, ni de pirata. Puede, con esta sentencia a la mano, rectificar todo lo que habría erróneo en las publicaciones estadounidenses. En esto, como en muchas otras cosas, usted es, naturalmente, uno de aquellos a quienes lego el cuidado de mi memoria. Moriré fusilado, de pie, con los ojos y las manos libres.
«Pannetrat va a ir a París, así que quisiera que él se encargue de llevar mis papeles a mi familia, en Aviñón, o a mi hermano, a la caballeriza de Braine, cerca de Laon, en el departamento de Aisne. Le ruego que, con el señor Gronfier, haga de estos papeles un paquete atado y sellado que le confiará al señor Pannetrat en el momento de su salida, o a toda otra persona perfectamente digna de confianza, en caso de que el señor Pannetrat no partiera.
«Muero perfectamente tranquilo y sin pesares.
«Conservé la medalla que su mujer me regaló; será recuperada sobre mi cadáver y enviada a una hija de mi hermano que la llevará toda su vida. Devuelva a su mujer el beso de adiós que me dio cuando dejé San Francisco.
«Adiós, mi amigo, adiós, piense algunas veces en mí y no me compadezca.

«Conde de Raousset-Boulbon.»


He aquí el informe del general Yáñez al ministro de guerra, en la ciudad de México:
«Excelencia:

«El 9 de agosto, en consejo de guerra ordinario, presidido por el general graduado, el coronel del quinto batallón, Domingo Ramilles de Arellado, y compuesto de los señores capitanes Antonio Mendoza, Juan B. Navarro, Domingo Duffoo, Julio Gómez, Venceslao Domínguez e Isidoro Campos, ha sido examinado en forma el proceso de instrucción contra el conde Gaston de Raousset-Boulbon. El consejo, después de haber oído la defensa y las disculpas del acusado, después de haber cumplido con las formalidades de la ley, declaró, por unanimidad, que el señor De Raousset sería pasado por las armas.

«Aprobando esta sentencia (y después de haber consultado al asesor), ordené, el día 10, que esta fuera ejecutada en la plaza del Malecón, a las seis de la mañana, el sábado 12, con la orden, al mismo tiempo, de que el condenado fuera puesto inmediatamente en capilla.

«Durante el tiempo en que él se quedó a capilla, el conde recibió toda la asistencia que su situación requería.

«Él hizo su testamento, disponiendo libremente de objetos que poseía en este puerto; escribió varias cartas, habló con uno de sus compatriotas, con su defensor y con el señor vicecónsul de Francia, al cual le encomendó parte de sus últimas disposiciones; le permitimos, en resumen, todo lo que era permisible, con humanidad y conforme a las circunstancias. Los consejos de nuestra santa religión le fueron prodigados por el cura de este puerto, Vicente Oviedo.

«Finalmente, el sábado 12 del corriente, la madrugada, la guarnición de la plaza estaba armada. Parte de la tropa, según mis disposiciones, estaba formada en batalla no lejos del lugar de la ejecución. Otra parte formaba, sobre este último lugar, el cuadrado de costumbre. Todo estaba dispuesto para dar a un acto tan importante la solemnidad y el respeto que merece la justicia de la nación. El condenado fue conducido al lugar designado en medio de una fuerte escolta, y allí, después del cumplimiento de todas las formalidades requeridas por la disposición, se cumplió la sentencia, y fue fusilado el conde de Raousset-Boulbon, que recibió la muerte con gran valor, y que se arrepintió por sus faltas como cristiano. Ha sido dado al cadáver sepultura eclesiástica en el cementerio de este puerto.

«Con la comunicación presente, Su Excelencia encontrará el proceso verbal de la causa instruida contra el pobre señor De Raousset. También adjunto copia de sus disposiciones testamentarias, que esta comandancia general hizo cumplir en lo que le concernía, reuniendo los objetos designados y se le entregaron al señor vicecónsul de Francia, para que sean enviados según la voluntad del testador.
«Espero que Su Excelencia informe a S.A.S., el General Presidente, de la ejecución de la sentencia que pronunció contra el conde de Raousset la justicia nacional, dándole cuenta al mismo tiempo de las presentes comunicaciones, etc.
«¡Dios y libertad!
«José María Yáñez»

Algunas personas encontraron que Gaston se había apresurado demasiado de empezar de nuevo, es decir; debió haber esperado otras circunstancias, mostrar más paciencia, haber actuado de manera distinta, etc. etc... Siempre es así con los que fracasan. Estas personas tienen tal vez razón; tal vez se equivocan; olvidamos demasiado a menudo que lo mejor es enemigo de lo bueno.

En el tiempo que pasó entre la primera y la segunda expedición, el señor De Raousset fue literalmente asediado muchas veces por una multitud de aventureros que lo apresuraban sin cesar a empezar de nuevo, sin ofrecerle, no obstante, los medios para hacerlo. La mayoría de estos fogosos fueron los que lo abandonaron en el momento más difícil. Gaston temía ante todo pasar por alguien que se había dormido en sus primeros laureles, y cuando probó su suerte por última vez, el 13 de julio, fue por la interpelación malhadada de un imbécil que le había dicho delante de toda la tropa: «¿No usted el mismo hombre que en Hermosillo?..»

Estos eternos dadores de consejos a menudo lo fatigaban en San Francisco como en Sonora, hablando de ellos, dijo un día: «Hay gente que dice sin parar, y con un aplomo perfecto: ¡Napoléon habría debido pasar por allí!»

Lo censuramos, como aliado y amigo, solo en una sola circunstancia: cuando, guiado por funestos consejos, rechazó la alianza del elemento estadounidense que se le ofrecía; hay que buscar apoyo donde se pueda encontrar. Hoy, México estaría al fin de sus revoluciones y marcharía hacia su regeneración. Ahora, en lo sucesivo, este es asunto del Tío Sam.

Hasta la poesía se agregó a esto; publicamos un día en el Messager de San Francisco la siguiente, de un californiano:


¡LA ESPADA!

En imitación de Kœrner.
Al señor conde de Raousset-Boulbon.

— Oh, fiera espada a mi cintura atada,
¿Por qué en la funda tiemblas, sepultada?
— No veo por qué en la funda me retienes,
si, libre, nunca el miedo me detiene.

Que luzca al sol mi bella empuñadura,
¡Y brillen mis aceros con dulzura!
¡Vencer, morir, al alma condecoran!
¿Existe otra nación como Sonora?

Hay que plantar allá con sombra fiera,
que cubra a todo el mundo, una bandera.
Muchos valientes seguirán tu grito
y harán pagar con sangre mil delitos.

Que Europa al protocolo le haga guerra,
Esa ya no es tu escuela ni tu tierra.
— Oh, fiera espada a mi cintura atada,
¿Por qué en la funda tiemblas, sepultada?

¡Hurra!



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* Esta joven está en este momento en Aviñón, en el convento de La Concepción, donde, bajo los auspicios de la condesa de C... está completando su formación.

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